Ibiza, la niña terrible de las Baleares

De todos modos, a estas alturas difícilmente alguien llegue a la niña terrible de las Islas Baleares sin saber que se trata de un paraíso clubber (que, con el costo de sonar irremediablemente anticuado, se podría traducir como bolichero) de 572 kilómetros cuadrados. En temporada altísima, en julio y agosto, el destino de peregrinación hippie de los años 60 se convierte en un parque temático de música electrónica y hedonismo de tal onda expansiva que hasta en Buenos Aires abren discotecas con los mismos nombres que las ibicencas.

Para seguir con los carteles, Ibiza es la isla donde un edificio de departamentos se llama Fiesta y un local de accesorios fashion, LSD; los turistas paran en el hotel Lucifer y Ocaso es una boutique.

"Lo que veas en Ibiza no lo verás en ningún lado", advierte el taxista justamente al pasar junto a una gigantografía de Amnesia, el club que acaba de inaugurar su verano, como casi todos los demás locales, salvo el famosísimo Pachá, el del logo de las cerezas, y El Divino, que funcionan fuera de temporada. Advertencia II: "Pero mejor no verlo en la mañana, cuando la gente sale de la disco y conduce en malas condiciones; un peligro".

Con una historia que se remonta al siglo VII antes de Cristo, cuando estaba poblada por fenicios en lugar de bailarines alemanes e ingleses de buen beber, la isla tiene también mucho para ofrecer al turismo familiar que, de hecho, la visita regularmente en cruceros. La amurallada Dalt Vila (declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco); el Museo Arqueológico y la catedral son parte del itinerario básico para todas las edades.

Claro que los viajeros de entre 20 y 40, sobre todo, van más bien de la playa a los bares y de los bares a las discotecas sin preocuparse mucho por capillas ni murallas, de las que seguramente ya habrán visto bastante en sus respectivas ciudades europeas.

Durante el día la vida pasa por la arena. Ibiza (o Eivissa) tiene 210 kilómetros de costa con unas 60 playas para elegir. Hay de todo, pero, como en cualquier otro lado, la gente suele agruparse en los paradores más de moda. Este año, dicen, los bares playeros de Ses Salines, en el sur de la isla, a 10 kilómetros del puerto, mantendrían el trono. Yates anclados a metros de la costa, más música electrónica y rock, algo de nudismo y mucho topless, caras famosas y otras que no lo son, pero que podrían serlo.

Antes que baje el sol, se emprende la retirada. Algo que en temporada alta puede ser una lenta procesión por las rutas ibicencas a unos 20 kilómetros por hora con varias paradas largas. Pero nada impide que todo el mundo esté a las 22 dando vueltas por Dalt Vila, Sa Penya y La Marina, la tríada de barrios históricos junto al puerto, donde hay un bar y un restaurante al lado del otro. Como en La Calle de las Vírgenes, que, ironías al margen, marca la ruta gay.

Para los clubbers, esquivar o empujar gente por estas callecitas de piedra tiene otro objetivo más allá de tomar o comer algo. Ahí es donde se consiguen las entradas con descuento para los boliches. Gracias a personas como Alejandra, rosarina y veinteañera, que trabaja en Relaciones Públicas. No, no asesora a empresas ni organiza encuentros. Simplemente es una más entre los varios argentinos que se pueden ver acá atrayendo clientes a los bares. En su caso, ofrece tarjetas con descuento para El Divino a quienes consuman en su bar. "En realidad El Divino no está tan bueno, pero hay que conocerlo, es un clásico", dice sin dejar de mirar y estudiar a cada uno que pasa. Y se confiesa aún más: "Vine a Ibiza hace un año y en cuanto pude volví para quedarme, al menos por un tiempo".

-¿Por qué? ¿Es tan divertido?

-¡¿Y qué te parece?! -dice como si fuera lo más obvio del mundo, abriendo los brazos en un sí grande como la isla entera.

El mejor atardecer en la costa ibicenca

IBIZA.- Los CD compilados Café del Mar son la expresión musical ibicenca más conocida fuera de la isla. Incluso en Buenos Aires (para qué hablar de los veranos en Punta del Este) resultan un práctico recurso del que a veces se abusó un poco a la hora de musicalizar restaurantes y bares modernos, sobre todo por la zona de Palermo.

Acá, la docena de volúmenes de Café del Mar se vende por la calle como un souvenir sonoro a la par de las remeras de I love Ibiza, los llaveros, platos y ceniceros. Pero lo mejor, en todo caso, es conocer el lugar en sí, que es un café de verdad, inaugurado en 1980. Queda sobre las rocas de la bahía de San Antonio, a 40 metros del agua, desde donde se aprecian los espectaculares atardeceres, tan identificados con el lugar como la relajante música electrónica de los CD.

Con la firma del DJ José Padilla, el primer volumen de Café del Mar fue un hito: se sirvió en 1994, justamente para musicalizar la postal de la caída del sol en la bahía (más o menos como Carlos Páez Vilaró, que hizo su propia grabación para Casapueblo).

Desde entonces, el sonido ambiental, con remezclas de algunas voces populares (Bunbury, por ejemplo) y géneros de distintas partes del mundo (cuanto más tribal, mejor), es sinónimo de lo que se ha llamado chill out: música electrónica para aflojarse y, por lo menos, soñar con Ibiza.