Sentir la capacidad de dar
No sólo desbordan las aguas en estos terribles días de naturaleza enfurecida. También desbordan los cauces que se han diseñado para canalizar la solidaridad. De hecho, las toneladas de ayuda que la gente común ha ofrecido a los sufridos compatriotas de Santa Fe obligan a una titánica labor organizativa dentro de la casa de la provincia, en esta capital, y en otros lugares destinados al acopio y distribución de la ayuda.
¿A qué responde esta crecida solidaria , cuando ni la miseria ni las aguas desbordadas son del todo novedad en nuestro país?
Podríamos pensar que es muy real aquello de que, en términos de salud mental, la gente no sólo enferma por lo que le falta, sino sobre todo por lo que tiene y no puede o no quiere ofrecer.
Sentir la propia capacidad de dar, y sobre todo la de darse, es una potente experiencia de la que muchos desconocen la existencia... y se la pierden. En una época como la actual, las aguas del río Salado han permitido lavar algo de esa culpa que surge ante los efectos de dolor y marginación que la mezquindad y la codicia propician.
Muchas veces, sin embargo, la gente quiere brindarse, pero la desconfianza es tal que se termina reprimiendo ese impulso generoso. De cualquier manera, algo diferente parece haber ocurrido en esta ocasión.
El caso es que el hecho de que sea ésta una catástrofe natural, en la que la habitual negligencia humana ha estado presente sólo de manera parcial, permite percibir una crisis indiscutible; algo que en la Argentina de las polémicas, los índices, las tasas y las especulaciones financieras no siempre es posible ver con claridad.
Crisis o situaciones crónicas
Muchas veces se confunde una crisis con lo que es un estado de cosas ya crónicas. La pobreza económica de ciertas provincias, por ejemplo, no es producto de una crisis, es una situación crónica con la cual se convive desde hace años (situación terrible, lamentable y corregible, por cierto), pero que no ofrece el repentino contraste que sí aparece cuando una inundación como la presente entra en escena.
Frente a un impacto traumático y puntual como lo es la implacable subida de las aguas, la reacción solidaria se hace más clara y manifiesta.
Ocurre que, en la crisis, se hace por contraste más obvio el dolor y, por lo tanto, se torna más fácil la identificación emocional con aquel que sufre.
En un país en el que las redes humanizadas de contacto y ayuda mutua viven, con esfuerzo, superando la deificación del egoísmo y el escepticismo imperante (con el efecto nocivo que dicha escala de valores tiene sobre la salud mental de la población), este despertar solidario -con todo lo que tiene de genuino- no sólo ayudará a los estoicos habitantes de las zonas inundadas, sino que ofrecerá a muchos que no sufren por el agua la oportunidad de reencontrarse con la capacidad de ayudarse, ayudando.
Es que demasiadas veces el egoísmo inunda el corazón y la mente, y produce un ahogo invisible, cuyos efectos dañan más que cualquier crecida.