Por Inés Kletzky
Un viaje a Nueva York siempre trae consigo sorpresa y placer, por lo menos para mí. Este último trajo mucho de las dos cosas. Ahí, en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 86, en pleno Upper East Side, frente al Central Park, e instalada en un bello edificio de 1914 construido por los mismos arquitectos que diseñaron la Biblioteca Pública de la ciudad, se encuentra la Neue Galerie, una galería dedicada al arte alemán y austríaco de principios del siglo XX.
Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando descubrimos que exhibían una muestra de Gustav Klimt. La visita nos deparaba el descubrimiento de un tesoro: frente a nuestros ojos encontramos el famosísimo Adele Bloch-Bauer I, de 1907, perteneciente al período de oro de Klimt y considerado uno de sus grandes logros.
Gracias al excelente documental The Rape Of Europa conocíamos la misteriosa historia de la pintura desaparecida durante la Segunda Guerra Mundial cuando la mansión de los Bloch Bauer fue saqueada por los nazis y de la que nunca más se había sabido hasta 1999. Una historia que, cual romántica epopeya de pérdida y redención, nos retrotrae a dorados salones de la Viena de fin de siglo, la oscuridad del Holocausto y la Suprema Corte de Justicia en los Estados Unidos.
Sabíamos que finalmente, después de casi 70 años, había llegado a Nueva York en 2006, pero no imaginamos que podríamos disfrutarla, ahí mismo, frente a nuestros ojos
En óleo y finísimo oro y plata Adele aparece como un ser enigmático del que uno no puede desprender la mirada. ¿Serán sus ojos, grandes y almendrados? ¿Será el gesto de sus finas manos? ¿Será el vaporoso y lujosísimo vestido que parece fundirse con el fondo de la pintura? ¿Serán los enigmáticos ojos egipcios que cubren su vestimenta?
Todo suma y uno queda virtualmente hipnotizado frente a ella. ¡Vale la pena admirarla!
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