Andrés Oppenheimer: “Solo el 20% de la gente se siente estimulada por su trabajo; el 62%, indiferente, y el 18%, miserable”
Una ola de descontento afecta a todo el planeta, alerta el reconocido periodista, quien en su último libro describe diversas iniciativas que, a nivel global, buscan combatir la infelicidad
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Andrés Oppenheimer (Buenos Aires, 1951) parece tocado por una varita. Lleva más de 30 años rompiendo el mercado con libros volcados a explorar el mundo en busca de respuestas a cómo puede crecer América Latina.
A sus dos primeros títulos, sobre Cuba y México, le siguió una saga de trabajos con foco en competitividad, tecnología y educación. Su principal best seller, Cuentos chinos (2005), fue publicado en español, inglés, chino y japonés.
En realidad, no había ninguna varita mágica; sí, insaciable curiosidad y un olfato infalible para detectar novedades, tendencias, movimientos telúricos de sociedades y países. Una vez descubierto el fenómeno, allí se lanza.
Colaborador de LA NACION, ganador del Premio Pulitzer y autor estrella de Penguin Random House, los libros de Oppenheimer tienen, además, el atractivo de la crónica periodística pura: ágil, colorida, llena de historias y voces, trepidante. Por momentos se leen con el imán de una ficción, aunque son radiografías de hechos bien reales.
Sin perder la perspectiva política y económica aquilatada tras décadas como corresponsal y columnista del Miami Herald, y conductor de Oppenheimer presenta, el ciclo de CNN en Español, en Crear o morir (2014) y en ¡Sálvese quien pueda! (2018) lo vimos examinar los revolucionarios y a veces dramáticos cambios surgidos de la era digital y la economía del conocimiento.
Ahora, un nuevo giro, acaso el más disruptivo: ¡Cómo salir del pozo!, que acaba de presentar en Buenos Aires, indaga en la “ola de descontento” que recorre sociedades de todo el mundo, y en qué están haciendo gobiernos, empresas y personas para encontrar la felicidad.
¿Un libro de autoayuda con la firma de Oppenheimer? Nada de eso. En esta entrevista con LA NACION explica que se decidió a escribirlo al cabo de una constatación personal: aun en sociedades de robusto crecimiento económico y estabilidad política la gente está insatisfecha, desencantada, triste. “Empecé a preguntarme qué estaba pasando”. La inquietud lo llevó a buscar respuestas en más de diez países de tres continentes: de Dinamarca a India, de Israel a Bután, en las alturas del Himalaya. Una investigación de seis años y reveladoras conclusiones. “Cada vez más países ponen a la felicidad como un objetivo de sus políticas públicas, a la par del crecimiento económico”.
Llegado a la Argentina desde Miami, donde vive, horas después del triunfo de Milei, cree que se abre “una enorme oportunidad para terminar con el populismo kirchnerista”. Pero advierte que Milei debe buscar alianzas firmes. “No puede gobernar solo con su hermana”.
–Andrés, un libro tuyo sobre la felicidad. ¡Qué cambio!
–Más que un cambio hablaría de una progresión. Probablemente este es mi libro más ambicioso: lo vi como un desafío y me entusiasmó mucho. Lo escribí porque yo pensaba que el crecimiento económico por sí solo era suficiente para que la gente se sintiera bien, fuera feliz. Y de repente en 2019 se produjo el terrible estallido social en Chile, el país que en los últimos 30 años más crecía y más reducía la pobreza en América Latina. Hasta gente de la clase media y media alta salió a la calle. Después pasó lo mismo en Perú, que también venía creciendo y reduciendo la pobreza, y en Colombia, el país con la economía más estable de América Latina. Empecé a preguntarme qué estaba pasando. Entonces entrevisté al CEO mundial de Gallup, Jon Clifton, porque ellos hacen una encuesta anual sobre la felicidad en 137 países. Clifton me dijo que ese descontento no era un problema de Chile, Perú, Colombia… Que era mundial. Una ola de descontento generalizado que ya llevaba 20 años y que produjo fenómenos como el de Trump en Estados Unidos y el del “Brexit” en Gran Bretaña.
–¿Te propusiste averiguar las causas de ese descontento?
–En realidad, no me interesaba tanto eso, sino saber qué están haciendo los países más felices, según el ranking de Gallup, para disminuir el pesimismo y aumentar la felicidad de su gente. Qué cosas innovadoras están haciendo, que pudieran replicarse en América Latina. El 95% del libro es un viaje por los países más felices del mundo. Encontré cosas espectaculares.
"Dinamarca suele salir en ese ranking como el país más feliz del mundo, y cuando les pregunté a los daneses a qué se debía, todos contestaban lo mismo: “Tenemos una muy rica vida social y en comunidad"
–¿Por dónde empezaste?
–Por los países escandinavos. Dinamarca, Finlandia e Islandia siempre figuran al tope del ranking de Gallup sobre satisfacción de vida, que ha sido respaldado por las Naciones Unidas. Y después fui al Reino Unido, Israel, India, Bután…, que están haciendo cosas muy interesantes para combatir la infelicidad. Lo que más me impresionó en los países escandinavos es cómo han desarrollado las actividades comunitarias y el trabajo voluntario. Dinamarca suele salir en ese ranking como el país más feliz del mundo, y cuando les pregunté a los daneses a qué se debía, todos contestaban lo mismo: “Tenemos una muy rica vida social y en comunidad”.
Y es cierto: me costó muchísimo conseguir entrevistas después de las 4 de la tarde, porque a esa hora todos, funcionarios, académicos, empresarios, tienen sus actividades de recreación, ya sean clases de karate, o natación, o lectura... Se trabaja muy pocas horas y el gobierno estimula las actividades comunitarias. Hay una ley por la cual todas las oficinas públicas y los colegios tienen que dejar lugares libres después de hora para grupos que se reúnen en distintas actividades. Por ejemplo, coleccionistas de estampillas. En Dinamarca, con apenas 5,7 millones de habitantes, hay tres veces más clubes de filatelia que en México, que tiene 128 millones de habitantes. Además, muchos participan en grupos de voluntarios: desde salvar las focas hasta revitalizar barrios pobres. Fui a un bar en uno de esos barrios, y los mozos y las mozas trabajaban allí sin cobrar. Una moza me dijo: “En casa estaría tirada viendo televisión”.
–En el libro decís que la promoción de la felicidad es un propósito explícito en muchos países. Incluso hay dependencias o ministerios que se ocupan específicamente de eso.
–Todos esos países tienen políticas de fomento de la felicidad. En Gran Bretaña es una política de Estado. Desde hace 10 años miden la felicidad en forma permanente y sobre esa base adoptan medidas. Hacen 13 encuestas por año, y a veces más, para preguntarle a la gente cuán satisfecha está con su vida, o qué problemas tiene… Hoy, gracias a la inteligencia artificial y a la minería de datos se pueden procesar todas las respuestas y encontrar áreas de descontento, focos de infelicidad. Por ejemplo, en determinada calle de una ciudad. Entonces, envían asistentes sociales y se disponen medidas para esa calle. No hacen un plan de millones de libras para todo el país: acciones focalizadas, específicas para cada lugar.
Otra cosa fantástica que tienen allí son los recetadores sociales. Crearon el trabajo de recetador social porque descubrieron que el 20% de la gente que va a un hospital no necesita una receta médica, sino una “receta social”. Muchos van al hospital y se quejan de algo, pero les hacen estudios y comprueban que no tienen nada: su problema es que están solos, tristes, angustiados. No necesitan medicación, sino compañía, socializar. Entonces crearon la figura del recetador social, que es un empleado del hospital que tiene una base de datos con 10.000 grupos comunitarios y le propone a la persona, según sus gustos, intereses y cercanía, sumarse a esos grupos. Además, se ocupa de llamar al organizador del grupo para asegurarse de que la persona sea bien recibida. Incluso hace un seguimiento con el paciente durante semanas y meses para saber si todo va bien. Es una gran ayuda para esas personas y el Estado se ahorra una millonada en gastos hospitalarios, medicación, estudios…
–Estuviste en los colegios de la India donde se imparten clases de felicidad, pero no como taller o algo recreativo: lo llamativo es que es una materia troncal.
–En las escuelas públicas de Nueva Delhi es una materia obligatoria y se da todas las mañanas, una hora. Estuve en esas clases, sentado en un pupitre, y me parecieron fascinantes. Yo pensaba que serían un relajo, como las de música o dibujo que teníamos cuando éramos chicos. Y no. Los lunes, por ejemplo, los chicos aprenden a meditar: meditación guiada. La maestra les pide que cierren los ojos y se concentren en los ruidos externos; pasan 20 segundos y les pide que se concentren en la punta de sus dedos; después, en sus orejas... Y los chicos, que habían entrado en el aula como un tropel, gritando, al rato están hechos una seda y focalizados. Pero lo que más me impresionó fueron las clases de tolerancia al fracaso, los martes.
Como cuento en el libro, las maestras no pontifican sobre el tema, porque eso no sirve. Les cuentan historias reales de superación de personas famosas que los chicos conocen. Por ejemplo, lo de Messi en el Mundial de Qatar. La maestra les dijo que después de perder en el debut con Arabia Saudita, una derrota terrible, Messi declaró a la prensa algo así como: “Fue un golpe muy duro, pero somos un buen equipo y un grupo fuerte. Ya dimos vuelta la página”. Y que, efectivamente, a partir de ahí ganaron todos los partidos hasta ser campeones del mundo. Después de eso, la maestra les pidió a los chicos que relataran sus propios fracasos, y al terminar les dio como tarea que escribieran eso que habían contado y que pusieran qué habían hecho para recuperarse.
–Interesantísimo.
–Sí, porque así se familiarizan desde muy pequeños con la idea de que en la vida todos nos caemos y nos levantamos, y que no hay que ahogarse en un vaso de agua. Ojalá yo hubiera aprendido eso de chico. En algunas escuelas de Nigeria hay algo parecido: clases en las que les hablan de corrupción, o de conflicto de intereses, pero no en forma teórica, sino a partir de casos reales.
–De la lectura del libro surge que la felicidad o, en todo caso, la infelicidad, está adquiriendo estatus de cuestión clave. Como que todo el mundo se da cuenta de que hay que prestarle atención.
–Efectivamente. Está siendo abordada a nivel educativo, social, institucional, también en las empresas. Es un objetivo de políticas públicas cada vez en más países, a la par del crecimiento económico. Es importante destacar esto, porque hay muchos demagogos populistas, como el presidente de México, López Obrador, o como Alberto Fernández, que han utilizado la felicidad como una excusa para justificar sus fracasos económicos. López Obrador había prometido un crecimiento del PBI de 4% anual, y como no llegó ni a la mitad, entonces ahora dice que lo importante no es el crecimiento, sino la felicidad.
Alberto Fernández dijo algo parecido el año pasado. Es un disparate monumental: el crecimiento económico no es suficiente, pero sí indispensable para reducir la pobreza y que la gente sea más feliz. Lo que hoy se está planteando es que las dos metas vayan juntas: que se impulse el crecimiento junto con políticas que ayuden a aumentar la felicidad. Esa es la novedad, eso es lo que cuento en el libro. Lamentablemente, en América Latina no se está haciendo nada en ese sentido. Lo que hay es un chiste: hace unos años, Maduro creó en Venezuela el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social, y es un país que pasa hambre y en el que los supermercados tienen las góndolas vacías…
"Tienen un Comité Nacional de la Felicidad que estudia los proyectos de todo el gobierno y puede vetarlos si de alguna manera no está contemplado el factor humano o afectan el bienestar de la gente"
–Le dedicás muchas páginas a Bután, acaso un paradigma de compromiso con la felicidad.
–Es un caso que quería conocer porque allí, en ese pequeño país budista en el Himalaya, apretado entre China y la India, miden el producto bruto de la felicidad. Y en importancia lo han puesto a la par o por encima del producto bruto interno. Tienen un Comité Nacional de la Felicidad que estudia los proyectos de todo el gobierno y puede vetarlos si de alguna manera no está contemplado el factor humano o afectan el bienestar de la gente. Son apenas 770.000 habitantes, es un país muy cerrado, un reino, pero bastante democrático: hay elecciones, gana la oposición…
En el libro cuento que un día fuimos a visitar un monasterio budista y pude desayunar con los novicios, chicos de unos 12 o 13 años. Al llegar los saludé, y nada. Comían en silencio sin levantar la vista. Les dije que era periodista, que venía de Estados Unidos, y nada. Todos mis intentos para sacarles conversación fracasaron. Hasta que mi mujer se metió y dijo: “Somos de Argentina, el país de Messi”. Ahí, de pronto, todos dejaron de comer, levantaron la vista, sonrieron y empezaron a gritar: “¡Messi!”, “¡Messi!”, “¡Messi!”. Habían visto el Mundial, por supuesto. Me enamoré de Bután, por su espiritualidad y la belleza de los paisajes, el respeto a la naturaleza, pero al mismo tiempo es un país muy pobre, con su economía estancada y que sufre la emigración de los jóvenes. No puede ser señalado como ejemplo.
–¿Cómo son esas asociaciones entre países orientadas a combatir el descontento?
–Gran Bretaña, Gales, Escocia, Finlandia, Canadá y Nueva Zelanda crearon una alianza en busca del bienestar: quieren promover la llamada “economía del bienestar”. Lo que hacen es compartir experiencias: ver cuáles funcionan y cuáles no. Esto es muy nuevo, y entonces hay países que se unen para compartir lo que van aprendiendo. Es fundamental tener visión periférica, mirar lo que están haciendo otros y copiar lo que funciona.
–Desde hace varias décadas vivís en Estados Unidos. ¿Cuán feliz es hoy la gente allí?
–En el ranking de 137 países figura en el puesto 15, arriba de todos los latinoamericanos, que salvo Costa Rica [23] y Uruguay [28] están de 30 para abajo [la Argentina, 52]. Diría que allá hay un gran problema de depresión juvenil y, entre los adultos mayores, soledad. Tanto es así que en mayo pasado el Cirujano General de Estados Unidos, Vivek Murthy, anunció un plan nacional para aumentar la conexión social y combatir la “epidemia” de soledad. Y el mes pasado, el estado de Nueva York creó el puesto de “embajadora honoraria para el combate a la soledad”. Las autoridades del área de Salud están convencidas de que el aislamiento social deriva en enfermedades mentales y cardiovasculares, y que hay que hacer algo al respecto.
–En tu investigación hablaste con “gurúes de la felicidad”, que son consultados por gobiernos, instituciones, corporaciones… ¿Quiénes son esos gurúes?
–Tuve la suerte de poder entrevistar, entre otros, a Daniel Kahneman, el psicólogo social que ganó el Premio Nobel de Economía sin ser economista. Es uno de los máximos referentes mundiales en economía de la felicidad, y se lo considera el padre de la teoría según la cual el dinero compra la felicidad, pero solo hasta cierto punto. Si no te alcanza para comer o para llegar a fin de mes, no vas a ser feliz. Pero una vez que tus necesidades básicas están satisfechas, dice Kahneman, la curva de la felicidad se va aplanando. Es decir, si ganás 100.000 dólares al año y eso cubre tus necesidades, en caso de que empezaras a ganar 1 millón no es que tu felicidad se va a multiplicar por 10. El aumento de la felicidad no es proporcional al aumento de los ingresos.
A Kahneman también se lo considera el “Papa” de la economía del comportamiento. También me ayudó mucho para el libro Tal Ben-Shahar, uno de los máximos gurúes de la educación positiva. Yo sabía todas las cosas que dicen los libros de autoayuda, que las claves de la felicidad son la vida afectiva, el sentido de propósito, el contacto con la naturaleza, la actividad física… Pero había algo que no estaba en mi radar: el optimismo. Lo que aprendí es que el optimismo no es algo genético, que tenés o no tenés: se puede aprender y ejercitar. Cuento la investigación que hizo la Academia Nacional de Ciencia de Estados Unidos sobre 71.400 personas: se comprobó que los optimistas viven, en promedio, 6 años más que los pesimistas.
–Citás también el caso de las monjas de la orden de Notre Dame.
–Sí, claro. En la Universidad de Stanford estudiaron los ensayos de admisión a la orden hechos por monjas desde hacía más de 100 años. Cuando entraban al convento tenían que escribir las causas por las que querían hacerse monjas. Las pesimistas ponían: “El mundo es una porquería y yo quiero huir de todo eso, encontrar acá un refugio…”. Las optimistas decían: “Vengo para encontrarme con Dios, santificarme, hacer el bien…”. En Stanford leyeron esos ensayos y comprobaron, 100 años después, que las monjas optimistas habían vivido 10 años más. Yo hago mucho hincapié, sobre todo en el capítulo referido a las empresas, en la necesidad de desarrollar una cultura de optimismo realista. Por cierto, en estos momentos qué bien vendría esa cultura en la Argentina... El optimismo te da más energía, más creatividad, más dinamismo, y te hace más feliz. No te garantiza la felicidad, pero el pesimismo sí te garantiza la parálisis, la inercia, la complacencia y el fracaso. Hay que fomentar el optimismo a nivel personal, empresarial y también a nivel país.
–Un ejemplo de optimismo realista es la historia que relatás de los dos ejecutivos ingleses que van al África.
–No sé si es una historia real o una leyenda, pero ayuda mucho a entender de qué se trata. En el año 1900, dos ingleses de una fábrica de calzados van al África para explorar ese mercado. A las 24 horas, uno de ellos le manda un telegrama a su jefe: “Malas noticias, acá todo el mundo está descalzo. Me vuelvo a Londres”. El otro, que había visto exactamente lo mismo, también manda un telegrama: “Buenísimas noticias, acá todo el mundo está descalzo. Tenemos una gran oportunidad”. Muchos estudios sostienen que el éxito no conduce a la felicidad, sino la felicidad conduce al éxito. Pura lógica. La gente infeliz vive deprimida, se arrastra cuando va al trabajo, es improductiva.
–¿Cómo están encarando en el mundo corporativo este desánimo generalizado?
–Muchas empresas están creando el puesto de director de Felicidad. Yo entrevisté a varios, de grandes corporaciones multinacionales, como Deloitte, que tiene más de 300.000 empleados. La directora de Felicidad de Deloitte me dijo, por ejemplo, que organizan guardias rotativas para que los que atienden clientes en todo el mundo, con los distintos usos horarios, no tengan que estar leyendo mails después de las 6 de la tarde. Acciones como esa surgen de consultas que les hacen a los empleados. En el mundo hay un problema terrible con las cifras de burnout, el agotamiento laboral. Solo el 20% de la gente se siente estimulada por su trabajo; el 62% se siente indiferente, y el 18% se siente miserable. Y está comprobado que las empresas con gente feliz son mucho más innovadoras, creativas y productivas. En Netflix empezaron con un régimen de vacaciones sin límites.
–Venís todos los años al país: ¿cómo estás viendo a los argentinos?
–La Argentina está atravesando una gravísima crisis económica y eso obviamente repercute en el ánimo. No hay que ser un gran observador para darse cuenta de que la gente no está bien. Pero creo que el triunfo de Milei puede ser una enorme oportunidad para terminar con el desastre del populismo kirchnerista, que Massa también representaba. Claro que Milei tendrá que dominar sus impulsos narcisistas y darse cuenta de que necesita una alianza. Una alianza duradera, programática, con Macri, Patricia Bullrich y otros sectores de centro y centroderecha. Por los nombramientos que ha hecho, por ahora parecería que lo entiende. No va a poder gobernar solo con su hermana.
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