Saskia de Rothschild fue periodista y hoy, a los 36 año,s está al frente de grandes bodegas en Francia, China, Chile y Argentina; en Mendoza dirige junto a Laura Catena la bodega Caro
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A un costado del salón hay un juego de sillones de color rosa. El paso de los años sobre el tapizado está en sintonía con el estilo elegantemente vintage de este edificio de 1884, de altas paredes de ladrillo descubierto, en el que funciona Bodegas Caro. Construcción de impronta mendocina, aquí los sillones aportan un toque francés, ofreciendo además una síntesis de este proyecto que nació de la unión de dos grandes familias del nuevo y el viejo mundo: Catena Zapata (que aporta el Ca de Caro) y Rothschild (que suma el Ro).
Sucede que los sillones alguna vez formaron parte del mobiliario de la casa familiar, en Francia, donde se crió Saskia de Rothschild. Miembro de la familia de grandes banqueros europeos, con solo 31 años asumió en 2018 las riendas de Domaines Barons de Rothschild (DBR Lafite), grupo francés que posee bodegas en Francia, Chile, China y Argentina, entre las que se cuenta nada menos que Château Lafite Rothschild, una de las más icónicas y reputadas del mundo, cuyo grand vin se vende a un precio promedio de 760 dólares la botella.
Primera mujer en seis generaciones (y 150 años) al mando de DBR Lafite, al asumir se convirtió en la propietaria más joven de la historia de una bodega del selecto grupo de los premier cru de Burdeos (clasificación de los viñedos que data de 1855, realizada a pedido del emperador Napoleón III con motivo de la Feria Universal de París, donde se habrían de presentar los mejores vinos del mundo).
Sin embargo, Saskia viene del periodismo. Fue corresponsal de The New York Times en África e incluso realizó una pasantía en La Nación, lo que la llevó a conocer Mendoza. Días atrás, volvió a esta provincia para participar de la plantación de un nuevo viñedo en las alturas de San Pablo, una zona que hoy cobra importancia no solo por la calidad de sus vinos, sino por sus bajas temperaturas capaces de afrontar los efectos del calentamiento global.
Allí se plantará Malbec, Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc e incluso Chardonnay. “Creo mucho en el vino blanco, a pesar de tener un padre que solo toma tinto y para quien el vino blanco no es vino”, dice Saskia en castellano. Cuenta además que recientemente adquirió una bodega en Chablis (región francesa dedicada al vino blanco). Sentada en uno de los sillones rosa, lo dice.
–Tenés bodegas en Francia, Chile y China, ¿qué encontrás de particular en la Argentina?
–Primero, aunque no me guste mucho hablar de mí, tengo una relación muy fuerte con este país, porque viví acá hace 15 años. Y uno de los primeros lugares a donde vine fue a Mendoza, porque teníamos ya una relación con la familia Catena. Cuando les dije a mis padres “me voy a Argentina a trabajar en un diario”, me dijeron “tienes que pasar a ver a nuestros partners en Mendoza”, así que lo primero que hice fue venir acá.
Recuerdo que me quedé a dormir en la vieja casa que tienen dentro de la bodega, y que me dieron una camioneta con la que me fui a la Estancia San Pablo, donde quedé impresionadísima con el lugar. Era invierno, julio de 2008. Después hice en Mendoza todos mis papeles para obtener los derechos para trabajar en el país y me fui a Buenos Aires. Llegué para quedarme unos seis meses, pero encontré un trabajo que me gustó mucho y unas personas de las cuales sigo siendo muy amiga, así que me quedé más tiempo. Lo que siempre me gustó de Argentina es que es una cultura que me emociona. Cada vez que vengo siento que estoy en casa.
–¿Qué recordás de tu paso por el diario La Nación?
–Yo trabajaba en la sección Cultura y Educación. Era la época de los paros docentes y a mí me mandaban a cubrir las conferencias de prensa de Macri. También me tocó cubrir un escándalo con un tema de religión. Me acuerdo, por ejemplo, de trabajar el 31 de diciembre, porque nadie quería ir, y yo era la que estaba de turno.Me gustó mucho toda la experiencia.
–¿Cómo llegaste a trabajar de periodista en la Argentina?
–Un muy buen amigo de mis padres había oído hablar de un programa de pasantías en La Nación. “Tratan muy bien a los pasantes, capaz que puedes postularte”, me dijo y me conectó.
–¿Cómo siguió tu carrera?
– Estuve trabajando en India y después para The New York Times. Primero en la oficina de París y luego como corresponsal en África, en Costa de Marfil. Ahora no tengo tiempo para hacer periodismo. Pero me gustaría un día volver a escribir.
–¿Qué extrañás del periodismo?
–Tiene lo genial de la vida que yo tenía antes, cuando era corresponsal. Que es que la única persona de la que te ocupás es de vos. No tienes la responsabilidad de todo un equipo, de familias que tienen que comer, que es algo que hoy a mí me mantiene despierta por la noche. Mitad de mi trabajo es ocuparme de los recursos humanos, de la gestión del bienestar de las personas en un mundo donde el equilibrio entre vida personal y vida profesional es más importante. Es, además, un mundo donde es difícil encontrar a personas que quieran trabajar en los viñedos. Así que la búsqueda es cómo generar nuevas vocaciones. Y es un tema que me apasiona.
Por otro lado, lo que no me gustaba del periodismo es que te vas. Estás ahí para contar las realidades de las personas, transmitir sus voces, con el objetivo de ayudarlas. Las relaciones son muy intensas, pero no estás ahí por un tiempo largo. Cuando trabajaba en África, por ejemplo, hice muchos reportajes sobre situaciones muy difíciles. Hice uno sobre la cárcel más grande de África y estuve mucho tiempo ahí con esas personas. O en Estados Unidos hice una nota sobre mujeres US Marines que iban a Afganistán, volvían y sus niños tenían problemas, traumas. Lo que es difícil es que después abandonás a la gente. Y eso es algo que siempre me costó mucho. Salir, irme, decir adiós.
–¿Eso cambió desde que ingresaste al mundo del vino?
–Sí, no hay nada más largo en el tiempo que lo que hacemos. Y las relaciones que tengo con las personas con las que trabajo son historias de vida. Esa es la diferencia. De un lado hay una libertad enorme, que sigue siendo algo que a mí me gusta, pero por otro lado está esto de desarrollar vínculos que duran en el tiempo.
–¿Qué tanto influyó tu padre en que ingresaras a DBR Lafite?
–Yo nunca crecí con mis padres diciéndome que iba a tener que trabajar en el vino. Sí con una educación muy libre. Y yo quería contar historias, eso era lo que quería hacer en la vida. Cuando vivía en Costa de Marfil, mi padre me llamó por teléfono. Yo recién llegaba de Mali, donde había hecho una nota sobre un atentado terrorista, y él me dijo: “Bueno, ¿estás segura que quieres hacer eso por más años? Vas a tener que volver un poco más acá”. Pensé: “¿De qué me habla?”. Yo iba a Francia todos los años para hacer la vendimia. Me apasionaba el vino desde niña. Recuerdo que mi padre me hacía catar mucho con él. Pero cuando me llamó pensé: “Bueno, si él me necesita voy a tener que cambiar las cosas”. Así que cambié toda mi vida: volví a Francia y volví a la universidad. Hice una diplomatura en viticultura y enología, y ahí empecé a trabajar con él. Y bueno, cambió mi vida completamente.
Mirando al futuro
Relaciones de larga data. Con las personas, pero también con el entorno. La visita de Saskia a Mendoza tuvo como motivo plantar vides en un terreno virgen –ahora llamado Finca Désiré–, en San Pablo. Esos viñedos recién comenzarán a ser productivos en unos siete años, e incluso sus uvas podrán formar parte del vino tope de gama dentro de diez.
Es en esta relación a largo plazo con el entorno que la generación de Saskia plantea un vínculo más sustentable. Tal es así que de las 50 hectáreas de la finca, 20 no serán plantadas: se preservará en ellas un bosque de chañares centenarios y entre los paños de vides generarán corredores de vegetación nativa para refugio de la fauna del lugar (jabalíes, aves y liebres, entre otros).
“Lo que yo traigo a Caro desde DBR Lafite es el tema del cuidado del medio ambiente, el de la sustentabilidad –dice Saskia–. Desde que comencé a ocuparme de nuestros viñedos, ese es mi gran objetivo y mi obsesión. Empezamos a certificar como orgánicos nuestros viñedos en Francia y ahora todos nuestros viñedos están certificados o en proceso de certificación. Pero para mí no es solo tener ‘medallas’, sino que es un deber siendo quienes somos. En Lafite somos un premier cru y con los precios que tienen nuestros vinos tenemos el deber de ser irreprochables. Esta conciencia ambiental (y social) para mí es muy importante, por eso la encaramos a nivel global. Aquí en Caro también la estamos aplicando”.
–¿Creés que hoy el consumidor está comprometido con que el vino sea producido en forma sustentable o es solo una moda?
–No sé si hoy lo está, pero estoy segura de que un día lo estará. Y eso es lo que les dije a los accionistas de Lafite el día que convertí sus viñedos en orgánicos. Porque en Burdeos no es como acá, ¡es mucho más difícil! Yo les dije: “No vamos a vender el vino más caro por ser orgánico. Pero podemos hacer un business plan. Porque si no nos volvemos orgánicos un día nos pueden hacer boicot”. Uno no puede vender un vino a más de 100 euros y no hacer todo lo que pueda para proteger el medio ambiente. Creo que si el consumidor hoy no es sensible a eso, un día lo va a ser. Nosotros sí lo somos. Es una cultura de la compañía que queremos poner por delante. Si el consumidor no es tan sensible en eso de la sustentabilidad, quizás si lo sea ante vinos que cuentan la historia de la gente que los produce. Y hoy en día el compromiso con la sustentabilidad es nuestra historia.
–¿Cómo ves al vino argentino?
–No había venido a la Argentina en dos años por el Covid y me quedé muy impresionada por el proceso de pureza de los vinos, que van más en la dirección del viejo mundo que del nuevo. Y eso me gustó, porque tienen un buen equilibrio e identidad. Veo también que los productores no están buscando imitar. Y eso me parece interesante.
–Tu socia en Caro, Laura Catena, plantea que su búsqueda es lograr “el gran vino argentino”. ¿Qué tan lejos o cerca estamos de estar a la altura de un Lafite?
–Es fácil hablar desde mi posición y decir que no es una carrera y que no importa en qué nivel estás. Porque yo soy del país que tiene la mayor imagen de gran vino del mundo y, en particular, Lafite es uno de los vinos con mayor reputación. Pero me parece que no hay que hablar de niveles. Para mí hay dos cosas. Una, que los vinos tengan identidad. Y el segundo punto que me parece esencial, es que tengan “drinkability”. Que los vinos sean bebibles. Y en eso hay mucho progreso en la Argentina. Esos son los dos objetivos para hacer grandes vinos.
–Hoy se identifica a la Argentina con el Malbec. ¿Para vos hay algo más allá de esta variedad?
–Sí, y lo vemos en San Pablo, donde hay toda una búsqueda en el Malbec, pero también en el Cabernet Franc. Yo creo mucho en el Franc en este lugar. También probé unos Pinot Noir muy buenos de esta zona y los Cabernet Sauvignon que hacemos en Altamira me parecen muy interesantes. Por eso no pienso que haya que dejar la imagen de Argentina solo al Malbec. En DBR somos además grandes amantes de los blends. Así que no creo que haya que concentrarse en una cepa.
–¿Cómo creés que el cambio climático va a afectar la forma de hacer vino?
–Completamente. Es el tema que me produce más ansiedad y que más trabajo hoy nos da. Tenemos un mapa de riesgo de cada viñedo, y de cómo anticipamos que van a evolucionar en los próximos 30 años. Y mirando eso hay que sacar conclusiones. A veces son conclusiones de adaptación, pero a veces será decir: “¿Este es realmente un lugar donde vamos a poder seguir produciendo vinos en 30 años?”. Esa es una de las razones por las cuales plantamos en San Pablo, que es un terroir donde antes las uvas podían tener dificultad para madurar, pero hoy en día da uvas de calidad. Plantamos allí anticipando cómo va a evolucionar en los 30 años que vienen. Y eso hoy lo hacemos con todos nuestros viñedos.
–¿Cómo te imaginás el mundo del vino de acá a 30 años?
–Ya hoy hay un cambio hacia un consumo mejor, pero en menor cantidad. Creo que ese movimiento va a seguir. Así que lo que hay que tener como objetivo y meta es la calidad: hacer el mejor vino, ¡porque la competencia va a ser enorme! Y, segundo, la sinceridad de lo que se cuenta en la botella. Que sea un mensaje que toque a las personas, porque el consumidor de nuestra generación y de la generación que le sigue quiere transparencia y realidad. Es un consumidor que buscar historias y una conexión emocional con el producto. Y que no va a ser fiel.
–Decías que te gusta contar historias, ¿cómo contarías la de Caro?
–Es una historia de familias que no tienen mucho en común, aparte del vino, y que hacen un proyecto juntas y crean algo en común. Es un proyecto muy creativo. Y eso habla mucho de la Argentina, que es una mezcla de cosas, de gente. Caro es eso. Para mí lo particular del mundo del vino es que es una confrontación permanente entre ciencia y poesía. Y en la Argentina hay algo muy creativo en el hacer vino. No es tan el caso de Burdeos, ni de Chile. Acá hasta los que son muy científicos tienen una apertura de espíritu. No hay tanto dogma. Y eso me gusta mucho y me parece muy interesante.