Cómo se gestó el cuadro con el que la Ciudad y La Nación homenajearán a Mandela
En el centro de un piso amplio y luminoso la imagen de Nelson Mandela sonríe. El artista Javier de Aubeyzon examina su obra: el retrato gigante de una de las figuras más destacadas de nuestra era. Ahora se concentra en los dientes del héroe de la lucha contra el apartheid. Elige un lápiz amarillo y lo desliza suave, suavemente. Sabe que esa sonrisa pintó un continente. A un costado y sobre una mesa alta están sus herramientas. Un arsenal de lápices de tonos sepia, terracota y rojizos, y cuatro sacapuntas desparramados. Con estos logra un hiperrealismo expresivo. Un Mandela sonriente al que solo le falta hablar. La presencia del genio político en tamaño de 2 por 2 metros invade el primer piso de su casa en el barrio residencial de La Lucila. Desde la cocina, desde el living, pueden verse la piel porosa color caramelo, de un moreno casi dorado, los rasgos delicadamente moldeados, con pómulos altos y su mirada casi asiática. Pero el artista de Aubeyzon, hace tiempo dedicado a retratar leyendas, como Mahatma Gandhi y la Madre Teresa de Calcuta, sabe que el punto fuerte en Mandela es su sonrisa.
El pintor, de 54 años, que también es arquitecto, busca caras dramáticas en la historia. Se acerca de modo intuitivo a estos personajes que dejaron huella y traspasaron fronteras. Comienza el dibujo con lápices y, solo después, moja el pincel en pintura al óleo. "Trabajo de una forma rarísima: voy de lo complejo a lo simple. Al principio exagero todo, los poros, por ejemplo, y después a través de trazos más simples, pinto un pelo, una ceja. Abajo el lápiz, arriba el óleo", detalla, mientras la música reggae lo acompaña en su tarea meticulosa de un refinamiento fantástico. "Toda mi vida estuve interesado en la cultura africana a través de Bob Marley. Marley es un compañero de ruta. Empecé a escuchar sobre la África oprimida, la esclavitud, la represión. Me prendí con su mensaje. La historia del continente africano es una de las más desgraciadas que existen sobre la tierra. Con el tiempo llegué a Mandela", dice, y con una goma suaviza una de las cejas del líder espiritual y político que logró unir a la nación con mayor división racial del mundo. "Mandela es un milagro".
Nelson Rolihlahla Mandela llegó al mundo un 18 de julio de 1918. Al cumplirse un siglo desde su nacimiento, las autoridades de la ciudad de Buenos Aires, la Fundación del Banco Ciudad y S.A. La Nación han colaborado para rendirle homenaje a través de la instalación de su retrato en un lugar público. En principio, estará en el edificio de la Jefatura del Gobierno porteño, en Parque Patricios. Allí podrá ser admirado por la gente, como lo fue en vida por todos los que lo conocieron. Dueño de un carisma al que nadie podía resistirse, ni el entonces presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, ni la reina de Inglaterra, Mandela era sobre todo un hombre de una integridad inquebrantable. Un líder natural con una extraordinaria empatía. La idea de este homenaje nació en la mente del director de Relaciones Institucionales del diario, Norberto Frigerio, lector apasionado de la vida y obra de Mandela. "Descubrí que aquí no hay una plaza, una calle, un pasillo que se llame Mandela. Javier de Aubeyzon hace una obra que al verla uno sabe de quién se trata. Ha hecho un gran Mandela de muy persuasiva sonrisa", adelanta el impulsor de este proyecto que avanza en concordancia al estilo de pensamiento plural y participativo del diario la nacion.
Maestro en el arte de la persuasión, Mandela logró lo que muchos pensaban inconcebible: derribar el apartheid que sometía al 85 por ciento de la población sudafricana a un régimen de virtual esclavitud. ¿Cómo lo hizo? Como un luchador sonriente, no vengativo. Quizás, también, sea clave describir desde dónde comenzó a soñar con la liberación de la población negra, sometida durante tres siglos y medio desde la llegada de los primeros colonos blancos al extremo sur de África. Mandela imaginó la utopía de una nación liberada desde la cárcel.
La celda de Mandela en la isla de Robben no era de un tamaño acorde para un ser humano, menos aún para su casi metro noventa. Esas rejas y ese cuarto en el que no alcanzaba a estirar su cuerpo al momento de acostarse lo moldearon. "Nelson Mandela tuvo muchos maestros en su vida, pero el más importante de todos fue la cárcel", escribió el periodista Richard Stengel, que durante tres años se convirtió en su sombra para ayudarlo en su autobiografía, El largo camino hacia la libertad.
Como boxeador aficionado, Mandela sabía la importancia de conocer al rival. Aprender las reacciones. Descubrir el punto débil. Y aplicó el mismo principio en la lucha política. Lo primero que hizo al entrar en la cárcel fue aprender la lengua afrikáans, el idioma de los opresores. Se lo podía ver leyendo El arte de la guerra, de Sun Tzu, y también manuales de gramática, historia y poesía afrikáner. Quería entender el idioma. Sabía que no podría derrotar al enemigo si no hablaba como ellos. Cuando el periodista Stengel, autor de El legado de Mandela, le preguntó por qué había empezado a estudiar afrikáans, le respondió: "Bueno, es obvio, cuando se es una figura pública, es imprescindible conocer las dos lenguas del país, y el afrikáans es una lengua importante que habla la mayoría de la población blanca del país y la mayoría de los mestizos, y es una desventaja no saberla". Entonces, hizo una pausa y agregó: "Cuando hablás afrikáans, les llegás al corazón".
El hombre de 44 años que entró en la cárcel no fue el mismo que salió casi treinta años después. Veintisiete años en una cárcel pueden destruir a cualquier hombre. Pero no a Mandela. La imagen del puño en alto del preso número 46664, el más famoso del mundo, anticipaba la confianza que se tenía. Al salir en libertad tenía 71 años. Iba a cambiar el rumbo de la historia; iba a ayudar a su nación a liberarse del pasado.
En mayo de 1993, las distintas fuerzas de la extrema derecha sudafricana, que incluían al Movimiento de Derecha Afrikáner, al Movimiento de Resistencia Bóer, entre otros, e incluso hasta la rama sudafricana del Ku Klux Klan, armaron un frente común contra Mandela. Todo apuntaba a una inminente campaña de asesinatos en masa. Un baño de sangre. Una Sudáfrica anárquica. Hasta que Mandela decidió reunirse cara a cara con el líder del movimiento, un veterano condecorado llamado Constand Viljoen. En La sonrisa de Mandela, el periodista británico John Carlin relata cómo en esa reunión Mandela cautivó al general, por entonces, su peor enemigo. "Lo que impresionó a a Viljoen en ese primer encuentro no fueron tanto los detalles prácticos de la discusión política como lo que él llamó una actitud muy respetuosa. Era algo que estaba implícito en el lenguaje corporal con el que lo recibió Mandela, en la manera de servirle el té y en cierto comentario que hizo al general y que, según dijo, lo impresionó mucho porque demostraba –o eso quiso creer él– una profunda comprensión de los valores afrikáners (….). El general Viljoen salió de la reunión con Mandela sintiéndose mejor consigo mismo". Mandela se ganaba a todos los que lo conocían y lo hacía recurriendo más al corazón que al cerebro. Exactamente un año más tarde, en mayo de 1994, Mandela asumió como el primer presidente negro electo democráticamente en Sudáfrica. En su discurso inaugural afirmó: "Llegó el momento de cerrar las heridas. El momento para cerrar la brecha de los abismos que nos dividen. El tiempo para construir está sobre nosotros". A través de la palabra y no de la lucha armada, Mandela logró reconciliar a los sudafricanos. Quizás nunca fue tan merecido un Premio Nobel de la Paz como el que le otorgaron en 1993.
Con la credibilidad ganada por sus 27 años tras las rejas, Mandela era la víctima encarnada del apartheid. Por eso, su perdón fue ejemplar. "A odiar se aprende –escribió–. Y si es posible aprender a odiar, también es posible aprender a amar." El líder de paciencia espartana tuvo varios gestos de reconciliación. Uno de ellos fue la decisión de incluir en el gabinete a su antecesor, De Klerk, y a otros miembros del gobierno que sostuvo el apartheid, los mismos que lo habían mantenido encerrado durante un tercio de su vida. "Ciertamente estos actos deliberados de perdón público tenían un claro propósito político. Estaba enviando un mensaje a todos sus compatriotas que decía: si yo puedo hacerlo, ustedes también. Formaba parte de lo que él llamaba construcción de la nación", explicó John Carlin, que viajó a Sudáfrica a finales de los años ochenta como corresponsal del diario The Independent y siguió a Mandela a lo largo de veinte años. Carlin también es el autor de El factor humano, donde narró un hito en la historia disfrazado de partido de rugby que tuvo su gran versión fílmica con Invictus, dirigida por Clint Eastwood. Para seducir a los afrikáners fanáticos del rugby Mandela se propuso organizar el campeonato mundial de 1995. El genio político que veía oportunidades donde nadie las imaginaba confiaba en el potencial del deporte para generar un nuevo patriotismo. Pero el equipo nacional de rugby, los Springboks, era odiado por los negros, que no solo los abucheaban sino que alentaban a sus contrincantes de turno. Para ellos, el rugby, orgullo y religión de los blancos, era la aplicación del apartheid en el campo de juego. Aquí la jugada de Mandela fue extraordinaria. Como resumió Carlin: "Se propuso la improbable tarea de transformar un deporte que durante décadas había simbolizado el odio y la división en un instrumento de reconciliación nacional". El día de la final Mandela logró que los jugadores, entre los cuales solo había uno de piel oscura, contaran con el apoyo de la Sudáfrica negra. Por primera vez en siglos de lucha sangrienta la población blanca y la negra tenían un objetivo en común. Con la victoria de los Springboks hubo lágrimas de los afrikáners, pero también baile en las calles de Soweto. "El Mundial de rugby de Sudáfrica fue a la vez una competición deportiva, un acontecimiento político y ceremonia religiosa, y Mandela actuó como el alto sacerdote que dispensaba la absolución en nombre de su pueblo. No solo en el estadio se derramaron lágrimas. En los salones de las casas y en los bares de toda Sudáfrica hubo lágrimas de arrepentimiento, gratitud y alivio", escribió Carlin.
El hombre que vino del futuro, el que pensaba de manera diferente, el más grande entre los grandes cerró heridas que llevaban siglos abiertas. Madiba, padre de la nación sudafricana, enseñó a la humanidad sobre la inutilidad del odio y dejó un legado de consenso y conciliación.
"Mandela no fue un estadista, nunca se pareció a un líder de biblioteca, pero tuvo el genio y el ingenio apasionado de advertir que para liberar a su nación del colonialismo debía ser tolerante, práctico, comprensivo. Tal vez su mayor talento fue haber sido capaz de intuir el futuro constructivo antes que quedarse petrificado en el odio del pasado, el dolor y el resentimiento", distingue el impulsor del proyecto artístico para homenajear a Mandela en Buenos Aires, Norberto Frigerio.
"Con esta gestión Buenos Aires se suma a una cadena de ciudades en el mundo entero que simultáneamente van a evocar el pensamiento universal de Mandela como una manera de acercarnos a la paz, valorar el protagonismo del diálogo, saber limar las diferencias, conciliar los intereses que aún parecen imposibles de acercarse. En todo caso, el deseo de todas las sociedades de tener un futuro mejor y en paz", destaca Frigerio.
En la misma línea, la presidenta de la Fundación del Banco Ciudad, Mariana Galante, opina: "Apoyamos este homenaje al líder mundial con el afán de que su legado en la búsqueda del consenso nos permita reconstruir una sociedad más pacífica. Nelson Mandela es un referente para el mundo entero y su mensaje de consenso y reconciliación adquiere especial vigencia por la realidad que atraviesa nuestra sociedad. Le rendimos homenaje a través de esta obra hiperrealista en cuya sonrisa se plasma y sintetiza su gran carisma y poder conciliador".
Considerada por muchos una de las sonrisas más radiantes de la historia, Mandela se dio cuenta enseguida de que era parte de su fuerza. "Como un buen actor, consiguió perfeccionarla; en todas las imágenes, la sonrisa es idéntica. Era su máscara –cuenta Stengel en su libro El legado de Mandela–. En última instancia, aquel era el mensaje más importante que quería transmitir después de su liberación: que no era un hombre resentido".
A Javier de Aubeyzon todavían le quedan unos detalles para considerar su obra terminada. Sigue trabajando en el color de los dientes; también le falta pintar el aura alrededor del pelo blanco para mostrar su presencia luminosa. "El Mandela que vemos acá es el post presidente, muy mayor y ya retirado. Por eso, la sonrisa expresa la satisfacción de la tarea realizada. La felicidad de haber superado el resentimiento después de haber estado un tercio de su vida en la cárcel y de haber podido realizar lo que él soñó y por lo que luchó toda su vida: la unión de un país que estaba matándose. Como para no estar contento, ¿no?", dice De Aubeyzon, que convive hace dos meses con el imponente cuadro de Mandela. "La verdad es que me acompaña. Él es tan grande que, de alguna manera, te achica. ¿Cómo ponerte a la altura de alguien así? Tanto por aprender. Sus enseñanzas son muy aplicables a la vida cotidiana. Y a nuestro país y su grieta. Mandela agarró un país mucho más agrietado que este, donde se estaban matando. Eso te deja pensando".
–¿En qué te sorprendió al trabajar en detalle su retrato?
–Mandela siempre sorprende.
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