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La visión del NY Times: la pasión de los hinchas de fútbol de Buenos Aires se convierte en espanto
Son seductoras esas imágenes, esas instantáneas de un lugar en el que los colores son más brillantes y el ruido se vuelve atronador.
Es todo tan vibrante, está todo tan vivo: la imagen de decenas de miles de hinchas peregrinando solo para ver entrenar a su equipo, el sonido de 70.000 gargantas alentando bajo un sol glorioso, horas antes del partido, el olor de la pólvora, el humo de las bengalas.
Pero lo más fascinante de la escena —al menos para los ojos hastiados de un europeo o un norteamericano, resignado a la corporativización del deporte— es la sensación de que esto es algo que hemos perdido, o de que así deberían ser las cosas.
Las imágenes son verdaderas, por supuesto: el fútbol argentino es vívido, palpita al ritmo de la vida de una manera que, sin duda en Europa, parece condenada al pasado. Los estadios tiemblan con el ruido, y el país, con la fiebre de su obsesión.
Es verdad que Buenos Aires ha esperado ansiosamente un partido que se considera el más importante de su historia, la revancha de la final de la Copa Libertadores entre River Plate y Boca Juniors, los dos equipos más grandes de la ciudad, del país y del continente.
Es verdad que el jueves había tantos hinchas en la cancha de Boca viendo el entrenamiento que el Gobierno de la Ciudad —enojado de que hubieran excedido la capacidad del estadio— decidió cerrarlo.
Es verdad que el sábado se concentró otra vez en La Boca una cantidad similar de hinchas para despedir a su equipo. Es verdad que, esa mañana cálida y soleada, todo el mundo parecía vestir los colores de su equipo.
Y es verdad que la pasión se convirtió en caos el sábado a la tarde, lo que obligó a posponer un evento que parecía único: la primera vez que los dos rivales del Superclásico se enfrentaban en la instancia decisiva de la competición más importante del calendario sudamericano: la final para "terminar todas las finales", la final de todos los tiempos, la Finalísima.
Y esa es la otra cara, que es más repelente que atractiva. No es algo único de Argentina, para nada, pero pocos países se topan con ese problema a un nivel semejante.
Los disturbios no son una consecuencia directa de esas cosas que hacen tan atractivo al fútbol argentino, sino que son el resultado de permitir que esas cosas escapen del control y que puedan ser usadas como justificación de todo. Y en Argentina esa cara tan bochornosa quedó al descubierto el sábado a la noche.
Mientras el ómnibus de Boca Juniors se acercaba al Estadio Monumental un par de horas antes del inicio del partido, dobló por Avenida Monroe, un conocido lugar de encuentro de hinchas de River antes de los partidos, que no suele ser el camino que toman los equipos visitantes. El ómnibus se desplazaba rápido, escoltado por motos de policía.
Pero cuando desaceleró para doblar una esquina, se encontró con centenas de hinchas de River. Le tiraron piedras, palos y botellas. Estallaron ventanillas. El chofer se desmayó. Horacio Paolini, vicepresidente de Boca, tuvo que tomar el volante. Según varios informes, para dispersar a la multitud, la policía tiró gas lacrimógeno, que se esparció por el ómnibus.
Unos momentos más tarde, Boca llegó al estadio con sus jugadores con arcadas, tosiendo y con la garganta ardiendo por el gas. Las esquirlas de vidrio habían afectado a la altura del ojo a dos jugadores, Pablo Pérez y Gonzalo Lamardo, y a otros les causaron cortes. "Vinimos a jugar un partido y encontramos un situación completamente distinta", dijo Marcelo London, dirigente de Boca.
Boca solicitó inmediatamente que el partido se anulara o se pospusierta. La CONMEBOL, organizadora de la competición, puso reparos. Estaba comprometida por la transmisión del partido en televisión a través de la cadena Fox Sports. Y el gobierno argentino, que esta semana será anfitrión de la cumbre del G-20 en Buenos Aires, quería sacarse el partido de encima.
La final fue demorada una vez, otra vez y luego una tercera vez. Los espectadores de todo el mundo se quedaron esperando, sin mucha información sobre lo que estaba sucediendo. Afuera, los hinchas sin entradas derribaban vallas y se enfrentaban con la policía para ingresar. Pérez y Lamardo fueron llevados al hospital para ser atendidos. También fueron observados por el equipo médico de la CONMEBOL, que determinó que sus lesiones eran insuficientes para anular el partido.
"Los presidentes de la FIFA y de la CONMEBOL quieren que juguemos", dijo Carlos Tévez, delantero de Boca, durante el retraso.
Ni siquiera la intervención de Marcelo Gallardo, director técnico de River, fue suficiente. Gallardo le había dicho a la CONMEBOL que si Boca no quería jugar, tampoco lo haría River. La organización se mantuvo firme.
"La verdad es que no estamos en condiciones de jugar", dijo Tévez. "Estamos esperando."
Esperaron hasta poco antes de las 7:45 de la tarde, el último horario de comienzo propuesto. El cuerpo técnico de River había puesto conos en el campo de juego para comenzar con la entrada en calor. Los hinchas habían vuelto a cantar.
Después, al final, la CONMEBOL hizo el anuncio: habían pospuesto el partido para las 5 de la tarde del domingo. Unas horas más tarde, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires confirmó que había clausurado el Monumental.
Según Alejandro Domínguez, presidente de la CONMEBOL, Rodolfo D'Onofrio y Daniel Angelici, presidentes de River y de Boca respectivamente, habían llegado a un "acuerdo de caballeros" para no jugar el partido. "Uno no quería jugar y el otro no quería ganar en esas condiciones", dijo Domínguez.
Los hinchas silbaron la decisión. Mientras dejaban el estadio, algunos reanudaron los enfrentamientos con la policía.
Sería fácil plantear que todo lo sucedido en la previa del partido fue lo que generó inexorablemente ese desenlace, que la pasión había llegado a un punto de quiebre y que eso era resultado de todas las discusiones, de toda la histeria en torno a la final para "terminar con todas las finales".
Y sin embargo, eso no es real, o al menos no es la realidad completa. El miércoles pasado, en el barrio porteño de Floresta, All Boys, un equipo de segunda división, perdió su propio clásico contra Atlanta con un gol de último minuto. Los hinchas de All Boys se amotinaron, amenazaron a los jugadores de Atlanta que estaban en el campo de juego, y se enfrentaron con la policía en los alrededores del estadio. Tal vez la final de la Copa Libertadores entre River y Boca sea un evento único, pero el veneno que la consumió no lo es.
Por supuesto que aquí no es la primera vez que ocurre, ni mucho menos. Por eso es que desde 2013, los hinchas visitantes están excluidos de los partidos de los principales equipos del futbol argentino. Y es también por eso que muchos argentinos temían lo que podía ocurrir este fin de semana, por más excitación y entusiasmo que el partido les despertase.
"Este país no está listo para una final Boca-River", dijo el periodista Andrés Burgo antes del partido de ida, que terminó empatado 2-2. Los argentinos están acostumbrados a eso, resignados a eso, aprisionados por eso.
Este sábado, la diferencia era la magnitud de la audiencia. Por una vez, Argentina sintió que el mundo estaba observando. "Otra oportunidad perdida frente al planeta entero", escribió en Twitter el exdelantero argentino Gabriel Batistuta. "Vergonzoso. Lamentable."
Esta es la realidad del fútbol argentino. El color, el ruido, la épica emocionante: todo eso es real. Pero nada de eso existe aisladamente. Cuando nadie lo controla —o lo que es peor, lo consiente—, todo eso deja de ser el símbolo de algo intensamente vivo, y empieza a ser símbolo de algo que se está dejando morir.
Traducción: Jaime Arrambide
© The New York Times
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