Por Horacio de Dios Para LA NACION
Cada ciudad tiene su sistema de transporte preferido. En Londres, el tren; en Miami o Los Angeles, el auto particular; en media Europa, el metro (subterráneo); en Viena o Praga, el tranvía; en Berlín, el ómnibus, y en Buenos Aires, el taxi.
Los porteños los amamos y con razón, porque en sus virtudes y defectos se nos parecen hasta la exageración. Siguen siendo baratos a pesar de todo, cordiales en comparación con sus colegas de otras partes y, por supuesto, mucho más cómodos que cualquier forma de traslado.
Incluso en trayectos cortos es más caro el estacionamiento que este servicio de puerta a puerta con chofer incluido.
Por eso, de manera automática, al salir al exterior tenemos un taxi en las entretelas del alma. Hasta que pagamos el primer viaje y allí se nos van los metejones telúricos.
Bajada de bandera
En ese momento entramos en pánico porque por unas pocas cuadras nos cobran más que aquí por llevarnos hasta la cancha de River o al aeropuerto de Ezeiza. Esto lo saben en bolsillo propio tanto los norteamericanos como los europeos. Por eso tienen un buen sistema de transporte colectivo que, aunque con precios mucho mayores que los nuestros, es más conveniente que el uso del taxi, que consideran un lujo.
Pero una cosa es la cabeza y otra el corazón. A muchos argentinos les cuesta dejar de lado ese acto reflejo de levantar el brazo y meterse en un subterráneo o subirse a un ómnibus.
Al principio lo racionalizan, es decir, le ponen excusas psicológicas que poco tienen que ver con el hecho real y mucho con su capricho: no tengo cambio, desconozco el sistema, no hay seguridad, vaya a saber dónde voy a parar, etcétera.
Comencemos por lo obvio. Con el bajón de nuestro peso viajar al exterior exige nuevas estrategias de supervivencia. Por ejemplo, aprender a manejarse como los nativos, es decir, hacer como ellos para aprovechar mejor el dinero.
En Nueva York está la tarjeta Metrocard, que permite, con el gasto de un solo viaje, varias combinaciones entre el subway y el bus durante dos horas. Y se puede recargar recibiendo 11 viajes por el pago de 10. Conviene más que comprar cada ticket por separado a 1,50 dólar, valor que aumenta siempre. Y si uno se mueve mucho, lo astuto es comprar un pase por uno o más días de uso ilimitado.
Boletos, talonarios y cartas para viajes
En Europa, el boleto mínimo está en 1,10 euro. No multiplique para no amargarse. Pero si en Madrid o Barcelona, para dar un ejemplo, compra un talonario de diez le cobran 5,20 euros, lo que representa pagar la mitad por cada uno. En todo el Viejo Continente hay ventajas parecidas, ya que se trata de empresas municipales para las que el usuario habitual es el único privilegiado.
También hay Cartas para turistas, que permiten el uso de todos los medios públicos sin límite de viajes durante un plazo de uno o varios días.
No son baratas, pero resultan económicas si uno hace muchos viajes. Por pocos viajes lo mejor es sacar un talonario.
El problema está resuelto durante el día, pero se complica pasado el atardecer, porque en general los ómnibus sólo funcionan hasta las 20.30 o 21 y los subterráneos paran poco después de medianoche.
Es casi un toque de queda libremente aceptado aun los fines de semana en la mayoría de las ciudades europeas.
Teóricamente hay servicios nocturnos, pero son muy pocas las líneas del bus nocturno y muy espaciadas las frecuencias. Entonces, por supuesto, si uno quiere trasnochar, hay que tratar de conseguir un taxi. Lo que no sólo es caro, sino difícil, porque no circulan como aquí y hay que buscarlos en las paradas, que suelen estar vacías.
En casi todas partes, los nativos se van a dormir temprano, "cuando el músculo duerme y la ambición descansa", palabra de Gardel.