Recrear la inteligencia humana no es negocio y nunca lo fue
La historia de la inteligencia artificial es una historia de fracasos. Casi desde el primer momento la disciplina estuvo enceguecida por un descomunal optimismo. "Intuición, entendimiento y aprendizaje ya no son exclusivos al ser humano: cualquier computadora de alta velocidad puede ser programada para exhibir estas características también", decía un ilusionado Herbert Simon, premio Nobel de economía, en 1958.
El problema del optimismo desmesurado en las disciplinas científicas es que generalmente llevan a hacer promesas quizá un poco excesivas. Como decía una tira del webcómic xkcd: si una tecnología está a 20 años de distancia, estará a 20 años para siempre. Esto no sería grave si las promesas no vinieran de la mano de excesivas sumas de dinero, de parte de engolosinados inversores.
En aquellos primeros años el objetivo estaba más o menos claro: recrear de forma artificial el modo en que los humanos pensamos y aprendemos. Pero apenas unos años más tarde se hacía cada vez más insoportable el hecho de que ‘pensar’ era algo bastante más complicado que lo que habían estimado originalmente.
A estos ciclos de promesas y decepciones se los suele llamar los "inviernos de la inteligencia artificial", en alusión a los períodos oscuros en que las inversiones —y el entusiasmo— se enfriaron casi por completo. Se discute si estaremos en ciernes de un tercer invierno, pero también es cierto que en estos setenta años de investigación pudimos aprender una cosa o dos.
En particular, el mayor aprendizaje —y el que nos trajo a la era en que a todo le agregamos "inteligente" y nadie parece quejarse— fue el de abandonar el proyecto por recrear la forma en que los humanos piensan y, en cambio, procurar desmenuzar el pensamiento en tareas.
Este acercamiento, por demás exitoso, es lo que hace a la historia reciente de la inteligencia artificial una historia de grandes éxitos. Cuando pudimos entender que las máquinas podían resolver tareas sin importar cómo lo hicieran los humanos surgieron cosas hermosas. Hoy nos rodeamos de máquinas que juegan (y nos ganan) en el ajedrez, interpretan textos, detectan tumores a través de imágenes o calculan la mejor temperatura para nuestra casa según nuestros hábitos. Poco importa si son realmente inteligentes.
Inteligencia artificial general
Douglas Hofstadter, profesor de ciencias cognitivas y probablemente una de las voces más interesantes en el campo de la inteligencia artificial, hace poco comparó la capacidad para resolver estas tareas específicas con la inteligencia en general. No se trata de que las máquinas no puedan eventualmente pensar de forma irrestricta como lo hacemos los humanos, sino de que eso no es lo que hoy hacen. Cuando vemos a una máquina hacer lo mismo que nosotros, tendemos a asumir que lo hacen cómo lo haríamos nosotros pero eso, dice Hofstadter, no es más que parte de la ilusión de inteligencia.
Abandonar la persecución de una inteligencia artificial general, es decir, de lograr máquinas con la misma capacidad cognitiva que un humano, ha sido por demás beneficioso para la industria. Ya casi nadie quiere poner dinero ni recursos en el proyecto original. Esto no significa que no quede por delante un sinfín de desafíos igualmente interesantes y lucrativos.
Sin ir más lejos, la última aventura de Google en el campo de la inteligencia artificial es un claro ejemplo de la dirección en la que se orienta la industria. Google Duplex es una herramienta que surge de la promesa de lograr acordar citas con restaurantes o peluquerías usando llamadas telefónicas automáticas. Si suena demasiado específico es porque lo es: la herramienta fue entrenada con miles de llamadas de restaurantes y peluquerías para lograr su precisión. No serviría, por ahora, para llamar a un gimnasio pero eso, después de todo, no está tan mal.
Parecería ser que la ansiedad por el advenimiento de máquinas que reemplacen a los humanos en toda la diversidad de sus capacidades cognitivas es más bien reflejo de nuestros temores que de la propia industria. Si hay algo que las máquinas han propiciado es sin duda la necesidad de resignificar lo que nosotros asumimos que es inteligente. Sabemos que el ajedrez ya no nos es exclusivo, y quizá tampoco lo sean ciertas tareas de contaduría o abogacía, pero es bueno también concluir que si estas tareas son fácilmente reemplazables por máquinas entonces no eran tan humanas para empezar.
Lejos del sensacionalismo, la historia de la inteligencia artificial es apasionante y, sobre todo, por demás humana. No estaba del todo equivocado Herbert Simon en su entusiasmo: mucho de lo que considerábamos exclusivo a los humanos no lo era realmente. Pero es justamente ahí que reside la aventura que nos queda por delante.