Dejamos Jerome al mediodía y encaramos la ruta 89 hacia el Gran Cañón. Cuatro horas después, estábamos allí.
Hay que estar preparado para sentirse menos que una partícula frente a esa inmensidad que se estira en un frente de 446 km de largo y abismos de 1,6 km de profundidad, desnudando rocas de más de dos mil millones de años. El Cañón, apodado "the whole" (el agujero), es un profundo intervalo en el paisaje que obliga a mirar hacia el interior de la Tierra y descubrir infinitas formaciones que parecen templos, polleras rayadas como las que usan las cholas peruanas, y un horizonte trazado por mesetas de remates perfectos.
En el Cañón, como en todas las atracciones del mundo, no faltan los contingentes de chinos que se sacan mil fotos por segundo y posan con los dedos en ve. Pero la clave para conectarse con este paisaje de carácter místico es esperar a que atardezca y ver cómo se modifica frente al ocaso del sol y el "amanecer" de la luna. Los tonos rojos encienden las laderas y las zonas en sombra parecen pintadas con tiza pastel. Febo se convierte en "el colorado", una silueta perfecta que perfora el cielo en una ceremonia que impone respeto. Para entonces sólo se escuchan los clic de las cámaras y el viento. Con el sol se van los turistas y queda el silencio del Cañón iluminado por la luna para unos pocos curiosos. Estrellas y una inmensidad monocromática en tonos de azul. Las palabras sobran.
Por Connie Llompart Laigle. Fragmento de la nota publicada en revista Lugares 196.
LA NACION