El fútbol es una manta corta

“¡Puyol está solo! –gritó Fernando Niembro–. ¡Puyol defiende mano a mano! ¡Atáquenlo, no puede ser!”. El comentarista de Fox Sports vio que el Atlante mexicano había recuperado la pelota, vio que la había sacado larga hacia una banda y vio que del Barcelona había un sólo hombre, de frente, y ese hombre era Puyol. Mientras el enorme Estudiantes de Sabella esperaba en la final, el equipo de Guardiola disputaba la segunda semifinal del Mundial de Clubes 2009 y el comentarista se alborotó porque la mitad de la cancha que estaba a la espalda de Puyol era un campo de polo, y entonces, sincero, le salió gritar. Pero Puyol nunca estuvo solo, jamás: el delantero (Guillermo Rojas) había recibido contra una banda porque el Barcelona había achicado la cancha para que le quedara así, y mientras él veía que el arco de Víctor Valdés estaba más o menos en Mar del Plata y el primer compañero que podía ayudarlo iba todavía por Coronel Vidal, Busquets venía al trote como el Sargento García para encerrarlo por atrás. Hacía más de una temporada que el Barcelona jugaba así, con la cancha como un defensor más. Así, y así, también: con un orden, una velocidad y una precisión que deshicieron la lógica de la manta de Tim. Atacar y, atrás, achicar: llegar antes. Que sea un esgrimista quien juegue de back.

Hubo un tiempo que fue hermoso y en el que a San Lorenzo le decían Los Matadores y tenía un técnico brasileño que se llamaba Elba de Pádua Lima y al que apodaban –así– Tim. Fue él quien dijo que el fútbol “es una manta corta: si te tapás los pies te descubrís la cabeza, y si te tapás la cabeza, te descubrís los pies”, pero no fue lo único. “No quiero gente parada ni con posición fija –le dijo, campeón invicto del Metropolitano ’68, a El Gráfico–, hay que provocar espacios para que sean ocupados por otro compañero. Si todos cambian posiciones, si llega cualquiera, si todos pueden ser delanteros, si todos pueden ser defensores, entonces ahí tendremos un equipo”. Un equipo que no tiene por qué elegir una sola cara sino entenderse como lo que es, un ensamble, un baile en el que si uno se dobla el tobillo ahí vienen todos cayéndose detrás. Gallardo se había enojado con los que le habían reprochado el cambio de D’Alessandro en el clásico porque, dijo, no habían visto lo que pasó en el 2-2. Rossi calculó mal y erró un cabezazo, Tevez la rebotó ante Maidana, Mina debió quedarse y salió también. Tres errores, todos individuales, todos en ocho segundos: fútbol, seres humanos, en fin. En una conferencia de 2015 le preguntaron por eso, el riesgo al que sometía a los centrales, y él contestó que si Maidana no podía hacerlo, entonces buscaría alguien que sí. “Juega de 2 –recordó–. ¿Qué voy a hacer, ponerle otro defensor para que lo marque? ¿Y con el arquero qué hago? ¿Si anda más o menos jugamos con dos?”.

En el torneo de 2015, el San Lorenzo de Bauza metió 44 goles y le metieron 20, casi lo mismo que el Central de Coudet, con 47 y 26: la paciencia arácnida del Patón terminó en el mismo río que el hardcore suicida del equipo revelación. Al Independiente de Almirón, ese torneo, le metieron 22 goles: al Belgrano de Zielinski, uno más. A la manta le han cosido un apósito largo y ancho que defiende un poco el mentón y cubre otro poquito los pies; al Lanús campeón, nuestro Barcelona outlet, no pudieron meterle goles en 11 de los 17 duelos que jugó. “Cada partido tiene 90 minutos, y cada minuto, una o dos jugadas: son 180, más o menos, las que tenés que analizar”, le ha dicho Jorge Almirón a LA NACIÓN. En cada una, el técnico se hace una pregunta: por qué. Ni mantas ni sistemas: sencillamente, por qué. Una sucesión de pases, choques, fantasías y resbalones erigen durante una hora y media un universo cuya droga es intentarlo explicar.