Las joyas de la corona están bien custodiadas

La Torre Blanca, esa que hoy contempla el andar de los turistas en el centro del complejo, fue entonces la que en el siglo XI marcó el comienzo de la Torre de Londres. Durante 900 años fue ampliada por todos sus dueños y, aparte de servir como fuerte para la realeza, albergó prisioneros de la más alta estirpe.

Fue testigo de herejías, traiciones, ejecuciones y escapes; y es, desde el siglo XIV, el lugar de custodia de muchas de las joyas pertenecientes a la corona británica que usan la reina y su familia.

Dos guardias alabarderos que cuidan la entrada oeste de la torre invitan a continuar por el pasillo de Water Lane hasta la Puerta de los Traidores.

Desde allí, con el foso de agua a un costado, es fácil imaginar las barcazas atravesando el perímetro de los muros, trayendo obispos atados de manos que llegaban para pagar el precio de haber contrariado al rey.

También se ve el patio por el que se paseaban por las tardes los Tudor, los Hannover o los Estuardo. Además, entre paredes amarronadas y vetustas, algunos visitantes señalan la ventana de la habitación en la que durmió, entre otros, Enrique III.

Pegado a la Puerta de los Traidores, el palacio medieval une con el paseo de la muralla las torres que servían de hogar a la familia del soberano.

Sus habitaciones son capaces de transportarnos a través de los años. Ahí es donde el rey Eduardo habrá cenado, donde habrá recibido a sus invitados y, seguramente, en la pequeña capilla de la Torre de Santo Tomás, habrá repetido sus oraciones. Impregnadas de recuerdos, las salas exponen pertenencias de los personajes que por ahí pasaron.

A la salida del palacio medieval, el patio interior conduce directo a la Torre Blanca, lugar que albergaba prisioneros e invitados de privilegio. Hoy, en absoluta libertad y sin restricciones, los turistas recorren los pasillos y sus diferentes exposiciones. En la primera planta, las armaduras de los Tudor se mezclan con sus instrumentos de tortura, e incluso con una pintura original de Enrique VIII en plena batalla. Más tarde aparecerán pistolas utilizadas en duelos y espadas de oro decoradas con brillantes.

Frente a la Torre Blanca, dentro del estilo neogótico del Cuartel de Waterloo, se exhiben las joyas de la corona británica, la más popular de las muestras.

Detrás de las vitrinas brillan los cetros y el orbe del soberano, símbolos de la máxima jerarquía del poder político y religioso. Trajes bordados, anillos y platos de altares hasta llegar a la corona imperial, utilizada por la actual reina Isabel II en su coronación, de 1953. Un detalle: lleva incrustados 2868 diamantes, 17 zafiros, 11 esmeraldas, 5 rubíes y 273 perlas.

Mientras tanto, ajeno al murmullo del patio interior, en la capilla de San Pedro en Cadenas (San Pedro ad Vincula), un sacerdote murmura una misa.

Cuando finaliza, se pueden escuchar los relatos del guardia alabardero detallando la historia del lugar.

La Torre de Londres se pasea por la historia manteniendo el viejo espíritu real intacto. Al aire libre, los nueve cuervos residentes hacen honor a la época de Carlos II. Protegidos por la leyenda que asegura que el día que desaparezcan igual suerte correrán la Torre y el imperio, las aves revolotean entre los turistas sabiéndose grandes protagonistas de esta fortaleza.

Alojamiento: la habitación doble en un hotel 5 estrellas cuesta aproximadamente 300 dólares; en uno de 4, 200, y en uno de 3, entre 80 y 150.

Visita a la torre: la entrada es de 15 dólares. Horario: de marzo a octubre, de 9.30 a 18. De noviembre a febrero, de 9.30 a 17. Los guardias alabarderos son los encargados de la información turística. Se puede asistir a la ceremonia del traspaso de las llaves, todos los días, a las 21.30. Hay que solicitar entrada con antelación.

Más información: Oficina de Turismo Británico (BTA), Córdoba 645, piso 2°, de lunes a jueves, de 10 a 17, y los viernes, de 10 a 13; 4314-8955.

Jorge A. Benedetti