Vancouver, un amor a primera visita
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Tamy Galanternik. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 3000 caracteres y fotos LNturismo@lanacion.com.ar
Cuando el avión comenzó a acercarse a destino y a descender lo suficiente como para que por la ventana pudiera descubrir el paisaje, mi cabeza dijo "es Bariloche, pero con mar". Era la manera más simple de asociar esta hermosa ciudad a lo conocido, a lo propio.
Fui sin expectativas. Todo aquel viaje fue sin expectativas. Tenía 29 años, venía de una ruptura amorosa y era la primera vez que viajaba de vacaciones sola.
Venía de la locura de unos días en Nueva York, con la imagen de miles de luces de neón pegadas en mi retina y calles furiosas repletas de gente, y esta ciudad rodeada de montañas, mar, parques, totems y pinos; y alegres, sonrientes y amables personas me cautivó. Vancouver me deslumbró.
La primera impresión cuando uno llega a Vancouver, y a Canadá en general, es que la gente está contenta. No hay caras largas ni oficiales de migración serios.
Con los días descubrí que la mayoría de la gente recicla la basura, da las gracias al conductor cuando se baja de un bus, desea buen día a la cajera del supermercado, tiene la costumbre de regalar lo que ya no le sirve.
El acceso a los lugares fantásticos es fácil y el transporte funciona bien. Aunque se ven algunos homeless en las calles, el ambiente se respira en todo momento seguro y muy relajado.
El clima, comparado con otras ciudades de Canadá, es templado. No hay nieve, y los atardeceres sobre el océano en verano son eternos.
Como la jornada laboral termina temprano, a la tarde se ve gente haciendo trekking entre los bosques, lagos y cascadas del Stanley Park o canotaje y kayak en Deep Cove mientras otros cruzan el puente colgante de Lynn Canyon Park; juegan al beach voley o nadan en la piscina pública de agua salada en Kitsilano Park.
La extensa red de senderos para bicicletas invita a pedalear, pero también a calzarse los rollers.
La ciudad tiene una perfecta combinación de arquitectura moderna con edificios altos y espejados de oficinas, y barrios más bajos con casitas victorianas adornadas con flores. Además, su Chinatown, es el tercer barrio oriental más grande de América, después de los de Nueva York y San Francisco.
Es curioso ver como todos llevan mochila. Y con muchos bolsillos. No puede faltar en ella un paraguas en invierno porque llueve mucho, un termo para café o té, y un cambio de ropa para las clases de yoga o la actividad que vayan a hacer por la tarde.
Decidí alojarme en un hostel. Conocer gente de otros países era y sigue siendo un plus en el viaje. Después de instalarme en la habitación compartida con una chica de Japón- que no paraba de sacar fotos confirmando el cliché-, otras dos de algún país de Europa del Este y una alemana, bajé con mi kit de mate al comedor. En minutos una tonada compatriota captó mi atención. Dos chicos marplatenses se acercaron para que les convidara unos mates. Enseguida se armó una ronda de anécdotas, a la que se sumó un chico de Seattle, otro de Londres, la alemana que compartía conmigo la habitación y otra chica más de Corea.
Al día siguiente empezamos a recorrer juntos la ciudad: Gastown, el barrio histórico con su famoso reloj de vapor, caminamos por el West End, la zona residencial entre el Centro y el Stanley Park, y recorrimos los jardines Dr. Yat-Sen en el barrio chino.
Quedamos en ir a la noche a Granville St para tomar unas cervezas. Como en mi valija "sin expectativas" no había ropa de noche, tuve que ir de compras. La zona estaba muy animada, con jóvenes de muchos lugares del mundo.
Como mis nuevos amigos marplatenses estaban iniciando la aventura de instalarse a probar suerte en otro país, y para calmar mi curiosidad de ver cómo era ser habitante y no solo viajero en esta preciosa ciudad, los acompañé a buscar residencia. A ellos se había sumado el chico inglés, al que se le había pegado el "che", y trataba de dirimir diferencias futboleras.
Fuimos los cuatro hacia los suburbios donde encontraron un basement, la base de una casita habitada por hindúes, que resultó ser económico y acogedor. Comenzó entonces la tarea de recorrer los backyards o patios traseros, donde la gente deja amablemente lo que ya no usa para que lo aproveche quien lo necesita. No hay rejas ni cercos.
Cantando Persiana Americana, Ciudad de la Furia y varias canciones más de Soda Stereo, conseguimos dos colchones, cubiertos, algunos platos y vasos, y mi "toque" femenino de macetas con plantones de flores.
Esa noche fue de cena en el piso, con sandwiches y malbec argentino, reservado para la ocasión. A la mañana siguiente, me despedí de esta ciudad en la estación del Rocky Mountaineer, el tren panorámico que me llevaría hacia Calgary, último destino de este viaje sin expectativas y lleno de sorpresas.
En mi memoria quedó la sensación de sentirme feliz al poder recorrer sus calles sin prisa, ver los enormes cruceros llegar y partir del puerto y contemplar maravillosos atardeceres comiendo frutos rojos en la playa de English Bay.
En algún momento se cruzó por mi cabeza la posibilidad de vivir unos meses, quizás un año o dos en esta ciudad donde todo se percibe alegre y perfecto. No por nada está considerada en los rankings mundiales como uno de los mejores lugares para vivir. Hay una combinación entre vida urbana y naturaleza que no tiene desperdicio.Pero no. Mi amada Buenos Aires era imposible de transar. Y mi mate. Y mis asados con amigos. No puedo vivir sin viajar, sin descubrir lugares por decisión o casualidad, así que seguramente mis rumbos me volverán a cruzar con ella. Mi Bariloche con mar.
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