Paula Jaroslavsky tenía 24 años y trabajaba en turismo cuando se enamoró de su actual marido tras conocerlo en un bar. Él era suizo y le contó que Argentina era su primera parada en un viaje por Latinoamérica que duraría un año: su idea era trabajar en restaurantes para mantenerse.
“Pero sus planes se fueron al tacho”, dice Paula. “Nos enamoramos y decidió quedarse en Argentina”. Era 1999 y el suizo, sin residencia ni trabajo, se quedó seis meses con ella, hasta quedarse sin dinero: el regreso fue inevitable.
Paula lo extrañaba mucho, así que decidió adelantar vacaciones para volar a Suiza y volverlo a ver. “Todo allá me encantó. Cada detalle, me parecía divino, perfecto. El país me enamoró. Volví a Buenos Aires y le anuncié a mi familia que me iba”, revela.
En el pequeño país europeo, Paula pudo estudiar, trabajar y llevar una excelente calidad de vida. Pero el día que tuvo a su primera hija, el encanto llegó a su fin.
“Mi matrimonio no iba de la manera que soñaba. Y empecé a preguntarme: ¿quiero que mis hijos crezcan y absorban esta cultura y no la argentina? ¿Quiero que hablen castellano con acento? ¿Quiero que se críen acá o junto a todos sus primos que están en la Argentina?”
Diez años habían pasado cuando decidió separarse. Su padre falleció inesperadamente, y ella tomó un vuelo de urgencia a la Argentina. “En ese viaje hice el clic y dije ‘basta, esto no tiene sentido’”, recuerda. Aunque la charla con su exmarido no fue sencilla, finalmente ella se instaló en su país de origen con sus hijos.