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 • HISTORICO

Aquellos primeros pasos

Carlos Páez Vilaró cuenta cómo descubrió Punta Ballena y construyó Casapueblo




Mi Land Rover era igual a un matungo de estancia. Destartalado, arisco y quejumbroso, jamás se enfermaba. Era mi caballo de chapa, y lucía orgulloso sus cicatrices.
Montado en él profanaba los caminos y cortadas de Maldonado, me introducía en el bosque para juntar piñas o profundizaba las orillas de las playas para recoger conchillas o las sorpresas del mar.
Esa vez, sin darme cuenta, dejándome ir a suerte y verdad, me encontré de golpe en la bajada de Punta Ballena.
En varias ocasiones había recorrido distraídamente el lugar, pero ese día, quizá porque festejaba mi cumpleaños en soledad, me sentí tentado a aceptar todo lo que el paisaje me regalaba.
Era un 1º de noviembre de 1957. El cielo amenazaba tormentoso, apoyado en el rumor atropellado de los truenos que arremetían en alud como un derrumbe de cajones.
El paisaje era una escena surrealista. Dejé mi auto junto a un sauce vencido y usando mi paraguas de bastón avancé hacia la interrogante.
Unas huellas trazadas por el tiempo me empujaron a subir la montaña curioso de descubrir lo que había al otro lado. Para eso debí superar el mal carácter de la vegetación nativa, donde tunas pinchudas, espinillos y matacaballos se enlazaban para obstaculizar mi marcha.
Toda una reserva de plantas salvajes fue quedando al costado de mi caminata. El cardo, el trébol, la manzanilla, el hongo o el margaritón, se amalgamaban a los yuyos cargados de abrojos y bichos colorados, mientras intentaba llegar a lo más alto de la ladera.
Mientras trepaba la cuesta con enceguecido entusiasmo de andinista usaba mi paraguas como espada para defenderme de los teros.
Cuando llegué al punto más alto me trepé en la pilca de piedra que los españoles habían construido durante la Colonia y que formaba la columna vertebral de esa ballena rocosa, partiéndola en dos. Era un primitivo cerco veteado por el musgo, que nacía en la carretera y con vocación de arpón moría incrustándose en el mar.
Tal cual lo presentí, comenzó a llover. El cielo había bajado varios pisos tentándome a tocarlo. La nubarrada ensuciaba la frente del paisaje, mientras las primeras gotas refrescaban la mía.
Trastabillando de cascote en cascote llegué hasta lo alto de una roca. Era un equilibrista de circo, valiéndome del paraguas para sostenerme.
Allí quedé absorto ante la impactante desolación que envolvía el lugar. Mirando hacia el Este, una bruma se despegaba del mar y producía un espejismo misterioso que duplicaba la visión de la costa elevándola. La isla Gorriti era un barco encallado despojado de mástiles. Hacía de biombo a los edificios que a lo lejos comenzaban a marcar presencia aplastando el caserío. El sol se escapaba de la lluvia y los barnizaba pegando en sus ventanas y convirtiendo en noctilucas sus cristales.
El Norte ofrecía un bosque de coníferas que enmarcaba con todo el amplio espectro de sus verdes, la blancura inmaculada de la arena.
Estaba participando de un momento lunar. A lo ancho y a lo largo, la desolación era dominante. Ningún árbol plantado, ninguna vivienda en los faldeos. Ningún pescador decorando las rocas. El silencio era absoluto, apenas quebrado por el canto de un pájaro o las gaviotas en fuga.
Al disiparse la tormenta, la tarde se tornó pesada y calurosa, y el paisaje se aclaró. La humedad rescató el perfume de las plantas nativas y la atmósfera se enriqueció al mojarse la lavanda.
Al detenerse la lluvia, el mar adoptó una quietud metalizada que se pegó al cielo, y de no ser por el perfil en lejanía de tres barcas balleneras, no habría podido percibir la línea real del horizonte.
Cuando el hombre pisó la Luna, debió sentir igual emoción que la mía en ese momento. Deslumbrado por aquel sitio que terminaba de descubrir, mientras me hacía la señal de la cruz, no dudé que ese sitio había sido reservado para mí y me juramenté que un día allí construiría mi atelier.
Mientras el sol se escapaba por un hueco del cielo encapotado, regresé de inmediato envuelto en la alegría. Había descubierto el sitio ideal para mi taller definitivo.
Cuando llegué al Land Rover, lo abracé como a un viejo amigo. Pasé tabaco sobre el parabrisas antes de echarlo a andar y aceleré.
Cuando llegué a Punta del Este, me cuidé de no contar a nadie de mi hallazgo. Ya sentía el lugar como mío y temía la introducción de intrusos que se interesaran.
Esa noche al no poder dormir dibujé sobre el tablero, las primeras líneas de la casilla de lata que construiría de inmediato en el lugar. Por supuesto ni remotamente me imaginaba que esa favela sería el prólogo de mi Casapueblo actual.
En cambio, al costado de la puerta, mi paraguas dormitaba. Como un pájaro negro con sus alas mojadas, me había prometido que guardaría el secreto de mi descubrimiento.
Por Carlos Páez Vilaró
Especial para LA NACION

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