Tanques carbonizados, edificios destruidos y vidas partidas: un recorrido de 200 kilómetros que revela la desolación absoluta de la guerra
De Kramatorsk a Kharkiv, las ciudades ucranianas son mojones que muestran la destrucción a la que fue sometido el país desde el comienzo de la invasión
KHARKIV.- Tanques carbonizados a los costados del camino, cráteres, puentes destrozados, estaciones de servicio arrasadas, esqueletos de ómnibus dados vuelta, barricadas, trincheras, edificios residenciales desventrados, desolación absoluta, muerte en el aire.
A un año del comienzo de la guerra en Ucrania, un conflicto cada vez más intrincado, que ya no es una guerra entre dos países, sino entre dos sistemas de valores, una virtual nueva edición de la Guerra Fría, entender su entidad, su brutalidad, su capacidad destructiva, significa recorrer unos 200 kilómetros.
Es la distancia que separa la ciudad de Kramatorsk, en el norte de la disputada región del Donbass -epicentro de la guerra, zona que Vladimir Putin considera parte de la Gran Rusia y que quiere liberar de los “nazis”-, de la ciudad de Kharkiv, la segunda más importante de Ucrania.
Se trata de un trayecto de unas tres o cuatro horas, en el cual, solo mirando por la ventanilla, quedan más claros que nunca esos crímenes contra la humanidad que se le endilgan a Rusia, porque queda claro que fueron en su mayoría civiles los blancos de su brutal ofensiva.
El termómetro marca siete grados bajo cero cuando, a las ocho de la mañana, partimos desde Kramatorsk para “subir” a la ciudad de Kharkiv, en lo que se convertirá en un virtual escalofriante “tour de guerra”.
En Kramatorsk, que hoy es una suerte de base militar, solo se ven soldados, voluntarios de organismos internacionales, en una ciudad semivacía donde se la pasan sonando las sirenas antiaéreas. Saltó a la fama internacional el 8 de abril del año pasado, cuando unas mil personas, todos civiles, la mayoría mujeres y niños, se encontraban en la estación ferroviaria esperando un tren para evacuar, para irse hacia el oeste. Entonces, en uno de los más feroces ataques rusos, dos misiles masacraron a 59 personas e hirieron a otro centenar. Todo el mundo recuerda las imágenes de sangre, de personas mutiladas, entre valijas, en uno de los andenes de la estación.
Desde allí, hay que avanzar despacio hacia el norte porque la ruta está helada, hay pozos, cráteres. Pasamos por Sloviansk, ciudad que nunca llegó a ser conquistada por Vladimir Putin pero que debió ser evacuada porque estaba bajo ataque constante, que ostenta fábricas con chimeneas grises, símbolo de esta zona industrial del este, y varios edificios bombardeados.
Destrucción pavorosa
Pero es más adelante, a la altura de Dolyna, donde de repente asoma una destrucción aún más pavorosa. A la izquierda, recubiertos de nieve, saltan a la vista los restos de un monasterio cristiano ortodoxo que debió ser imponente. Google Maps indica que estamos en la localidad de Dolyna. Fue en mayo pasado que allí, al norte del Donbass, hubo combates violentísimos, que ni siquiera respetaron este lugar religioso. Se ve el esqueleto de un campanario violado, que no perdió su veleta dorada con la imagen de un ángel a caballo. También hay restos de un auto, una casa destrozada, un crucifijo de madera solitario dañado.
Nos detenemos no solo porque queremos sacar fotos e imágenes, sino también porque hay una brigada del Ejército ucraniano que está desminando la zona y está haciendo estallar en forma controlada explosivos dejados por los rusos. “Tengan cuidado, no pisen nada que no sea la ruta”, advierten los soldados. Poco después se oye una explosión que genera una nube negra. Los militares llaman a la calma. “Somos nosotros, los ucranianos, que estamos limpiando la zona, no son ellos. Tranquilos”, explican.
Se adivina que el monasterio que ya no existe era una construcción importante, de ladrillos blancos y campanarios plateados. En mayo pasado, días después de la destrucción de este sitio sagrado, la Iglesia ortodoxa ucraniana que estaba alineada con el Patriarcado de Moscú, reaccionó al bombardeo, tomó medidas y decidió cortar relaciones.
Al lado del monasterio, donde se hacían retiros espirituales, nos dicen, se ven esqueletos de lo que fueron galpones de alguna fábrica, también destrozados. Mientras el viento helado hace mover los restos de las chapas, nos damos cuenta de que no somos los únicos que aprovechamos la parada obligada para sacar fotos del desastre, de la destrucción. También unos militares se acercan con sus celulares a inmortalizar el horror. En ese momento, el silencio se rompe por tres helicópteros militares que pasan por allí volando muy bajo.
Seguimos viaje. En un check-point con bandera ucraniana y barras de cemento que marca que estamos saliendo del Donbass y entrando en la región de Kharkiv, hay que detenerse otra vez. Control de documentos.
Seguimos avanzando y el espanto de la ruta va in crescendo. Y es en Izium, localidad liberada en septiembre pasado, destrozada en un 80% y en cuyos bosques se encontraron fosas comunes con más de 400 cuerpos, lo más impactante.
Se ven monoblocks partidos en dos, arrasados, que exhiben la intimidad de vidas quebradas. Los departamentos, sin sus paredes, aparecen desnudos. Mirando hacia arriba, se ven cocinas intactas con sus cajones abiertos, salas con bibliotecas que quedaron al borde del precipicio, libros, revistas. Entramos en un edificio en ruinas y la cotidianidad arrasada, vulnerada, quedó ahí, en el suelo desordenado, en álbumes de fotos, platos, tazas, bolsos, juguetes, ropa, una tabla de planchar.
Aunque lo que más impresiona es notar ahí, en frente de los edificios derruidos, al lado de esos juegos para chicos que están intactos, tumbas improvisadas: pequeños altarcitos que recuerdan, con flores de plástico, unas velas recubiertas de nieve, unas imágenes de Cristo y la Virgen y fotos, que allí perdieron la vida personas de carne y hueso, no números.
Es un día de sol y el termómetro sigue marcando siete grados bajo cero. El frío hace doler las manos y la cara. Seguimos viaje pero hace falta un café. En una suerte de gran explanada comercial a la vera de la ruta donde hay camiones y autos estacionados, encontramos lugares abiertos. Paran allí también muchos militares ucranianos, que hacen fila frente a una parrilla donde están asando pedazos de carne de cerdo. A pocos metros, unas mujeres con pinta de cosacas con gorros de piel, tapados y botas, venden pescado seco y hongos en conserva.
En un almacén, Olga cuenta que regresó a Izium hace un par de meses. Como la mayoría de la gente de esta zona del este de Ucrania muy cercana a la frontera con Rusia, Olga se había escapado hacia el oeste. Después de la liberación de septiembre, como su casa está entre las que tuvo la suerte de quedar intacta, regresó. Dice que de vez en cuando se oyen explosiones, que hay cortes de luz, pero que quería volver, que es su casa, su tierra.
Equipos soviéticos
Ya acercándonos a Kharkiv, se notan algunos militares que están limpiando un poco la zona: con remolques, están retirando los resabios de la batalla: tanques destruidos, oxidados, que no se entiende si eran rusos o ucranianos porque los dos lados luchaban con equipamiento soviético, abandonados a la vera del camino.
En Chuhuiv, localidad que queda a 47 kilómetros de Kharkiv, también ocupada por los rusos y luego liberada, en un check-point nos advierten que hay que tomar otro camino, el de la izquierda. Hay un puente volado en el de la derecha. Como en las demás localidades, se cuentan con la mano los seres humanos que nos cruzamos y el denominador común es la destrucción.
Llegamos a nuestra meta, Kharkiv, considerado el centro cultural y educativo más importante de Ucrania, que fue capital en los primeros años de la República Socialista Soviética de Ucrania, famosa por sus anchas avenidas, su plaza de la Libertad -una de las más grandes del mundo- y su metro -que fue refugio cuando caían las bombas-, y la sensación es de alivio.
Sí, fue dañada, resistió en forma heroica al avance de los rusos y está en parte herida -fueron atacadas en el centro su famosa universidad y algunos palacios-, pero se la ve intacta. Es más, ya se encuentra en modo reconstrucción y se ve movimiento en ese sentido: grúas trabajando, gente llevando ladrillos y vigas, o limpiando resabios de guerra.
Aunque Kharkiv no está fuera de peligro: al llegar, nos enteramos que ha habido un enésimo ataque de Rusia, cuya frontera queda a tan solo 40 kilómetros. Cuatro bombas cayeron en pleno centro y dejaron dos heridos leves, según indicó el alcalde, Igor Terekhov.
Vamos al barrio residencial de Saltivka, en el noreste, es decir, en la zona más expuesta a los rusos que hace un año sitiaron Kharkiv, que fue el más fue golpeado por las bombas. Allí son pocos los que se han animado a volver. La diferencia entre quienes lo han hecho y quienes no, la marcan las planchas de madera aglomerada que se ven en las ventanas de los monoblocks de varios pisos, estilo soviético. “Si hay ventanas nuevas, quiere decir que hay gente viviendo allí adentro; si hay planchas de madera, quiere decir que no, pero las autoridades las pusieron igual para que no entre el frío”, explican.
La ciudad -que solía tener casi dos millones habitantes y luce vacía-, está empapelada por grandes carteles publicitarios de propaganda patriótica que intentan dar ánimo: muestran la foto de obreros de la construcción trabajando sonrientes, con la leyenda: “Kharkiv vive y trabaja”.
Aunque hay restaurantes abiertos donde parecería que ha vuelto la normalidad, cuando atardece y horas antes del toque de queda de las 23, Kharkiv, ciudad aun plagada de barricadas, trincheras y monumentos “invisibles”, protegidos por bolsas de arena, se hunde en la oscuridad.
Cuando le pregunto a Elena -artista de 41 años que nunca se fue, ni en los peores momentos a sangre y fuego, que siempre ayudó como voluntaria a la resistencia-, cómo se siente a un año del comienzo de una guerra palpable como nunca en un recorrido de 200 kilómetros, su respuesta es tajante: “Cansada, exhausta. Nadie viene a reemplazarnos. Los soldados sienten lo mismo. Pero soy lo suficientemente fuerte como para resistir ante cualquier desafío”.