Víctimas célebres de una fractura cultural
Es raro. Son personas inteligentes y exitosas. No les falta dinero, eso es seguro. En muchos casos son muy jóvenes, se supone que en sintonía con el clima técnico de la época. Quiero creer, además, que están bien informadas; cuando menos, sobre los casos de otras celebridades cuya privacidad se vio expuesta en la Red. Y, sin embargo, vuelven a cometer el mismo error.
No, por supuesto que no estoy inculpando a las víctimas. Las actrices y cantantes cuyas fotos íntimas se filtraron el domingo último no tienen ninguna responsabilidad en el hecho. Es tan fácil como miope especular con que las imágenes y su difusión forman parte de una campaña de promoción. No se trata de la exposición aquí. Estas personas viven expuestas. No. Se trata de poder. Se les arrebata, con estos hurtos, el último reducto de privacidad, un lujo que las celebridades pierden casi por completo el día que pisan, como Agamenón, la alfombra roja.
Son víctimas, como lo sería cualquiera de nosotros en una circunstancia tan enojosa, y no sólo lo son de los piratas. Son víctimas también de una fractura cultural.
Fractura cultural: ¿no será mucho?
No. No es mucho. Si suena exagerado es porque nuestra mente intenta por todos los medios preservar sus coordenadas. Pero la fractura cultural es así de profunda debido a que involucra una característica única de la especie humana: la producción de información.
Vos podés tener uno de esos perros que les ladran hasta a los satélites meteorológicos, pero nunca, ni una vez, ni por accidente, vas a verlo preocupado por su producción. Los trinos de esta mañana no son exactamente iguales a los de ayer ni a los de mañana, pero ningún pájaro se tomará el trabajo de registrarlos. O de subirlos a Twitter.
Todo en la naturaleza existe en un presente perpetuo, excepto la consciencia humana, una de cuyas muchas extravagancias es la de crear información. No nos alcanza con procrear. No es suficiente con construir un hogar o un puñado de herramientas. Tenemos esta cosa de plasmar nuestra interpretación del mundo, y hemos estado haciéndolo desde que somos humanos. Osos y tigres emplean parte de su jornada marcando los troncos de los árboles; en el orden doméstico, tu gato hará lo mismo con las sillas y el sofá. Pero esas cicatrices en la corteza no son como las pinturas rupestres de nuestros ancestros. Carecen de intención simbólica. Nosotros, por el contrario, tenemos la pretensión –quizá vana– de perpetuar nuestras visiones. Es como si no nos alcanzara con estar vivos.
No me extraña. Somos extraños. Una anomalía que imagina que puede poner en pausa el impiadoso devenir del tiempo. ¿Qué es, si no, una foto? La milésima parte de un segundo de un minuto de una hora de un día de un año de entre los 14.000 millones de años que, sospechamos, tiene el universo. Si lo pensamos, carece por completo de sentido. Pero nos la pasamos sacando fotos.
Esta pretensión nuestra se inició, calculamos ahora, en las cavernas del neolítico. Durante los siguientes 40.000 años nuestra producción estuvo tejida a la materia. Tan profunda era nuestra necesidad de plasmar que, cuando todavía no habíamos creado la escritura, memorizábamos los textos y la música. Si no podíamos tallarlo en hueso o pintarlo en piedra, nos lo grabábamos en la carne.
El siglo de los bits
De pronto, eso se terminó. De un momento a otro, en tiempo histórico, toda la información quedó divorciada de la materia. Sí, sigue atada a los chips de memoria, a los platos magnetizados de los discos duros, viaja como pulsos eléctricos en el cobre o como fotones en la fibra óptica y hasta se convierte a veces en radiofrecuencia. Ése es, precisamente, el problema. Mientras nuestro anhelo por forjar sigue intacto, los datos andan por ahí como espectros numéricos que repiten, con Yeats: "El hombre ama, y ama lo que desaparece".
No, no lo aceptamos. No podemos aceptarlo. Para nosotros la foto en el celular sigue existiendo como si estuviera tallada en basalto. Es un error, un error garrafal. Pero es también un error inevitable. Traemos en los genes esta manía de agregarle al mundo información (como si no tuviera bastante), y nos resulta imposible asumir que todo lo que estamos originando no existe. O, más bien, que existe en un limbo electrónico que le roba lo único que nos importa: consistencia. Existen, pero no tienen la vocación de perdurar.
Un Neanderthal podía más, con sus toscas herramientas, que nosotros con el smartphone más avanzado. Sus visiones han vivido más de 400 siglos. ¿Dónde están, a todo esto, los documentos que creábamos hace 25 años? ¿En algún diskette? Da risa.
La plaga numérica
A la vez, nuestra capacidad de crear imágenes, videos y texto ha crecido en una proporción difícil de captar. Según una estadística de la revista National Geographic, los estadounidenses estarán sacando unos 105.000 millones de fotos en 2015. El sitio 1000memories (http://blog.1000memories.com/94-number-of-photos-ever-taken-digital-and-analog-in-shoebox) sostiene que en 2011 sacábamos cada 2 minutos más fotos que la humanidad entera en todo el siglo XIX. En 2013, los usuarios estaban subiendo 350 millones de fotos por día a Facebook. Y a cada segundo lanzamos 5700 tweets; casi 1 megabyte de texto. Por segundo.
Pero esta magnitud es inversamente proporcional a su robustez. El dato digital es frágil. Falla el disco, y adiós. Se te cae el celular a la pileta, el controlador del pendrive se levanta de mal humor o se corrompe el backup, y todas las fotos y videos que sacaste en los últimos 12 meses se esfuman sin exhalar siquiera el gemido de Eliot.
Por eso las compañías establecen de forma predeterminada que el teléfono, la tablet y la notebook hagan de forma automática copias de respaldo en la nube, en sus servidores, en Internet, en alguna parte. Ahora los datos no sólo son fantasmales, sino que parecen haber cobrado vida. Se mueven por sus propios medios. Se replican. En silencio. Subrepticiamente. Con cada Wi-Fi que el teléfono encuentra a su paso, sacia esta ansia de perpetuidad. Pero lo hace a nuestras espaldas.
Así, pasan los años, y el día menos pensado algunas imágenes que creías haber borrado, que preferirías no recordar, aparecen como calderilla del pasado en algún bolsillo recóndito de Facebook, Google Plus, Dropbox o OneDrive.
Es el drama bifronte de la digitalización. La información digital es lábil, pero es también persistente como una mala hierba. Cuando la necesitamos, no aparece. Cuando la queremos eliminar, se resiste, regresa, se multiplica.
La nube está muy bien, pero Internet es el peor lugar donde guardar nuestros datos sensibles. Para todo lo demás está OK. Pero no para nuestros datos sensibles.
Sin control
La fractura es doble, en consecuencia. No sólo tratamos nuestros datos como cuando estaban embebidos en papel, piedra, acetato o metal, sino que creemos, erróneamente, que los tenemos bajo control. No es así. Controlábamos las fotos guardadas en esa caja de zapatos. Controlábamos las cartas escritas a mano, cartas que solíamos pedir de vuelta al terminar una relación. Andá a recuperar todos aquellos mails, SMS, DM y WhatsApp.
¿En qué quedamos, entonces? ¿No era que no podíamos perpetuar la información y resulta que ahora no somos capaces siquiera de borrarlas?
La aparente contradicción está en el eje de la fractura cultural. El escándalo de estos días no tuvo que ver con las celebridades. En todo caso, alcanzó las primeras planas porque hubo celebridades involucradas, un fenómeno tautológico. Pero existe también un colosal mercado negro de imágenes íntimas de gente de a pie. La mayor parte de ese material no fue subido adrede, sino extraído mediante diversas técnicas, desde el acceso al dispositivo hasta la ingeniería social.
El escándalo fue atractivo por su reparto de famosas, pero cometeríamos un feo error si creemos que la fuga de esos datos tiene algo que ver con la notoriedad. Tiene que ver con una fractura cultural que nos impide ver que la ignorancia tecnológica nos transforma en los perdedores del sistema, no importa cuántos Oscar nos hayamos ganado. "Puedo manejar mi auto sin saber nada de motores de combustión interna, así que también puedo usar mi smartphone sin saber nada de tecnología", me echan cada tanto en cara. El problema de este razonamiento es que un auto emula a un caballo; una computadora emula al cerebro humano. No son lo mismo.
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No está todo perdido, sin embargo. Hay medidas que permiten proteger nuestros datos sensibles con cierto grado de certidumbre. De no mediar otras urgencias, haré un compendio en la próxima edición de La compu. Pero ninguna de esas medidas va a funcionar si no hacemos el clic mental que los tiempos exigen. Uno tiene la mitad de la batalla ganada el día en que abre los ojos a una realidad pasmosa: hemos perdido el control sobre nuestros datos y ya no podemos confiar en ellos como antes. Con eso en claro será mucho más fácil aprender a manipular con algún grado de destreza los resbaladizos bits.