Un país con la mirada puesta en el futuro, aunque sin descuidar sus atractivas construcciones antiguas, protegidas por la Unesco
En la vieja Europa, la vedette de los 27 en vertiginoso ascenso turístico, se hablan doce idiomas oficiales y un sinnúmero de dialectos. En muchos casos ni siquiera adivinamos cómo llamar a sus capitales en español, aunque sepamos que lo único que no necesita traducción es la tarjeta de crédito. Estonia es un ejemplo del mundo globalizado porque además de su lengua, emparentada con el húngaro y el finlandés, es fácil entenderse en alemán, ruso, francés y por supuesto inglés, que es la lengua franca. No importa si escribimos Talin o Tallinn porque su país se ha ganado el sobrenombre de Estonia-E, igual que en la pronunciación del e-mail. Porque es un paraíso cibernético donde la mayoría de sus 1.400.000 habitantes, poco más que Córdoba o Rosario, ya tiene su identidad digital y puede votar por Internet sin salir de su casa.
Ser digital
En las plazas es común ver a las abuelas cuidando de sus nietos mientras se entretienen con una laptop. Desde el celular pagan el estacionamiento. Hay Wi-Fi por todos lados, e Internet en las playas y los estadios de fútbol. Y tienen genios que han convertido las siglas Kazaa y Skype en un genérico de intercambio de archivos musicales en mp3, o de servicio telefónico de bajo costo a escala mundial. Son tan prósperos que hace pocos días pidieron colaboración de la NATO para identificar la fuente externa de los ataques piratas y ponerles fin. A esta altura podríamos imaginarnos un paisaje de ciencia ficción, o de dibujitos japoneses de anticipación. Y no es así, sino a medias.
Porque Talin, que está sobre el mar Báltico, frente a Finlandia, a menos de 80 kilómetros de Helsinki y a 300 kilómetros de San Petersburgo, a primera vista nos parece una postal de la Edad Media con playas y bosques de película. En su parte antigua, que en Europa siempre es la más atractiva, hay construcciones de más de 800 años, que la Unesco declaró protegidas desde 1997. Las calles empedradas son un laberinto de pasajes estrechos hacia la colina de Toompea, con el Palacio Kadriorg, residencia de verano del zar Pedro I, la iglesia de St. Olav del siglo XIII o la ortodoxa de Alexander Nevsky del siglo XIX.
El pasado es un presente continuo y en el pasaje de St. Catherine brotan artesanos del cristal, la cerámica o los cueros, junto con los que siguen tejiendo jerseys bien abrigados y con el diseño clásico. Ideales, porque tienen inviernos fríos y primaveras frescas, con 13°C, como Buenos Aires en pleno otoño. Muchos de los nuevos hoteles boutique, algunos con sauna para dos personas en sus suites, que cuestan 340 euros la noche, son reciclados de construcciones muy antiguas. Aunque también se puede dormir pagando mucho menos, entre 80 y 42 euros.
Pero sus 400 mil habitantes, la tercera parte de Estonia, no están interesados en vivir en el pasado, sino en forjar una nueva identidad. Por eso se levantan nuevos edificios de acero y cristal, y museos de arte moderno en los jardines de los castillos y no se olvidan de los siete siglos de ocupación extranjera, desde polacos y suecos hasta alemanes, con la larga presencia rusa y soviética de la que se independizaron en 1991. Que fue el primero en abandonar el rublo y en incorporar el euro, aprobando rigurosos requisitos porque sólo la mitad de los miembros de la Unión Europea está en condiciones de hacerlo.
Con la novedad de encontrarnos con unas 60 salas de casinos y una divertida vida nocturna que le mereció el apodo de Las Vegas del Báltico. Mientras el ruido de 3800 maquinitas tragamonedas está más cerca del rock que de Vivaldi. Y el auge de los cruceros atraídos por esta síntesis de historia, respeto de la naturaleza y vanguardia en todo.