A las 7.30 de la mañana cometo un error: enciendo el televisor. En un acto más reflejo que consciente, busco saber la temperatura y no alimentar mi cuota diaria de bronca con tanta noticia sobre aumentos, robos, violaciones, desesperación y muerte que vomitan los canales de noticias.
Encuentro lo que buscaba –22,9 grados–, pero me atrapa la música de Los expedientes X. No me deja ir. En la pantalla, un hombre grita desaforado. Mueve los brazos, cancherea y camina de un lado a otro con ese look descontracturado y "cool" que un día los genios del marketing decretaron –muy a nuestro pesar– que debían tener los noticieros y canales informativos y, como un mal chiste, se quedó ahí para siempre.
"Machu Picchu fue construida hace miles y miles de años", le escucho decir. La sorpresa e indignación me invaden. Por las dudas, chequeo. Tomo mi celular, googleo y leo en Wikipedia: "Machu Picchu es una ciudadela inca del siglo XV, ubicada en la Cordillera Oriental del sur del Perú".
Solo me tomó dos segundos. "Para empezar el día bien informado", dice la descripción del programa en la guía del cable. Pero escucho todo lo contrario. "¿Qué está diciendo este señor?", me pregunto por dentro sin poder despegar los ojos de la pantalla, como quien es incapaz de alejar la mirada de un accidente automovilístico en una autopista.
El hombre –joven, de camisa floreada, arremangada– continúa con liviandad: "Que alguien me explique cómo los incas trasladaron toneladas de piedras a un lugar montañoso. Claramente recibieron la ayuda de tecnología alienígena mucho más avanzada".
Me río para no llorar, para maquillar la bronca. No es un programa de stand up, no es una comedia. Es un canal de noticias. Y lo peor: esto ocurre todos los días, como hace unas semanas cuando se reproduciría en toda clase de sitios informativos titulares sensacionalistas sobre un "asteroide asesino" que "podría extinguir nuestra civilización", cuando la NASA no hizo más que advertir que el objeto en cuestión –52768 (1998 OR2)– pasaría a 6 millones de kilómetros de la Tierra y no representaba amenaza alguna.
Estos ejemplos de comunicación irresponsable –o mala praxis– a muchos les podrán parecer graciosos e inconsecuentes, pero ya se volvieron la norma, recursos habituales para atraer el bien más preciado en el siglo XXI –la atención– en el ecosistema tóxico de medios y redes sociales en el que vivimos, donde imperan los clics antes que la calidad, los RT por encima del chequeo de la información.
Sin embargo, muy a pesar de estas opiniones sobre estos contenidos basura –miradas superficiales que no perciben los efectos del fenómeno en su verdadera magnitud–, la desinformación puede dañar irreparablemente el tejido social.
Esto se ve en especial en épocas de pandemias como las que vivimos, en este caso una provocada por un virus que no respeta fronteras ni condición social (SARS-CoV2) y provoca una enfermedad llamada Covid-19.
Desinformar tiene repercusiones directas en una sociedad y en la salud de las personas. Periodistas irresponsables son capaces de propagar la desconfianza hacia las autoridades sanitarias precisamente cuando estas más falta hacen. En esta época en la que cualquiera se autotitula "experto" (de repente son todos virólogos o epidemiólogos), los comunicadores también pueden fomentar la psicosis al alimentar la discriminación, impulsar la inflación de precios de insumos médicos o violar el derecho a la privacidad que tenemos todas las personas al revelar el nombre de personas infectadas por el coronavirus.
La situación es un caldo de cultivo perfecto para que aparezcan chantas –astrólogos en TV–, panelistas que escupen conspiraciones y conductores que tiran fruta.
Antes que entretener –son empresas de entretenimiento–, los medios de comunicación tienen una responsabilidad social: informar sin asustar ni incentivar el miedo. Al hacer un recorte –siempre intencionado y mediado por sesgos conscientes o inconscientes–, seleccionando qué mostrar y qué no, los periodistas inciden en las actitudes y opiniones de las personas, en las representaciones que circulan en una época. No "reflejan" la realidad. Forman parte de ella y la reproducen.
No bastan, sin embargo, los diagnósticos de esta otra epidemia, provocada por el virus de la desinformación. En estos momentos, las audiencias tienen también un gran poder: pueden seleccionar en qué periodistas confiar. Tienen las herramientas para rastrear las fuentes de una información sospechosa y desenmascararla y hasta el poder de reclamarles a los medios de comunicación que contraten a periodistas especializados.
Porque no vale todo. Así como un dermatólogo no puede realizar una operación a corazón abierto, un periodista deportivo no puede comunicar sobre virus, enfermedades, riesgo de muerte, inmunidad. La especialización y el conocimiento inciden en las palabras correctas que se deben usar, en qué fuentes seleccionar y consultar y en cuáles no, en la importancia de aportar siempre contexto –no solo mencionar el número de infectados, sino también el de las personas que se han recuperado–, así como en informar sobre las vacunas y los medicamentos que se están testeando.
Ya no hay un día sin noticias científicas que nos toquen: los azotes del cambio climático, las promesas de la edición genética y la exploración espacial, los vaivenes de la política científica. Cualquier plantel o staff de un medio de comunicación sin periodistas científicos está incompleto. La presencia de estos profesionales especializados es crucial para una comunicación responsable, sin delirios de antivacunas, de terraplanistas, de negadores del cambio climático o de quienes ven en todo la intervención divina o alienígena.