Dulce, y salado, hogar de una madre con 5 hijos
Suele parecerse a un tornado. Que entra y arrasa con todo. Me refiero a las cinco de la tarde en casa. En casi todas las casas con hijos pequeños. A las 16.59 reina el silencio y la paz. Al minuto siguiente, el caos. Suena el timbre con insistencia. Llegaron los chicos del colegio. Irrumpen en la entrada los cinco. A respirar hondo y encarar la tarde. Con su combate.
Los mellis de 6, tiran la mochila y uno se larga a llorar porque en el recreo un compañero lo dejó fuera del juego. El de 10 está furioso con el maestro que les dio tarea extra por mal comportamiento. “¡Es un maldito!”, protesta y suelta una palabrota. El de 12 está frustrado: llueve y se suspendió su torneo de fútbol.
A mi hija de ocho se la ve tranquila. Una buena. No. Después del té me pide ir a su dormitorio para contarme que tiene miedo. Hace unos días que sueña pesadillas; y cuando comienza a oscurecer siente pánico.
Antes de los baños, aparecen las variopintas peleas de hermanos. Que son un canto a la diversidad y originalidad de motivos que encienden la mecha.
El huracán de emociones negativas es el invitado de la tarde en nuestro dulce y salado hogar. En ese día en particular, mi energía para contenerlos flaquea. Y reacciono con un bastaaaaa a los gritos ante el abanico de enojos, llantos discusiones o empujones. Pucha. Me había propuesto no gritar esa semana.
Somos humanos. Y cuando la empatía no brota, sé que es el momento de recurrir a mis aliadados: los cuentos o nuestras dinámicas favoritas. Tenemos para entretenernos.
Una que les encanta a los peques es el concurso explota globos. Sacamos de la caja de tesoros algunos globos que con suerte quedan. A inflarlos y a explotarlos con los pies descargando la bronca en voz alta: contra el maldito del maestro, o la bruja de mamá que nunca nos permite usar el Ipad. Hay reglas claras: mientras los zapatos aplastan el piso con fuerza vale soltar cualquier mala palabra. Si los enojos o frustraciones nos sorprenden en el auto, por qué no parar el motor y animarlos a gritar con fuerzas contra sus “enemigos”. Al son del preparados listos ya, comienza el griterío. La torre de Babel un poroto. Luego salen agotados pero más civilizados.
Los libros de cuentos que tratan el miedo, la tristeza, las macanas o las pataletas resultan también una herramienta valiosísima. Incluso más completa que las dinámicas para procesar los sentimientos más complejos. A través de las historias los chicos se sienten comprendidos, y los serena encontrar las palabras que describen su propia turbulencia. La que ellos no logran articular. Una de nuestras colecciones preferidas es la de los Kukitos de emociones. Unos veinte libros de cuentos y muñecos de trapos que representan las más variadas sensaciones. Que ayudan a los peques a registrar su mundo interno, y gestionar lo que los perturba.
Los más chicos se entusiasman cuando les propongo que traigan los libritos y los personajes. Así, los kukitos que dormían en un estante de la biblioteca, de pronto, cobran vida. Comienza el colorido desfile. Traen a Alelí (tristeza), Tufo (miedo), Keti (celos) y, Bonko (enojo). Los cuatro varones improvisan un fútbol con los muñecos. No importa. Aparecen en escena.
Todos al sillón del living a leer. Y algo mágico sucede. Escuchan la historia de Keti, celosa de su hermano que está enyesado, y que acapara toda la atención y mimos. La de Frusti, frustrado porque no quedó seleccionado en la obra de teatro de la escuela. La de Alelí que llora porque murió su perro adorado. O de Bonko que está enfurecido porque todo le sale mal. El de Tufo (miedo) que se quedó encerrado en el baño. Y nadie se dignó rescatarlo.
Increíblemente las emociones negativas de mis hijos comienzan a ceder. No todas ni siempre. Pero algunas, a veces, sí. Y cuando llega la noche los más pequeños piden dormir abrazados de Keti, Tufo o Bonko.
Seguramente los calma constatar que a otros niños y kukitos les sucede lo mismo que a ellos. Que no son extraterrestres. Que llorar, frustrase o sentir celos no está mal. Y que cuentan con estos camaradas para acompañarlos y elaborar el mal trago. Especialmente en esos días en que, un poco huérfanos, perciben que a su madre se le agotó la pila de la paciencia. Qué fabuloso que existan estos simpáticos amiguitos para dar una mano. Y qué buena mano, incluso ahora a días de empezar las vacaciones de invierno.
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