Por Dolores Barreiro Para LA NACION
Mi primera vez en la India fue una casualidad. El plan ese verano era visitar con mi marido las Maldivas, unas paradisíacas islas en el Indico, y pasó lo que pasa muchas veces cuando uno tiene espíritu aventurero... y ya que estamos. Y ya que estamos nos tomamos un avión a Sri Lanka, ex Ceylán, una islota maravillosa que es como una pequeña hijita de la India. En poco tiempo la recorrimos entera, incluidas las estaciones de montaña donde se planta todavía el té de Ceylán, una variedad de las más exquisitas del mundo, importada por los ingleses en la época de la colonia.
Visitamos el orfanato de elefantes, la capital, Colombo, con ese aire de glamour perdido que me recordó un poco a Cuba, y unas playitas solitarias y divinas olvidadas por el mundo... hasta el tsunami, claro. Y todavía teníamos tiempo, y estábamos ¡tan cerca!
Partimos enseguida en un avión de Colombo a Trivandrum, el sur de la India. Las primeras sensaciones fueron muy extrañas, los ruidos, la gente... Muchísima por todos lados, los mendigos mutilados por todas partes, los vendedores que te persiguen con una insistencia que nunca había conocido, hasta creí a veces que me veían como una especie de montaña de rupias caminando. De las playas de Goa, que enamoraron con razón a The Beatles en los años 70, partimos en un viaje largo y bizarro hacia Bombay.
Fueron casi veinte horas, pero lo peor fue nuestra ubicación en el colectivo, una especie de compartimiento de equipaje, con el largo y ancho justo de un ataúd; ni sentados, ni de costado, ni nada, sólo acostados y bien derechitos.
Vale aclarar que en esa época no sabíamos que los indios son capaces de venderte cualquier cosa, no por nada hay un dicho popular entre ellos que dice: Everything is possible in India.
Como nos quedábamos cortos de tiempo y la experiencia del transporte en ruta no había sido muy buena, decidimos seguir a Rajastán en tren. ¡Los trenes de la India! Confieso que los adoro, son toda una experiencia. No importa en qué clase viajes ni hacia dónde, siempre prometen algún recuerdo inolvidable.
Además de ser una de las mejores maneras de estar en contacto con la gente, la red de trenes es superextensa, el sistema de venta de tickets está computarizado y siempre hay una conexión que te lleva adonde querés ir. Así llegamos a conocer Rajastán, tierra de una gente hermosa de tez muy morena y ojos claros, turbantes de todos colores y faldas enormes que bailan al ritmo de una música de encantadores de serpientes, cascabeles y castillos que parecen de Las mil y una noches.
Visitamos el desierto del Thar en la frontera con Paquistán, viajamos en camello, dormimos en carpa bajo un cielo como sólo el desierto puede dar, y comimos chapatis hechos en las cenizas de la fogata que nos mantenía calentitos. La India es todo lo exótica que uno pueda imaginar, y más. Es común ver elefantes, vacas, camellos y chanchos caminando entre indios, turistas y Ambasador, unos taxis antiguos y elegantes que sólo se fabrican allí.
Las visitas a los mercados son una cita infaltable: frutas y verduras de todo tipo, especias y aromas, puestitos de pulseras -miles de ellas de todos colores-, y sahumerios y guirnaldas de flores para los dioses. Los dioses y el Ganges sagrado están presentes a cada paso que uno da en la India.
Y después de ese primer viaje vinieron muchos. Llegué a conocer cada vez más los códigos y lugares: Darjeeling, en los Himalaya; Amritsar, la ciudad del templo dorado de los siks; el exquisito Taj Mahal, Nueva Delhi, Varanasi, donde es un privilegio para los indios ir a morir y ser cremado en los ghats de esa ciudad, que es la más sagrada para los que practican el hinduismo. Todavía tengo mucho por conocer. La India es más de lo que uno puede describir en unas pocas líneas. Lo cierto es que volvería un millón de veces.
La autora es modelo y conductora de TV
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