Una historia que empezó en el virreinato
Hace más de 200 años se colocaron los primeros adoquines
El lazo entre el adoquín y Buenos Aires empezó hace 235 años cuando las calles porteñas estaban en pésimo estado por el paso de carretas y carruajes, situación que empeoraba en los días de lluvia. En 1783, Juan José de Vértiz y Salcedo, virrey del Río de la Plata entre 1778 y 1784, pidió al Cabildo un proyecto para mejorarlas. En ese momento se pensó por primera vez en el adoquinado como una solución viable.
Durante el mandato del virrey Nicolás Antonio Arredondo Pelegrín (1789 a 1795) se adoquinaron 36 calles con piedras provenientes de la isla Martín García, con una ligera curvatura hacia sus bordes. Algunas de las calles tuvieron un canal central para el escurrimiento del agua, como aún se ve en la ciudad antigua de Colonia del Sacramento, en Uruguay. Otro tipo de piezas, de granito sin trabajar, se colocaron en el casco histórico porteño, en la calle Bolívar. Ese tipo de piedras se dejó de colocar en 1875.
Tiempo después, en 1907, solo el Ferrocarril del Sud había transportado 211.000 toneladas de piedras de las serranías de Tandil, destinadas a Buenos Aires. Al año siguiente la cifra trepó a 257.000 toneladas y, en 1909, creció a 328.000.
Sin embargo, no todos los adoquines fueron de piedra. Los historiadores sostienen que en 1888 el municipio porteño rubricó un contrato con la Sociedad Franco-Argentina de afirmados de madera para tapizar 200 cuadras. Así, a las piedras se les sumaron las maderas importadas desde Suecia, Estados Unidos y Australia, y también el algarrobo argentino cuya calidad resultó superior al cedro autóctono, al pacará de Tucumán y al coihue de Tierra del Fuego.
Los adoquines de algarrobo también se exportaron para ser colocados en calles de Londres y París. En los primeros años del siglo XX, los embarques del mismo material fueron enviados a Italia. Las piezas argentinas sirvieron para pavimentar las calles adyacentes al Panteón de Roma y a una plaza seca cercana a este monumento histórico.
Todas las piezas de granito y granitullo que hoy se ven en las calles porteñas tienen cientos de años de historia y, en algunas zonas, el desgaste es evidente por la falta de mantenimiento. Las piezas patrimoniales fueron descuidadas a tal punto que llegaron a venderse en la vía pública cuando se realizaba alguna obra -como pudo comprobar LA NACION en 2013- o en los depósitos ubicados en distintos puntos de la ciudad, a cielo abierto y sin custodia.
LA NACION