Del Impenetrable a la Cruz Roja. Una maestra lo ayudó a cumplir su sueño
Las vidas de Nicasio López y Mónica Zidarich se cruzaron por primera vez a mediados de los noventa. Él era un niño wichi que comenzaba la escuela primaria con apenas un manojo de frases en castellano y muchas ganas de aprender. Ella, su maestra de primer grado. Casi veinte años más tarde, “la señorita Mónica” se convertiría en un engranaje fundamental para que algunos de los sueños de aquel pequeño que vivía en el Impenetrable chaqueño se volvieran reales y pudiera estudiar y recibirse de enfermero.
A sus 33 años Nicasio recuerda que, de chico, siempre lo conmovió de un modo especial el sufrimiento del otro. Ahí donde los agentes sanitarios recomendaban apartar al abuelo con tuberculosis para evitar el contagio del resto de la familia, el pequeño “Kasiú” –su nombre en lengua wichi– hacía caso omiso y compartía ratos con él, “para que la tristeza y la soledad no se lo llevaran antes que la enfermedad”. O cada vez que su abuela “se desconectaba y entraba en trances de violencia”, atemorizando a familiares y vecinos porque rompía cosas, era el único “capaz de rescatarla”. Hoy repasa aquellos episodios y no duda: la mujer tenía esquizofrenia. Pero nadie lo supo entonces, porque nunca recibió una atención médica adecuada.
Hoy reconoce que la falta de atención primaria era moneda corriente en su comunidad en aquellos años. Y lo sigue siendo en la actualidad. Por eso no descarta que haya sido por esa carencia -una entre tantas- que creció soñando con ser enfermero. “Veía a la gente sufrir por enfermedades relacionadas con la pobreza, la marginación o el hacinamiento. Mi mamá, sordomuda de nacimiento, perdió a mi hermanito recién nacido por problemas respiratorios. Por eso yo siempre decía que quería estar en un hospital, aunque más no fuera limpiando el piso”, afirma en diálogo telefónico, dejando entrever la escasa fe que, entonces, se tenía.
Motivos para el pesimismo no le faltaban. Las chances de estudiar más allá de la secundaria para un chico wichi, como él, eran prácticamente nulas. A las marcas que dejan la pobreza y la exclusión se suma la distancia que separa a las comunidades de las ciudades con oferta educativa. ¿Cómo solventar un viaje, una estadía y todo lo que implica estudiar cuando apenas alcanza para comer?
“La secundaria es el fin de todo”
“En Sauzalito, mi pueblo, no hay posibilidades. Muchos jóvenes quieren estudiar, pero, una vez que terminan la secundaria, es el fin de todo. Se terminan dedicando a la agricultura, a las artesanías, a la pesca. Pero el monte ya no es accesible y el río está contaminado. Muchos tienen sueños, pero la gran mayoría no cuenta con oportunidades para hacerlos realidad”, se lamenta Nicasio.
De hecho, él mismo, durante la adolescencia, se vio obligado a abandonar los estudios secundarios para trabajar y colaborar con la subsistencia familiar. “Con mi mamá y mi hermano menor vivíamos de lugar en lugar, hasta que terminamos en una casa a punto de derrumbarse, en el predio de un aserradero abandonado. Algunas noches yo dormía dentro de las máquinas en desuso”, recuerda.
Rumiando resignación y aceptando changas de lo que fuese, unos años después Nicasio retomó contacto con aquella maestra de primer grado, que había sido tan importante en su vida y que ahora vivía en Córdoba, de donde era oriunda. “La busqué por Facebook y empezamos a chatear. Yo era amigo de sus hijos mientras ella vivió en Sauzalito. Iba seguido a la casa. En una de las charlas por chat, ella me preguntó si tenía algún sueño. Y le conté que quería ser enfermero”, agrega.
A Mónica esa respuesta no le resultó ajena. “De niño, Nicasio coleccionaba revistas con temas médicos, me acuerdo de que tenía unos fascículos que se llamaban ‘Enfermero en casa’. Así que no me extrañó cuando me lo dijo”, recuerda la docente, también licenciada en Ciencias de la Educación y referente en el mundo de la enseñanza intercultural bilingüe. “En nuestras charlas yo le insistía para que fuera docente -continúa-. Al tener los dos idiomas y ser tan desenvuelto, tenía mucho potencial. Además, en su zona, contaba con posibilidades de formación. Pero él me decía que no se veía como maestro. Aunque las chances de que pudiera estudiar en otra ciudad fueran nulas”.
Aquellas charlas con su maestra le dieron a Nicasio el impulso necesario para terminar el secundario. A su exmaestra, en cambio, le aportaron la certeza de que debería involucrarse más de la cuenta si quería que su alumno concretara su destino. “Un día le dije ‘venite a vivir casa, que le vamos a encontrar la vuelta’. Y así lo hizo. Se vino primero una temporada para ver si se adaptaba y, de paso, ver las diferentes posibilidades de estudio. El cambio le costó mucho. Tanto, que en algún momento dudé si volvería”, reconoce Mónica.
Esfuerzo y desarraigo
La decisión de sumarlo a la familia fue recibida con total naturalidad por los hijos de Mónica, según recuerda. “Crecieron juntos, en Sauzalito. Así que Nicasio era uno más. No sé si generó algún prejuicio o reparo en mi entorno. Pero, de haber sido así, nadie me dijo nada porque me conocen. Trabajé veinte años en el monte. Si volví fue porque, entre otras cosas, estaba agotada emocionalmente de que las oportunidades que tenían mis hijos no las tuvieran el resto de los chicos”, afirma.
Por su parte, Nicasio sabía que esa era la oportunidad de su vida y que debía aprovecharla. Aunque reconoce que el desarraigo le dolió muchísimo. “Me costaba mucho irme. Dejar el río, el monte, la familia. Que el futuro fuera tan incierto me daba miedo, me angustiaba. Yo quería ir, quería estudiar, pero el choque cultural estaba permanentemente. También había palabras que no entendía, y tuve que aprender a hablar más rápido. A que mis frases tuvieran más de dos o tres palabras”, recuerda.
Radicado en Córdoba, en sus tiempos de estudiante trabajó en forma paralela como jardinero y cuidando a personas mayores. Mónica lo recuerda muy aplicado y también muy querido en sus diferentes trabajos. El esfuerzo de esos años viene dando frutos. Tras cursar la carrera de enfermero en la Cruz Roja, Nicasio se recibió y trabaja desde hace dos años en un sanatorio privado. Sigue en contacto con Mónica, a quien considera su mentora. “Integra el grupo de WhatsApp que tengo con mis seis hijos. Es un hijo más. Y los chicos, cuando salen lo presentan como su hermano”, comenta ella.
Hoy en día, Nicasio sabe que su historia es una excepción y que la regla continúa siendo la falta de oportunidades para los niños que, como él, nacen en el seno de una comunidad indígena ubicada en un paraje alejado. Tampoco olvida que el derecho a la salud sigue siendo un lujo que no todos pueden darse, por eso integra el Tejido de Profesionales Indígenas, una red que busca, generar diálogos entre los saberes ancestrales y el conocimiento científico, así como visibilizar las problemáticas que acechan a las comunidades originarias.
En forma paralela, sueña con llevar a vivir a su mamá con él, para poder controlar su salud de cerca. “Pero ella no se halla viviendo en la ciudad”, se lamenta. Cuando se le pregunta si la mujer está orgullosa de tener un hijo enfermero, no duda en su respuesta: “Ella está muy orgullosa de mí. Pero yo estoy más orgulloso de ella, porque nos crió lo mejor que pudo”.
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