Antes de internet
Juntar dos latas de chocolatada, sacarles la etiqueta amarilla, la del conejo, hacerles un agujero en el centro para pasar un hilo grueso que las una con la distancia suficiente para conectar las ventanas del primer piso y del tercero que dan al pulmón del edificio. Tirar de la lata de un lado para que haga ruido del otro y hablar por allí. María, ¿querés venir a jugar al memotest?
Reunirse con amigas y charlar sin parar, charlar porque hay algo que decir y no porque es gratis.
Agarrar la agenda para llamar a una compañera de colegio, saber que el número es el correcto pero preguntar igual, por educación, por protocolo. Hola, ¿familia Estévez? Sí. ¿Está Lucila? ¿De parte de quién?
La Citanova con velcro y stickers de Garfield y los repuestos cada fin de año.
Una visita no anunciada porque no hay forma de anunciarla porque no hay celular a mano o porque no hay monedas para un teléfono público o porque el locutorio está cerrado.
Confiar en que las cosas van a suceder sin recordatorios, sin mensajes o chats de último momento, aunque hayan sido planeadas varios días antes. Encontrarse con un amigo en la puerta de la heladería el miércoles a las 16, en pleno calor, como se había arreglado.
Tardes completas mirando vidrieras o buscando algo sin saber dónde.
El equipo de música y el mueblecito alargado para guardar los CD y escucharlos de a uno porque todavía no existe ese lugar donde está toda la música y, al mismo tiempo, ni siquiera hay marco para imaginarlo.
Pasar días con incertidumbre porque no hay otra forma si no es la memoria para saber cómo se llama la actriz que estuvo en la película Laberinto con David Bowie. Despertar una mañana después y levantarse con el nombre en la cabeza. Jennifer Connelly, eso, Jennifer Connelly.
Las horas encerradas en una habitación y en completo silencio –avisarle a la familia que no interrumpa nunca, por favor– para sentarse frente a la radio a esperar esa canción y cuando aparezca apretar con una coordinación que si no era perfecta era fatal las teclas Play y Rec y grabarla y después escucharla y rebobinar y volver a escucharla y rebobinar.
Aprender de memoria una dirección, la de la casa de la abuela, sobre la calle Rivera, esforzarse por recordarla o anotarla en un papel y guardarla en la billetera rosa de Rainbow Brite.
Salir de casa solo con las llaves y un poco de dinero, en australes.
Perderse en la calle y preguntarle a un desconocido cómo llegar a tal sitio porque la Guía T quedó en casa, sobre la mesita de la entrada.
No poder saber de todos todo el tiempo ni padecer la culpa por no llamar.
Salir del colegio apenas termina la clase para caminar rapidísimo con la adolescencia hecha un fuego las siete cuadras hasta llegar a casa y a tiempo para ver la telenovela de las 13, la de esos besos, porque solo se emite a las 13, porque no se repite, porque lo que no se ve en el momento no se ve nunca más, porque no hay dónde encontrarlo, no hay otra chance.
Comprar enciclopedias en tomos y acomodarlas una al lado de la otra en la biblioteca del living y guardar los recortes de revistas como Billiken o Anteojito sobre próceres o animales que pudieran servir para un trabajo práctico de la escuela.
Esperar en una fila inmensa para hacer un trámite, quizá leer un libro, y saber que eso es lo único que se puede y que se tiene que hacer en ese momento porque no hay manera de hablar por teléfono para pedir turno con el médico o de responder a un pedido del trabajo.
Mirar por televisión todos los sábados en canal 13 Cuentos asombrosos, uno detrás del otro, sin aburrirse, sin agotarse, sin distraerse.