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 • HISTORICO

Todos a bordo en un viaje de lujo hacia el pasado

Relato de una travesía entre Chicago y Nueva Orleáns, ida y vuelta, en un coche Pullman restaurado, una aventura de 65 horas con reminiscencias de la época dorada del tren




CHICAGO (The New York Times).- Era el final del invierno, y los árboles fuera de la ventanilla del vagón eran lánguidos y altos. Detrás de las ramas desnudas se encendía el cielo. Para mis ojos todavía dormidos, poco atentos y con resaca, era una torta borrosa, con capas de arándanos, frambuesa y mandarina. Había tomado el tren en Chicago la noche del viernes, tres días antes, y había recorrido 1500 km. Pasé 20 horas frívolas en Nueva Orleáns, donde comí ostras con tomates verdes fritos en Upperline, bebí cócteles de medianoche en el bar Cure y tomé un desayuno con jazz en Commander's Palace. Luego, antes de poder aclimatarme al calor y al verde, a la música y a la comida, estaba en el próximo tren rumbo al Norte.
Todo el tiempo me venía a la cabeza el éxito de Willie Nelson, City of New Orleans, el himno de Illinois Central, la línea de ferrocarril que atraviesa el centro de Estados Unidos; tenía la letra de Steve Goodman en la punta de la lengua. Ahora eran las 6.30 del lunes y estaba metida en una litera doble de un antiguo coche cama Pullman -uno de los dos vagones antiguos restaurados e incorporados a los trenes comparativamente modernos de Amtrak-, y estábamos a punto de entrar en Champaign, Illinois. Había sido un fin de semana de locos y agotador, y debería volverme a dormir. Pero el horizonte me había atrapado. No quería perderme nada. Durante las últimas 65 horas me había estado imaginando esta escena, con sus casas, granjas y campos, el amanecer del medio oeste. Y otra vez me venía esa canción: Good morning, America, how are you?
La empresa Pullman Rail Journeys fue creada en 2012 por Iowa Pacific Holdings, una sociedad que es titular y socia de varias líneas ferroviarias emblemáticas en lugares como Machu Picchu, el valle del Río Grande en Colorado y el monte Hood en Oregon. El presidente de Iowa Pacific, Ed Ellis, que creció conduciendo trenes, se muestra nostálgico por los años dorados del ferrocarril, pero también es optimista sobre su posible retorno. Es un emprendimiento ambicioso: la restauración de cada vagón antiguo cuesta entre 750.000 y 1,2 millones de dólares. Son hermosas antigüedades.
"La idea de estar en una habitación con gente, donde uno puede conversar y escuchar música, es una manera de viajar completamente distinta de la de sentarse uno al lado del otro como en el avión -comentó Ellis-. Hay gente que ha estado allí y lo ha hecho. Buscan experiencias tradicionales. Quieren saber qué sentían sus padres y sus abuelos cuando viajaban."
Sin embargo, cuesta olvidar que la aventura del viaje en el tiempo de Ellis es una apuesta demasiado riesgosa, que puede llegar a ser un experimento deslumbrante, pero efímero. (A pesar de que la capacidad de los Pullman es de entre 40 y 90 pasajeros, según la cantidad de vagones que se acoplen, había sólo 11 pasajeros pagos que viajaban a Nueva Orleáns, y apenas seis en el viaje de vuelta. Según Ellis, eso no es fuera de lo común.)
Pullman Rail Journeys es una prueba que se expandirá este otoño boreal, cuando comience a operar entre Chicago y la ciudad de Nueva York. Los nuevos trayectos serán por las rutas de Amtrak: la Norte, la Lake Shore Limited, o la Cardinal, que baja hacia el sur por la cordillera Blue Ridge, el valle Shenandoah y el New River Gorge, parando en Indianápolis, Cincinnati, el complejo Greenbrier de West Virginia y en Washington D.C.
Visto desde afuera, la misteriosa puerta de cristal de la sala de espera para los pasajeros de primera, el Metropolitan Lounge, en la estación Chicago Union, parecía la respuesta de Amtrak a esos relucientes salones VIP de los aeropuertos. Tenía la idea de encontrarme con personal sirviendo cócteles, bocaditos de camarones y duchas con agua caliente para refrescarse antes de emprender el viaje. Pero en lugar de eso encontré muebles gastados con el laqueado rayado y la tapicería recargada. El refrigerio consistía en una bolsa de pretzels secos y la cafetera no era que estuviera vacía, sino que directamente brillaba por su ausencia.
Yo había pagado 1089 dólares por el viaje de ida y vuelta desde Chicago hasta Nueva Orleáns, dos tercios de mi tiempo los pasaría en tránsito, y un total de 40 horas en el tren. Y ésta era la travesía. Cuando vi a una mujer canosa, envuelta en lanas de color camello y pieles que llegaban hasta el suelo, cabeceando cerca de mí, me preocupé, pensé que me había equivocado con el elogio nostálgico de Goodman cuando hace referencia a la alfombra mágica de acero, y que el viaje de Pullman podría llegar a ser un esfuerzo costoso y demasiado largo atravesando trigales y los marismas del Sur.
El barrio de Pullman
Antes de poder averiguarlo me encontré con casi todo un día para aprovechar en Chicago. Controlé mi equipaje y tomé otro tren, el suburbano Metra, al Pullman State Historic Site en el extremo sur de la ciudad. Mucho antes de la existencia de Pullman Rail Journeys estaba la Pullman Palace Car Company, la empresa que transformó la manera de viajar de los estadounidenses en los siglos XIX y XX. Me bajé del Metra en la calle 115, y allí fue a mi encuentro Mike Wagenbach, el superintendente del museo. Habíamos intercambiado mails y él me había ofrecido llevarme a conocer Pullman Town, considerado con el mismo estatus de un parque nacional.
La comunidad que rodea la fábrica fue fundada por George Pullman, un ingeniero que forjó su fortuna construyendo los edificios de Chicago desde las profundidades pantanosas a orillas del lago. El viaje en ferrocarril era todavía una novedad. "Era como ir en un vagón de ganado -comentó Wagenbach-. La gente que vivía en mansiones dormía sobre paja." Pero Pullman, el nuevo rico, vio el potencial de agregarle el lujo al ferrocarril. También se convertiría en el empleador más grande de afroamericanos, casi ex esclavos, a quienes Pullman contrataba como guardas, lo que aceleró la migración de negros procedentes del Sur, un factor complicado y fascinante en la América de la posemancipación.
Pullman, que en una época fue una localidad fabril independiente, sigue siendo un barrio con vida propia. Mientras caminábamos por allí, Wagenbach me explicaba que la comunidad fue ideada como una utopía para la clase trabajadora, alejada del vicio y la inmoralidad de la metrópolis en ciernes del Norte. Tenía un opulento hotel moderno para los ejecutivos que venían de visita, una iglesia multiconfesional de mármol serpentino de Pensilvania y un parque con jardines. Había grandes mansiones de los ejecutivos que daban a la fábrica, viviendas de ladrillo alrededor del parque y edificios de departamentos en los límites de la ciudad. Hoy, la sede administrativa de la fábrica Pullman, que fue en parte destruida por un incendio intencional en 1998, huele a cookies y construcción: hay una planta de Keebler cerca y latas de disolvente de pintura en la esquina. Pero luego de cinco años de reconstrucción, la fachada de diez pisos con su torre del reloj, la construcción insignia de Pullman, vuelve a relucir para los trenes de Illinois Central que pasan por allí.
Después de una larga jornada de pelear contra lo que queda del invierno en Chicago, me mostraron finalmente el coche cama Baton Rouge, sala G. El vagón era una pieza de antigüedad inmaculadamente restaurada; su exterior estaba pintado de un marrón ahumado con una franja naranja hacia los laterales. Por dentro, mi coche cama era rosa y azul, los tonos de las casas de muñecas de 1950. Tenía su pequeño baño individual, sin ducha (las duchas compartidas estaban en el pasillo), y una cama plegable.
A pesar de estar acoplados a un tren de Amtrak, nuestros dos vagones Pullman eran independientes e inaccesibles para el resto del pasaje, y de allí no nos podíamos escapar. Por momentos sentía como si estuviéramos en un universo paralelo y no siempre agradable. (En una estación en el viaje de regreso, un puñado de pasajeros de Amtrak cruzó las vías para espiar nuestra privilegiada cápsula del tiempo. Estábamos en medio de un almuerzo de tres platos, con una atención de casi un camarero por persona. Fue una situación un tanto incómoda.)
La fiesta inolvidable
Aun antes de que el tren arrancara, casi todo nuestro grupo se reunió en el vagón-bar a tomar vino o scotch, donde comenzamos a charlar entre todos. Había una pareja de veintitantos que había hecho una escapada a Nueva Orleáns en 2013 y regresaba para su primer aniversario, y otra pareja joven, simpática, que se había vestido para la ocasión. Después estaba George Beavers, fanático de los trenes, oriundo de Mississippi, que acompañaba a un amigo en un viaje de negocios e insistió en que tomaran el tren. Había también una pareja de jubilados de Virginia, que al parecer había viajado por muchos de los grandes ferrocarriles del país, y otra pareja mayor que no salía mucho, mientras el resto de nosotros deambulaba por el coche bar hasta la madrugada.
Había también dos músicos, Jason McInnes y Judy Higgins, que estaban allí por un convenio de colaboración entre Pullman y la Old Town School of Folk Music de Chicago. Eran pasajeros y músicos.
El coche-bar era el lugar indicado para estar. Provistos de tragos gratis interminables, música en vivo y la emoción de ir rumbo a Nueva Orleáns parecía una fiesta. En cuanto el tren dejó la estación Union, el asistente tocó la campana y anunció la cena.
Conseguimos asiento en una larga mesa con mantel blanco, claveles amarillos y con más cuchillos y tenedores de lo que la mayoría de nosotros pareciese saber qué hacer con ellos. Había una bandeja de aceitunas, apio y cáscara de sandía encurtida, el plato típico de la Illinois Central. La cena fue un menú retro: salmón con salsa da alcaparras y vermut; pollo asado con hierbas y salsa de champiñones al jerez, y bife de lomo con demi-glacé de Madeira, tan bueno que lo pedí dos días seguidos. Después vinieron más tragos y charla.
Nos acercamos al final del vagón mientras Jason y Judy se preparaban para tocar. "Es música social -dijo Jason-. No se vean obligados a dejar de hablar." Pero en cuanto empezaron, con su violín, banjo, armónica y guitarra, recibieron toda nuestra atención.
Par mí, la música creó el viaje. Como escribió Steve Goodman, estaba allí aun sin el arsenal de instrumentos. El viaje en tren es rítmico. Aun sus horas más tediosas son más sensuales que los momentos más lujuriosos de un viaje en avión. La música de tiempos pasados era un ancla, un motivo para quedarse un rato más dando vueltas por el coche-bar. Era una excusa para saborear esa mousse de chocolate, para pedir otra cerveza belga y disfrutar del cóctel sentimental del paisaje que va pasando.
Cuando entramos en la oscuridad, Jason y Judy repartieron algunos instrumentos, como maracas y platillos. Ellos tocaban y cantaban, y nos sumamos. Cantamos el clásico de Bob Dylan Rock Me Mama, que eufemísticamente hace referencia al viaje en tren. Y a pedido de un compañero de viaje, Goodnight Irene, de Leadbelly. E incluso disfruté de una versión tranquilla y emotiva de City of New Orleans.
Observando lo que ocurre en el país, no creo que se produzca otro gran cambio en el gusto de los estadounidenses por el transporte que el viaje en tren vuelva a ser un auge. Pero luego de este torbellino, este viaje inolvidable me hace desear estar equivocada.
Traducción: Andrea Arko
Freda Moon

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