Sedentarios eran los de antes
Los costos físicos de dos años de teletrabajo fueron devastadores, y eso que le puse garra; una advertencia que pone al metaverso en el banquillo de los acusados
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¿Recuerdan los buenos viejos tiempos en los que teníamos un trabajo sedentario? Eso fue levemente sarcástico. Vivías con culpa. Te anotabas todos los semestres en el gimnasio. Te comprabas una cinta. Una bicicleta fija. Una de las normales. Cortabas con los postres. Con la sal. Con el azúcar refinada. Cortabas el pasto. Salías a caminar (tres veces, después abandonabas por una lista de razones que, impresas en la tipografía del diario llenaría una cantidad de páginas que, puestas una atrás de la otra, tendría una longitud mayor que todo lo que habías caminado en el año). Y, por supuesto, oías con la cabeza gacha las reconvenciones de tu médico, que con toda la razón del mundo, te exhortaba a hacer ejercicio de manera regular. Peor todavía, cada tanto te encontrabas con un amigo runner que te decía lo mismo, pero de una forma más lacerante, porque lo veías feliz de tener esa condición física envidiable (ganada a puro esfuerzo, en realidad) y de haber integrado a su vida tan dichosa y lúdicamente eso que a vos te costaba tanto. (Uno de mis mejores amigos es runner; siempre me pregunto lo mismo: ¿cómo hace?)
Bueno, eso no era sedentarismo. Perdón, sí, era sedentarismo. Y era malo y todo lo demás que nos dijeron. Pero había algo peor.
¡Quieto ahí!
La pandemia tuvo un número de efectos sobre la civilización humana que llevará años desmadejar. Pero hay algo que, ahora que mi casi completo aislamiento social comienza a desvanecerse, estoy advirtiendo con cierta alarma. El sedentarismo no solo es peligroso y llegado el caso, letal, sino que además puede ser incapacitante.
O, dicho al revés: cuando ibas todos los días a la oficina y creías que te pasabas el día sentado, sí, era de lo más pernicioso para tu salud (tu médico sabe de lo que habla, en serio). Pero al menos caminabas hasta el transporte público, salías a almorzar, el baño quedaba más lejos, ibas a ver a algún colega en otro piso del edificio cada tanto, volvías a tu casa, ibas al super, y un largo etcétera. Es más, en algunos casos (anótenme en esa lista) te sentabas de una forma diferente en la comodidad de tu home office que en la silla de la oficina.
Y otro dato, no menor. Estar en la oficina estresa. Aunque ames tu trabajo, estar en la oficina no es lo mismo que estar en casa. No hablo de un estrés malo. Tener una cita con alguien que te gusta estresa. Lanzar un nuevo producto del que te sentís orgulloso estresa. Sé que es algo que también puede ser dañino, si es excesivo; pero, de todos modos, malo, bueno o neutro, sigue siendo cierto que el tono muscular en la oficina tiende a ser (de promedio) más alto que en tu casa. Si para vos no es así, eso ya cae en un terreno que excede esta columna.
Sedentarismo sustentable
Así que aquél sedentarismo prepandemia, viejo como la civilización y uno de sus más dañinos subproductos, al menos te mantenía dentro de un estrecho corredor de quietismo razonable. No sano, ya sé. Pero lo que me viene ocurriendo estos días –y ya me dirán si pasaron por lo mismo– es increíble. Hubo una época en la que tenía dos piernas. Pretérito perfecto. Ahora tengo dos piernas quejosas que me me mandan faxes de cese y desista cada cinco metros. A no preocuparse, no es grave. Pero de haber seguido con el teletrabajo tal como venía, habría terminado siendo muy grave.
Como debo caminar unos 800 metros desde el estacionamiento hasta la Redacción, noté desde el primer día que algo no estaba bien: me dolía cada fibra y sentía mi andar un poco menos firme que lo aceptable; rarísimo. Estaba empezando a anquilosarme, pongámoslo como es, sin anestesia y sin eufemismos.
Y eso que, humildemente, había intentado andar en bici y salir a caminar con cierta regularidad. Sí, pero esa regularidad era de lo más irregular. Al parecer, el cuerpo necesita moverse todo el tiempo. No sirve (o sirve mucho menos) el caminar cuando podés, cuando te queda bien, cuando no hay otras urgencias. Por eso los que hacen ejercicio en serio son tan constantes. Es más constancia que otra cosa.
Por moverse todo el tiempo me refiero a que está todo bien con el teletrabajo y hay días en los que elijo quedarme en casa por razones muy objetivas (el tránsito apocalíptico de los viernes, por ejemplo), pero, en general, la cantidad total de actividad dentro de tu propia casa es nula. Devastadoramente nula, añadiré.
Desde hace varios meses tengo una app de Google en el teléfono que me indica cuánto me muevo. Se llama Fit (un nombre tan impertinente que casi no la instalo solo por eso), que funciona como una suerte de recordatorio apremiante (casi sádico) en la pantalla de mi celular. Fit en los últimos cuatro meses me mostró un patrón de lo más revelador. En marzo, cuando me puse las pilas, ¡wow!, sí, super activo. Fijate:
Pero después la app muestra lo que todos sabemos y no queremos admitir. Abril, mayo y junio exhiben una disminución sostenida de las salidas a caminar. Siempre hay razones: trabajo, más trabajo, problemas personales, y así. Pero al cuerpo eso no le importa; el patrón es claro. Mirá:
Pero de pronto, durante el mes en el que empecé a venir regularmente al diario hubo una actividad física sostenida, de bajo volumen pero constante, diaria, sin sospechosos hiatos de varios días en el medio (salvo cuando me quedo en casa, quod erat demonstrandum). Observá:
Además, en esas tres semanas durante las que me moví como antes (cuando creía que casi no me movía y que tenía una vida muy sedentaria) recuperé un bienestar general que había ido perdiendo paulatinamente con el encierro de la pandemia. La cosa mejora día a día, además, y en muchos niveles, no solo el que concierne a las piernas.
Es cierto, podría haber salido del distanciamiento mucho antes, pero, como conté en el Manuscrito citado antes, me pareció que era una buena ocasión para experimentar en carne propia esto del teletrabajo. Pues bien, una de las cosas que aprendí en carne propia es que necesitamos movernos. Todo el tiempo. Todos los días. Después vemos cómo resolver el sedentarismo. Pero, en los hechos, el teletrabajo es una opción interesante, siempre y cuando podamos replicar al menos la cantidad de movimiento y de estrés que supone trabajar de modo presencial. O vamos a terminar como los humanos de WALL-E.
¿Y el metaverso?
Aclaro algo una vez más. Lo dicho hasta aquí no significa que volver a la presencialidad resuelve mi legendaria alergia a la actividad física (en realidad, me gusta, pero siempre tengo algo más interesante en agenda). El sedentarismo es un estilo de vida patológico. Por mucho que Fit ahora me muestre que volver a la presencialidad pone a mi cuerpo al menos en ralentí, todavía me debo una solución sustentable para hacer más actividad física. Y, francamente, a estas alturas, tengo mis serias de que alguna vez la encuentre (salvo en la huerta). Pero ese es mi problema. Lo que importa es que la experiencia extrema de dos años de teletrabajo interpela de forma directa a una de las palabras más humeantes del momento: el metaverso.
Metaverso es lo opuesto de actividad física, básicamente porque las tres dimensiones espaciales están simuladas. Movemos los brazos y tal vez hay alguna mínima actividad del cuerpo, pero metaverso y actividad física son opuestos.
Y el problema es que lo que no se usa se atrofia, desde los músculos hasta la memoria. El metaverso, que enfrenta desde el vamos un escollo orgánico, nos hace creer que estamos en un espacio real, pero el cuerpo permanece mayormente quieto. No es nada nuevo. Les ocurre a los gamers obsesivos, entre los que ha habido muertes. Y pasa algo semejante con los viajes muy largos en avión o micro; para la CDC, estar más de 4 horas sentado sin moverte ya te pone en riesgo. ¿Acaso no pasamos más de cuatro horas enfrascados en nuestro trabajo durante la pandemia, solo porque estábamos en casa y entonces le dábamos un ratito más a la compu? “Total, bajo y estoy en el living.”
Así que, aunque a nadie le gusta oír que las cosas no son tan simples como las presentan (especialmente a los que están batiendo el parche o invirtiendo dinero en esta incipiente industria), el metaverso supone una oportunidad para una cantidad de actividades. Pero de ahí a que en el corto o mediano plazo estemos yendo a la oficina gracias a la realidad virtual hay una distancia bastante larga.
Podemos avanzar mucho en términos técnicos, es un hecho. En solo 65 años pasamos de volar tímidamente en Kitty Hawk, Estados Unidos, a poner los pies en la Luna. Pero el cuerpo es otra cosa. Somos el resultado de 3000 millones de años de evolución orgánica en este planeta. Cambiamos muy lentamente. Es cierto que la medicina hoy puede lograr milagros gracias a la tecnología y curar lo que un siglo atrás te habría matado sin remedio. Intervenimos nuestros cuerpos para sanar, y eso es un avance inmenso. Pero la realidad de base persiste: no tenemos un cuerpo; somos un cuerpo. Y el cuerpo necesita moverse. Todo el tiempo. Todos los días. Eso, de momento, en el metaverso no se consigue.
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