Las especias y el Principio de Pareto
Hace muchos años, cuando me fui a vivir solo, luego de algunos accidentes dietéticos sobre los que, por pudor, daré escasos detalles, decidí que tenía que aprender a cocinar. El primer obstáculo fue el mismo que me había impuesto en su momento la música clásica. Me parecía del todo imposible retener los nombres de todas las especias, plantas aromáticas y condimentos. Miraba en el super los elegantes sets de frasquitos para la cocina y me parecían el síntoma de una meta inalcanzable. Fuera de la pimienta, la sal, el orégano y el laurel, todo lo demás me resultaba ajeno. Peor: no pasó mucho tiempo hasta que supe que pimientas había varias, y que no todas eran pimientas (como la rosa y la de Cayena).
Se fueron varios años (y malgasté algún dinero en lindos frasquitos) hasta que en las recetas que leía y en los programas de cable que miraba deslumbrado durante horas advertí un patrón. Era el mismo patrón que había descubierto en un lugar que no parecía tener ninguna relación con la cocina: los repertorios de las grandes óperas del mundo. Al revés de lo que uno pensaría, dada la enormidad de autores y obras, en esos repertorios hay títulos omnipresentes.
Las especias siempre me habían fascinado, desde pequeño, lo mismo que la música clásica. Pero una cosa era ir de la mano de mi abuelo al mercado y otra arreglármelas solo.
Ahora, como en una suerte de Principio de Pareto aplicado a la gastronomía, descubrí –con sincero entusiasmo– que podía empezar a cortejar las hornallas con los básicos de las artes aromáticas. En lugar de aprender los nombres y probar todas esas cosas exóticas que me miraban distantes y enigmáticas desde los anaqueles de las herboristerías, arranqué por la pimienta negra en grano. Confié en mi olfato y añadí la de Jamaica, que no es una Piper (como la negra), sino una Pimenta. Me guie por lo que me gustaba. Añadí por eso la canela, aunque estaba todavía a dos décadas de formular mi propio garam masala. El coriandro lo conocí por el perfume de una chica que me gustaba y me sorprendió encontrarlo como condimento. Mucho más me sorprendió descubrir que era la semilla del cilantro, con el que nunca me llevé bien. Empecé a cultivar mis aromáticas: orégano, tomillo, romero, menta, hierbabuena, albahaca, perejil, laurel, cebollas de verdeo, ciboulette.
Me crucé un día con el cardamomo, y fue amor a primera vista. Llegaron en algún momento los rizomas del jengibre y, sobre todo, los de la cúrcuma, que hoy crece en mi jardín. El clavo fue una revelación, lo mismo que el comino, y en ambos casos dejaban una lección de vida. Ni las revelaciones ni el clavo ni el comino se necesitan en exceso.
Cuando el número de frascos (a estas alturas me bastaba con que estuvieran limpios y secos) alcanzó masa crítica, di un paso crucial. Una tarde, bastante antes de la llegada de Internet (hoy es más fácil) se me dio por mirar de qué estaba hecha la salsa Worcestershire. Salvo por el tamarindo, conocía todo el repertorio. Lo viví como un logro.
El anís nunca fue de mis favoritos, pero no me importó; el concierto aromático también funciona por las ausencias. El enebro llegó de una forma insospechada, con un kit de destilados, y la mostaza y la nuez moscada se apropiaron pronto de un lugar entre los frasquitos, y allí se quedaron para siempre.
Por supuesto, mi cocina no se parece en nada a lo que imaginaba cuarenta años atrás. Los frasquitos de diseño dieron paso a otra belleza, la de una diversidad en la que cada contenedor, por su tapa o por su forma, me dice lo que hay dentro, sin etiquetas. Lo que hay adentro resuena en mi consciencia con ecos y asociaciones que por entonces eran también impredecibles. Al final, lo que importa es que presiento la vainilla, el pimentón dulce o el azafrán. O alguna otra cosa, pero no tantas cosas como anticipé aquella noche, tras volver a comer de una lata de conserva y decidir que tenía que ponerme a cocinar.
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