Putin, el zar vitalicio
En una ceremonia oficial celebrada en la sala de San Andrés del Gran Palacio del Kremlin, construida a mediados del siglo XIX como sala del trono del zar Nicolás I, Vladimir Putin ha asumido como presidente de Rusia en un quinto mandato de seis años.
Con 71 años, Putin seguirá en el poder hasta 2030 y luego podrá postularse para otro mandato hasta 2036. Habrá estado en el poder más tiempo que cualquier otro dirigente ruso o soviético, incluido Stalin. Solo los más estrechos aliados de Putin celebran la renovación del mandato. Para el resto del mundo, estas elecciones han sido una reafirmación de la vocación militarista y amenazante de su régimen.
El reelegido mandatario juró sobre un ejemplar de la Constitución que reformó en 2020 para eliminar el obstáculo legal que le impedía seguir en el poder, frente a unos 2600 invitados y en medio de un fuerte boicot occidental ausente de la ceremonia por considerar a las elecciones una burda puesta en escena que pretendió dar tintes de legitimidad a la continuidad de un autócrata instalado desde comienzos de siglo en el vértice del poder ruso.
De la alta participación en los comicios del pasado mes de marzo y del 87% de los votos a favor del presidente en ejercicio no se deduce ninguna legitimidad, sobre todo porque su sistema ha destruido cualquier sombra de pluralismo y libertades políticas al tiempo que ha perfeccionado el control policial sobre la población, los medios de comunicación y la economía.
Putin no solo ha cambiado la constitución rusa para poder encadenar indefinidamente los mandatos de seis años que antes estaban limitados a dos, sino que se ha deshecho de sus críticos y competidores de forma expeditiva. Accidentes, envenenamientos, atentados y otras imprevistas formas de morir han acabado con periodistas críticos, colaboradores caídos en desgracia, políticos de la oposición y mercenarios díscolos.
La dictadura rusa ha sido extraordinariamente eficaz bloqueando a los disidentes que le importaban, especialmente a los que argumentaban contra la guerra, y permitiendo, en cambio, que sí participaran candidatos autorizados para maquillar el sistema.
Luego del episodio de envenenamiento en el que milagrosamente salvó su vida, la sospechosa muerte en la cárcel del principal líder opositor, Alexei Navalny, semanas antes de las elecciones sirvió para cerrar cualquier posibilidad, siquiera remota, de un ejercicio de democracia en Rusia.
El líder del Kremlin se cree hoy más poderoso que nunca. Lleva la iniciativa en la guerra de Ucrania mientras la economía rusa ha resistido las sanciones, y su capacidad de represión a cualquier persona o movimiento opositor le otorgan el control absoluto del país.
Sus amenazas a Europa por la expansión de la OTAN a su patio trasero no pueden minimizarse. Menos si se trata de un país con arsenal nuclear, con una población resignada o, peor, sumida en la desinformación a causa del monopolio estatal de los medios.
El poder del líder ruso se cree absoluto y su triunfo en las últimas elecciones lo confirman como el tirano todopoderoso de todas las Rusias. El carácter del régimen será más dictatorial, y su voluntad expansionista, de la cual Ucrania es la gran víctima actual, se acrecentará.
LA NACION