Flaubert supo cargar con el peso de la literalidad: en vez de viajar con la biblioteca mental con la que se han desplazado los viajeros de todas las épocas, él cargó, durante su viaje a Oriente de 1849, con una biblioteca de mil doscientos volúmenes.
Viajó con Maxime Du Camp, un hombre que murió el mismo día del mismo mes en que nació, escritor de muchas piezas y codirector de la Revue de Paris. Juntos, dos primaveras antes, habían hecho un viaje a pie por Bretaña, Turena y Normandía.
Du Camp es movedizo y sociable, una personalidad que contrasta con la de Flaubert, y el complemento ideal para convencerlo de este viaje al Oriente.
A la vuelta, Flaubert habrá olvidado dos penurias: la fragilidad de su salud y el grito de espanto que emitió Du Camp cuando, unos días antes de partir, le leyó los manuscritos de la obra en la que trabajaba entonces, La tentación de San Antonio .
Ese texto, que luego se convirtió en pieza clave de la literatura francesa, le pareció a su compañero de viaje digno de terminar en la hoguera.
Flaubert deja su casa de Croisset para iniciar este viaje que dura dos años y en un momento de su trayecto, navegando por el Nilo, se acuerda de su casa con la carga idílica que adquiere la propia cotidianidad cuando se la mira desde bien lejos: "Allá, en otro país, sobre un río más dócil, menos antiguo, tengo en alguna parte una casa blanca, cuyos postigos están cerrados, ahora que ya no estoy en ella. Los álamos sin hojas se estremecen en la niebla fría y los trozos de hielo que arrastra el río vienen a chocar contra las riberas endurecidas. Las vacas están en el establo, las plantas protegidas por su manto de esteras, el humo de la granja sube lentamente en el cielo gris".
En una carta de final de viaje dirigida a Ernest Chevalier, un amigo de infancia, Flaubert resume mucho de su itinerario oriental y del ansia que hay detrás de su necesidad de viajar.
"Pues bien, sí, he visto el Oriente, pero no es mucho lo que he adelantado, porque en lo único que pienso es en volver. Tengo ganas de ir a la India, de extraviarme en las pampas de América y de ir al Sudán a ver la caza de negros y de elefantes.
"De todos los libertinajes posibles, el viaje es el más grande, que yo sepa; fue el que se inventó cuando se estuvo cansado de todos los otros.
"Lo creo más pernicioso para la tranquilidad del espíritu y del bolsillo que el vino y el juego. Te aburres a veces, es verdad, pero también gozas muchísimo. La contemplación de la Esfinge ha sido una de las voluptuosidades más vertiginosas de mi vida; el Mar Muerto me resultó más placentero de lo que hubiera supuesto por su nombre.
"Durante muchos meses seguidos vivimos a base de arroz, huevos duros, de nuestra propia caza. Es decir, de tórtolas y de agua clara. En Grecia pasamos un poco de frío. Las lluvias y las nieves nos empaparon por completo.
"Una noche nos perdimos en el Citerón, lo que nos brindó la oportunidad de poner de vuelta y media a Apolo y las nueve Musas. Cruzamos el Peloponeso en una mala época. A menudo, al cruzar los ríos el agua nos llegaba hasta el ombligo y nuestros caballos nadaban debajo de nosotros.
"De Patras nos embarcamos para Brindisi y de Brindisi llegamos a Nápoles a través de los Cálabros. Ahí tienes, querido amigo, todo lo que hemos hecho.
"En cuanto a Egipto, subimos más allá de la primera Catarata, cerca de ochenta leguas por encima del trópico de Cáncer, y dimos un rodeo para alcanzar las orillas del Mar Rojo, un viaje de diez días por el desierto bajo cincuenta grados de calor.
"Allí vimos por todas partes, muy señor mío, cosas que no se verían en París ni siquiera pagando. ¡Oh, el desierto, el desierto...!" Tanta distancia y tanto exotismo deben haber contribuido a que Flaubert se inmiscuyera sin reparos, al volver a su casa de Croisset, en la reclusión provinciana de Madame Bovary .
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