La sociedad vive (y sobrevive) esperando el temblor
“Si no te das un gusto, vivís triste”. “Estamos en una economía de guerra: si vemos una oferta compramos cualquier cosa, porque sabemos que mañana va a aumentar”. “El argentino perdió la fe en ahorrar, entonces si tiene algo de plata, la gasta”. “La plata no sirve para invertir en nada, hay que gastarla toda”. Estas cuatro citas textuales que relevamos en nuestro focus groups de humor social concluidos el 12 de julio, sintetizan, como un perfume en extracto, el clima de la época.
Comprendiendo el sentir profundo de las personas, ya no llama la atención que en estas vacaciones de invierno estén tan a pleno los centros de esquí del sur del país como las plazas y parques de la ciudad de Buenos Aires. O que la película Barbie haya tenido el mejor estreno desde 2019, vendiendo en apenas 3 días más de 750.000 tickets, o que en el primer semestre de este año casi 22 millones de personas hayan ido al cine, acorde con las estadísticas de Ultracine. Estamos hablando, en promedio, de una cifra similar a la mitad de la población del país. Tampoco sorprende que sea prácticamente imposible conseguir una entrada para los principales partidos de fútbol para quienes no son socios ni tienen abonos.
Decir que todo este movimiento es un fenómeno de “los ricos” o de “la clase alta” es no solo subestimar lo que está sucediendo, sino, sobre todo, falso. Por supuesto, no son “todos” pero sí “muchos” los ciudadanos que asumen estas posturas. Sobre todo, muchos más de lo que podría suponerse. En una sociedad donde se cristaliza una configuración dual, aquellos que tienen algún resto que excede lo mínimamente esencial se suben como pueden a esta “válvula de escape”, aunque sea utilizando los ahorros. Como consumidores, los ciudadanos se están “quemando el capital” para evitar “quemarse ellos”.
Suponer que por ello la sociedad argentina “enloqueció” es también un mal análisis. Todo lo contrario. Pocas veces estuvo tan cuerda y consciente de la realidad como ahora. La gente sabe lo que pasa. Tiene claro que lo que viene será muy complejo y que llevará años arreglar el estrago que sufre el país. Lo que sucede es que encontró una manera novedosa de enfrentarlo. Podríamos decir que, al menos en hipótesis, la sociedad argentina se volvió, luego de la tragedia que atravesó en 2020/2021, en un cuerpo colectivo más lúcido.
En su ensayo La segunda vida, el filósofo francés François Jullien explora en profundidad la esencia de la lucidez y lo que la distingue de otras magnitudes del pensamiento humano. Con un enfoque original, propone: “La lucidez no es la inteligencia cuya propiedad es la comprensión. Tampoco es el conocimiento, pues este deriva más decididamente de una adquisición. Mientras que el conocimiento se extiende por ámbitos y disciplinas, la lucidez es una capacidad global que no se deja parcelar ni se enseña. La lucidez ha surgido de un devenir: uno deviene lúcido por experiencia. La lucidez es un nivel al que accedió la conciencia a partir de lo que se ha vivido y atravesado”.
Jullien vincula el concepto de lucidez con los hechos límites, trágicos y dolorosos que al exponernos a nuestra vulnerabilidad nos dejan desnudos frente a nosotros mismos. Su tesis propone que se puede acceder a una segunda vida en un proceso que no implica un punto de inflexión, sino una lenta disolución de lo primero mientras en simultáneo emerge lo segundo, a partir de esa lucidez que nace como consecuencia de haberse enfrentado al trauma. Igualmente aclara: “No todos aquellos que han sufrido experiencias negativas se han vuelto lúcidos por ello, también hace falta una colaboración del sujeto. La lucidez me llega por todo lo que he vivido y que ha disuelto y deshecho poco a poco lo que oscurecía mi consciencia”.
Más pragmáticos y lúcidos
Esta sociedad más pragmática y lúcida ya no cree en soluciones mágicas, atajos y simplificaciones. Tal vez sea esta nueva lucidez la que la volvió consciente, de un modo inédito, sobre la densidad y la complejidad de los problemas que abruman al país y a sus habitantes. Nos encontramos en los grupos de investigación con pensamientos donde se mezclan el pesimismo con el realismo: “2024 va a ser un año duro”, “la recuperación no puede ser de un día para el otro”, “va a haber que esperar, será un año complicado, igual o peor que este”, “será sumamente difícil, arrastramos cosas de mucho tiempo que venimos pateando para adelante”, “va a estar peor que ahora hasta que las cosas se acomoden un poco”, “bastante duro por la inflación y los precios, no van a bajar rápido”, “el dólar se va a $1000″.
Es lógico entonces que, frente al período electoral que se avecina, las expectativas sean mayoritariamente bajas. La idea de vivir en un loop permanente que lleva décadas donde “salimos y pasa algo, salimos y pasa algo”, para terminar siempre un poco peor, es motivo suficiente para el descreimiento. La progresiva toma de conciencia sobre una degradación transversal que se ha vuelto crónica le otorga mayor cohesión al registro ciudadano.
Se perciben además hechos concretos que laceran, con razón, el “orgullo país”. Desde hinchas de equipos brasileños que tiran papelitos en la cancha con billetes de 1000 pesos hasta la comparación con otros países vecinos como Uruguay, Paraguay, Chile o Bolivia, donde el contraste en la dinámica de las últimas décadas es notable y evidente. Ellos mejoraron, nosotros empeoramos. Ellos subieron, nosotros bajamos. Su plata, para nosotros, vale. La nuestra, para ellos, no. Con la nostalgia de quien no quiere soltar del todo aquello que alguna vez le resultó tranquilizador e inspirador, se abrazan todavía a uno de nuestros grandes mitos fundantes: el del país rico. ¿Qué dicen? Lo que asumen como una verdad que duele: “Somos un país rico al que lo han empobrecido”. Acercándonos al domingo 13 de agosto, surgen adicionalmente el temor sobre lo que podría ocurrir el lunes 14 y también la ansiedad por presumir que nos acercamos a una instancia en la que, para bien o para mal, se develarán muchas incógnitas.
En el fondo, hoy los argentinos viven (o sobreviven), según la situación de cada uno, esperando el temblor. Saben que tarde o temprano llegará. Que está todo trabado y que el sistema cruje cada vez más. Que habrá que hacer el ajuste. El tema es cómo, cuándo, cuánto, de qué manera, sobre qué, sobre quiénes, a cambio de qué, con qué perspectivas de salida, durante cuánto tiempo.
No les hace falta tener las cifras que acaba de publicar la consultora 1816 (reservas brutas del Banco Central, US$25.429 millones; reservas netas, -US$7955 millones; reservas líquidas, sin contar el oro, -US$11.874 millones) para saber que “estamos al límite”. El tema es vox populi. La calle lo traduce con un clásico de todos los clásicos entre los fantasmas argentinos: “En cualquier momento explota todo”. Como siempre, los miedos no tienen que concretarse para afectar la emocionalidad, les basta con hacerse presentes. Con eso, una buena parte del daño está hecha, más allá de que lo que se teme que nunca ocurra.
¿Qué hacen con toda esa carga emotiva? La envuelven en el paquete colorido de una ilusión coyuntural, de corto alcance, de “vivir día a día”. Otro filósofo francés, Clément Rosset, se encargó de estudiar esta operación tan característica de los seres humanos en su ensayo Lo real y su doble. Allí afirma que “nada más frágil que la facultad humana de admitir la realidad, de aceptar sin reservas la imperiosa prerrogativa de lo real”. Señala que es una facultad que falla con tanta frecuencia que es mejor definirla más como una “tolerancia condicional y provisoria” antes que como un derecho de lo real a ser percibido. “Tolerancia que cada cual puede suspender a su gusto, tan pronto como las circunstancias lo exigen (…) Una interrupción de la percepción pone así a la conciencia al abrigo de todo espectáculo indeseable”.
Concluye el centro de su tesis desmitificando aquella idea de que los ilusos son ciegos. Todo lo contrario. Como ven, eligen no ver, mientras pueden. “En la ilusión, que es la manera más corriente de apartar lo real, no debe señalarse un rechazo de la percepción propiamente dicho. La cosa no es negada: tan solo desplazada, puesta en otra parte. Pero, en lo que concierne a la aptitud de ver, el iluso ve, a su manera, tan claro como cualquier otro”. La ilusión que eligió crear la sociedad argentina como mecanismo para tolerar la angustia, el desánimo, la ansiedad y la impotencia no habla de ceguera, sino de todo lo contrario.
Una canción icónica
En noviembre de 1985 Soda Stereo lanzó Cuando pase el temblor, una de sus canciones más icónicas. Tuvo múltiples interpretaciones –desde el terremoto de México dos meses antes hasta el orgasmo–. Fue el propio Gustavo Cerati, confirmando una vez más que su pluma y su poesía fueron siempre crípticas, quien declaró que en realidad se refería a un temblor emocional, a una catarsis, a los miedos y las angustias que siente una persona que está atravesando una situación límite y a la pregunta sobre qué sucederá y qué quedará cuando todo eso haya pasado. Se ha dicho también que en el trasfondo de esas palabras se escondía cierto mensaje esperanzador. Finalmente, algo cambiará y el temblor pasará.
La letra dice: “Yo caminaré entre las piedras. Hasta sentir el temblor. En mis piernas. A veces tengo temor, lo sé. A veces, vergüenza. Estoy sentado en un cráter desierto. Nadie me vio partir, lo sé. Nadie me espera. Sigo aguardando el temblor. En mi cuerpo (…) Hay una grieta, en mi corazón, un planeta con desilusión. Sé que te encontraré en esas ruinas. Ya no tendremos que hablar (y hablar) del temblor. Te besaré en el templo, lo sé. Será un buen momento (…) (Despiértame) cuando pase el temblor”.
El inconsciente colectivo argentino parecería estar cantando en silencio una y otra vez la poesía de Cerati. En esos encriptados sentimientos de una sociedad más lúcida, pragmática y realista que elige refugiarse en la ilusión momentánea mientras espera el temblor, se esconden los secretos del futuro.
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