A 30 kilómetros al sur de Necochea, está este pequeño pueblo con calles sin delimitar y una playa extensa y virgen
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Una vaca pastando en un médano con el mar de fondo, un puñado de casas solitarias que se extravían entre senderos de arena y pastizal. Desde lo lejos Los Ángeles es una aldea colorida entre un mar amarillo de campos de girasol y altos maizales, es casi imposible verla y si no fuera por un viejo cartel que da la bienvenida, los viajeros siguen de largo en este espejismo del que es fácil perderse. Una vieja y nostálgica imagen de la Virgen Stella Maris presenta el pueblo de solo diez habitantes estables, detenido en el tiempo. “Es la mejor playa de la costa argentina”, dice María Elina Monferrer, quien vive allí.
“Es como si este lugar se rigiera por otro tiempo”, cuenta José Rezett. Hace más de una década que va al balneario. A 30 kilómetros al sur de Necochea, el camino de acceso es áspero, curtido y reseco, se debe cruzar por un parque eólico y viejas estancias, muy pocas veces llueve en la zona y las camionetas dejan una densa estela de polvo, como si fueran cometas terrestres. La señal telefónica e internet se pierden a los pocos metros de abandonar la ciudad. La campiña necochense se desnuda en silencios habitados por las calandrias y los jilgueros. El mundo moderno, desaparece.
“Es un paraíso, no estaba descubierto y ahora muchos quieren venir a conocerlo”, dice Bernardo Iribarne, propietario de un campo vecino. Fue a la escuela primaria del balneario, y toda su vida visitó estas costas. Añora los años donde era un lugar apenas conocido por los que vivían cerca. Sin embargo, aún cuesta llegar y el caprichoso camino hace las veces de filtro natural. “El que quiere llegar, llega, pero puede pasar que te cueste salir”, dice Rezett.
La propia magia del lugar produce un encantamiento. Se unen el campo y el mar en un abrazo directo. El mugido de las vacas convive con el susurro de las olas.
El pequeño pueblo tiene calles sin delimitar, ninguna tiene nombres. Huellas que suben y bajan por los médanos. “No sabía que existía y cuando vine y bajé al mar me enamoré inmediatamente”, dice Monferrer.
Es una de las habitantes estables, hace artesanías, tiene un pequeño almacén y hornea chipas que son muy deseadas por los visitantes, también tiene carnada y la tabla de mareas. Vive frente al mar. “Sentí magia y una energía especial, no hay otro lugar en el mundo como Los Ángeles –dice Monferrer–. Venir a vivir acá fue la mejor decisión que tomé en mi vida”. Hizo una casa con botellas.
“Es un conjunto de casas sobre los médanos”, así lo describe Martín Paillhé. Tiene su campo a pocos kilómetros de Los Ángeles. “Hace 65 años que vengo a esta playa y no me cansó de venir: es un lugar muy bello”, cuenta.
Son alrededor de 70 kilómetros de costa virgen hasta el próximo balneario: San Cayetano. La costa tiene acantilados con geoformas modeladas por millones de años de erosión eólica e hídrica, tienen profundas cuevas. La soledad es inabarcable y las huellas humanas no existen. “Es ideal para los amantes de la tranquilidad, la pesca y el surf”, dice Paillhé.
El Médano Blanco se ve como una catedral áurea. Es un monte de arena de 100 metros de altura, una de las dunas más altas de Latinoamérica. Por la costa son diez kilómetros hasta llegar a su base y a una playa de arena fina, también da nombre a la estancia donde funciona un complejo termal. “Son playas muy vírgenes, sin contaminación de ningún tipo”, dice Rezett. Algunas con piedras de colores, otras con arena calcárea y también con restinga. Algunos lobos marinos y pingüinos se dejan ver en este interludio de naturaleza marina pura.
Soledad, acantilados y el boca en boca
La playa tiene sectores donde las olas impactan en los acantilados, aunque en la bahía del Balneario la arena fina domina la postal. Cuando baja la marea, deja al descubiertos cientos de metros de suave pendiente. Las familias se reúnen para hacer picnics y pasar el día. No hay apuros. “Es como estar solo en el mundo”, dice Monferrer. Algunas cosas se alquilan y el dato se pasa de boca en boca.
“Te sentís en paz, conversás con vos mismo, hablás con las aves”, cuenta Monferrer. El pequeño pueblo tiene la dinámica del mar. Al sur, un bosque impenetrable marca un límite natural, al norte, las plantaciones de cereales, según la época del año, cosecha fina o gruesa. Una calle central pasa por un bastión de humanidad: la Pulpería del Vasco. Un regazo de sonrisas y abrazos con un mostrador que es el sostén emocional del pueblo. “Es el lugar de encuentro, es un cable a tierra”, dice Iribarne.
El Vasco es el personaje de inagotables historias. Su figura de pulpero se agiganta con los años. Oscar Zapiain vino cuando Los Ángeles no figuraba en los mapas. Aquí estableció su vida y el balneario y él crecieron juntos. Vive con su esposa, Gladys Zubillaga y su hijo Pablo quien tiene el parador “Vasco Beach” en el camino que va hacia la “Cueva del Tigre”, el legendario refugio de un bandido rural que frecuentó estas indomables costas, escapando de la Ley. “La pulpería es el lugar donde nos encontramos todos”, dice Iribarne.
El dueño del campo, el empleado rural, un viajero desprevenido y el visitante, todos se juntan en el mostrador. La pluralidad es natural, la ceremonia del aperitivo se celebra antes del mediodía (después de las 11 y hasta las 12.30) y con mayor concurrencia al caer el sol (desde las 17 horas en adelante). “El Vasco siempre está”, dice Zapiain.
Dos tragos se destacan: “La Gancia” y el “Ferroviario”, clásicos camperos aunque el pulpero no se achica y muestra una botella de Absenta europea, el Hada Verde.
“Después de una larga jornada de trabajo, ir al Vasco es una obligación”, dice Paillhé. Con rango de liturgia, las amistades que se forjan aquí se cuentan por décadas. “Somos una gran familia”, dice Zapiain, el maestro de ceremonia. En sus estanterías se encuentra todo el abasto que se necesita para vivir en el campo.
“Lo mejor es oír las historias del Vasco”, cuenta Paillhé. Son muchas y su forma de contarlas hechiza a los concurrentes. Una vez halló una persona sin vida en la costa y al día siguiente el espectro lo visitó en su pulpería; o la vez que vio orbes (luces esféricas) en una noche mientras viajaba por los caminos de tierra, y aquella vez que desde el mar vio emerger una figura humanoide que profería alaridos desesperados y salió corriendo campo traviesa cortando alambrados con sus dientes. “Cosas inexplicables”, dice el pulpero. Su voz es respetada.
“Nos contamos todo lo que nos pasó en el día”, dice Iribarne. La función de la pulpería es catalizadora en la comunidad de solitarios. El temario se debate entre el clima, el paradero de algún parroquiano que ha faltado, la evolución de la cosecha y algún rumor sobre el pique en el mar. Si hay algas, el pez no aparece. Aunque siempre existe aquel que tiene el dato preciso y ha conseguido corvinas o alguna chernia. “Todos nos igualamos en la pulpería, ahí somos todos iguales”, confiesa Iribarne.
Los surfers y los campistas eligen el parador “Vasco Beach”, un deck y una conexión de internet vuelven al lugar el ideal para el público más joven. Hay duchas y se cargan celulares, la visión 360 del mar es hechizante. “Por acá pasan las ballenas”, dice Pablo Zapiain, detrás del mostrador. Enfrente al parador existe un área de camping (es gratuito) y atrae a aventureros de todo el país. El mar suele tener tonos esmeraldas y turquesas.
“Lo mejor es poder desconectarte del mundo”, dice Rezett. Sin señal telefónica ni datos, la atención se centra en los lujos sencillos. Ver pasar las liebres, mulitas, tucu tucus y los zorros al atardecer, y contar las estrellas fugaces cuando llega la noche. Hay pocas luces en el pueblo, no es necesario usarlas. El cielo nocturno ilumina las huellas. “La gente cuando llega se enamora, aún no ha llegado el progreso, quizás esa sea la magia que tiene Los Ángeles”, confiesa Monferrer.
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