La utopía de la justicia
Con frecuencia oímos decir que los jueces no simplemente son, sino que deben ser, políticos, arguyéndose que es propio de la naturaleza humana tener una “concepción del mundo” y que si así no fuera ellos caerían irremediablemente en la categoría de tecnócratas insensibles y despiadados. Algunos juristas y no pocos jueces así lo afirman, cubriéndose de un aparente manto de honestidad intelectual que, en rigor, invisibiliza la cuestión de fondo que les subyace: su marcado posicionamiento político-ideológico.
Hay quienes incluso dan un paso más allá y no solo creen fervientemente en que la politización e ideologización judicial es inevitable, sino que además se ven a sí mismos como instrumentos necesarios para, desde el plano judicial, coadyuvar al desarrollo de un determinado programa político partidario e ideológico. Para estos, la Justicia se reduce a otro ámbito más donde se desarrolla la puja de políticas y cosmovisiones. Ser imparcial es, para ellos, signo de falsedad y negación; ser independiente, muestra de oposición o falta de compromiso.
El llamado lawfare es expresión y resultado de ese modo de pensar: quienes lo denuncian (casi como una nueva modalidad de acusación en espejo) atribuyen contenido político e ideológico a quienes supuestamente lo ejecutan, aunque estos no hagan más que aplicar lisa y llanamente la ley, desdeñando las consecuencias políticas que supone aplicar la ley a las políticos.
Ambos puntos de vista, por su aparente honestidad, provocan cierta admiración en algunos (los que se sienten representados por sus formulaciones e ideas). A otros les causa consternación ver sublimado de esa forma un foco de crítica hacia quienes se supone deben ser totalmente independientes e imparciales (no del mundo que los rodea, pero sí en los casos en los que actúan). Un tercer grupo, el más extenso, se carga de dudas sobre cómo funciona realmente el sistema. Frente a eso, estamos los que afirmamos que ni lo uno ni lo otro es enteramente válido o exacto. Es cierto que todas las personas tenemos posicionamiento político-ideológico, porque incluso si rechazásemos “el sistema” lo tendríamos, pues para cada “concepción del mundo” hay una categoría política o ideológica, y si no la hubiera, la inventaríamos.
Ocurre lo mismo con los abogados. Los que ejercen la profesión liberal la llevan más fácil pues, si quieren, pueden elegir defender solo los intereses de clientes que comulguen con sus ideas y de esa forma nunca se enfrentarían al dilema de tener que elegir entre política, ideología y realidad.
En el caso de las funciones judiciales concretas, la cosa cambia porque fiscales y jueces no pueden (y no deberían poder) elegir los casos en los que les toca intervenir (por lo que les puede tocar actuar en asuntos que no quieran, que no les gusten e incluso en los que sientan que se juega su “concepción del mundo”), y porque se espera que ellos actúen conforme a derecho y no de acuerdo con tal o cual posicionamiento político-ideológico.
Hay un trecho abismal que separa el punto anterior del inicial, donde los simples continentes de ideas pasan a ser proyectores de ellas que intentan “operar” política o ideológicamente en los casos en los que les toca intervenir o, como muestra dramática del paroxismo que puede alcanzar el proselitismo visceral, incluso tratan de influir con expresiones públicas en aquellos casos que ni siquiera son de su competencia.
Esa es la contradicción esencial a la que se enfrentan los críticos del sistema que se asumen orgullosamente políticos e ideológicos, pues en el afán de exhibir su ensayada transparencia, minan su propia credibilidad –y lo que es peor, la de todo el sistema– cuando vociferan sus puntos de vista y hasta, superponiéndose a sus pares, ensayan “sentencias” acordes con dichos puntos de vista. ¿Pueden ellos, con su exhibicionismo, ser imparciales e independientes en algún momento? ¿Podrían alguna vez emitir un fallo abstrayéndose de su cosmovisión y de la concepción del mundo que le atribuyen a quien tienen enfrente? Desde su propia perspectiva no parece posible.
Afortunadamente para todos, en el Estado de Derecho que nos garantiza la Constitución nacional vigente, nadie tiene derecho o es administrativa o penalmente culpable o inocente por su posicionamiento político-ideológico; pero vale aclarar que dicho axioma es válido precisamente porque el veredicto no puede adoptarse, nunca, bajo ningún pretexto, desde un posicionamiento político-ideológico, sino desde uno jurídicamente válido. Esto sirve también para analizar las acusaciones que hoy se barajan sobre la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Si lo anterior se presenta para algunos como una utopía, de todo el catálogo disponible que ofrece el mundo, creo que esa no solo parece la más sensata, sino, además, la menos perjudicial y la única justa.