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 • HISTORICO

Iguazú se perdió dos veces en la niebla, el mismo día

Las peripecias de un largo vuelo a Misiones que terminó en el aeropuerto de partida




Cuando me anunciaron el viaje me preparé a conciencia. Releí los cuentos de Quiroga, hurgué en la biblioteca sobre los periplos de Durrell por la geografía del nordeste. También me hice la cabeza con las potenciales tapas de yacaré, sopas paraguayas y hasta los licores bendecidos por el clima guaraní. Un recorrido por la selva misionera se me antojaba un nuevo hito biográfico. Pero el destino, que adoptó la forma de un imponente banco de niebla, me reservó un volantazo.
Me levanté a las 8 con el desvelo que preludian los viajes en vista. Un café y un cigarrito por todo concepto, el desayuno de los campeones que en ciertas circunstancias también adopta el servidor, y disparé al aeropuerto con el colectivo 37 atestado de estudiantes.
Pasadas las 11 estaba apoltronado en mi asiento de la nave de LAN, y abrochado al cinturón, presto como un soldado coreano. Los viajes en avión, para quienes no recurren a los ansiolíticos, son trámites que llaman al reposo, la lectura o la resignación. No fue la excepción, aunque unos capítulos de Just for Laughs y unas golosinas amenizaron la espera. En un suspiro, el piloto convocó a la tripulación y anunció las maniobras de aterrizaje. Todo muy lindo, si no fuera por el hecho de que dicha instancia consumió una hora y ni asomo de yerbatales a la vista. Todo era niebla y espejismos.
Cuando por fin el avión surfea las copas de los árboles, la nave encara de golpe la trompa hacia arriba como en una montaña rusa. Allí nos dimos cuenta de que no se trataba de un vuelo convencional. Media hora después, el piloto hace una réplica de la secuencia anterior, y las caras de los compañeros de vuelo semejan a los hinchas de los equipos descendidos.
Desde los parlantes, el comandante explica que no ha podido aterrizar por la baja visibilidad y pontifica que la prioridad en este país es la preservación de la vida, y por eso ha decidido regresar hacia el aeropuerto Jorge Newbery.
Nuestra experiencia como usuarios del transporte aéreo y las películas de Hollywood nos convierten en pilotos curtidos. Yo propuse recurrir a aeropuertos alternativos, otros me apabullaron con radares y verborrea aeronáutica. Una azafata llegó para poner paños fríos. "No podemos ir a Posadas porque no se trata de una emergencia." Dos horas más tarde, tras un bis de alfajores y gaseosas, aterrizamos en Buenos Aires.
Los empleados de LAN nos reprogramaron para un vuelo inmediato por Aerolíneas Argentinas. El ánimo ya no era el mismo. La expectativa del viaje amaina hasta convertirse en un trámite bancario. Pero subimos al avión con diligencia, y las caras conocidas de los infortunados se cruzan muecas de solidaridad. Se repite la merienda. En cuestión de minutos, las luces se apagan y no se ve nada. Anuncian el inicio de las maniobras de aterrizaje y en un remix del vuelo anterior sobreviene otro palizón de espera y sendos cambios de timón de último segundo para empinar hacia el cielo y volver a Buenos Aires con la frente marchita.
El piloto se remite a explicarnos lo que ocurre. Que no llegó a advertir la pista por segunda vez y que lamenta los contratiempos -al día siguiente leímos que no funcionaba el radar de Iguazú-, y toda la cantinela. Aunque ya no había bálsamo posible ni con la mejor disposición de las azafatas.
Negocié un voucher en el patio de comida para paliar el mal trago. Sólo me concedieron un taxi. En mi heladera sólo había mostaza, dos limones y un ajo. Me fui a dormir sin cenar.

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