Para quién se escribe
Aquella idea de cultura que se inspiraba en las producciones pasadas de la humanidad parece haberse desplazado a lo que se produce en un presente marcado por la velocidad y el acceso a una biblioteca virtualmente infinita; tal vez hoy pueda decirse qué se escribe y para qué, pero a qué lector está destinado tiene siempre algo de conjetural
Cuando Montaigne escribió sus Ensayos en la segunda mitad del siglo XVI, el lector imaginario era necesariamente una persona culta: la inmensa mayoría de la población no sabía leer. Y esa persona culta estaba formada, sobre todo, en la versión clásica, con predominio del mundo greco-latino e incursiones en la Biblia.
Montaigne era, él mismo, un exponente extremo de esa cultura porque su excéntrico padre había dispuesto que su primera lengua fuera el latín, y la habló antes que el francés; su educación le dio un dominio notable de los clásicos. Y ocurrió que, dejándose llevar por la peligrosa infalibilidad, confiara en la memoria para citar autores y frases en latín, con la consecuencia de incurrir en errores: unas veces porque la frase no era textual, otras por estar equivocada la atribución. Todo esto, rastreado por eruditos posteriores, que corrigieron sus textos con notas y aclaraciones. Las citas, incluidas sus confusiones, reflejan una época, además de mostrar la paradoja de que solo desde una gran seguridad es posible tener esas equivocaciones. En realidad, un pecado venial del conocimiento.
"La pregunta para quién se escribe apunta al corazón del “hecho cultural”, remite directamente al lector; y hay una variedad casi infinita de lectores"
La época pedía ese tipo de erudición, y los escritores no defraudaban: la tenían. Su amigo Étienne de La Boétie, en su Discurso de la servidumbre voluntaria, que debiera ser de lectura obligatoria porque desde el título nos está advirtiendo sobre una desviación de la política, también despliega una erudición sistemática para demostrar que el poder, cuando es absoluto (una mejor traducción para hoy sería “cuando no es democrático”), provoca alguna servidumbre. Abundan las pruebas de esa subordinación que está más próxima a la conveniencia que a la ideología; para llegar a esta conclusión hace un repaso de la historia de Occidente.
En los siglos siguientes esto se mantuvo; los escritores se respaldaban en el conocimiento acumulado por la humanidad. Y andando el tiempo, algún hartazgo produjeron: no se puede ser siempre ultraculto sin agobiar a la feligresía. Se empezaron a oír quejas a partir del Romanticismo, cuando el prestigio se mudó hacia los sentimientos, las pasiones, la sobreactuación o el gesto, y fue disminuyendo la necesidad de erudición en el discurso.
Esteban Echeverría comienza “El Matadero” diciendo: “A pesar de que la mía es historia, no empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes…”. Un llamado de atención irónico sobre el abuso de erudición explícita, y muchas ganas de pelear con los historiadores españoles de la época, a los que menciona expresamente. Muestra, de este modo, que había cambiado no tanto la idea de cultura como la manera de exponerla.
La pregunta para quién se escribe apunta al corazón del “hecho cultural”, remite directamente al lector; y hay una variedad casi infinita de lectores. Me abstengo del infinito, y rescato una explicación clara y aforística que oí a Javier Villafañe: “Escribo para mí y publico para los demás”. Esta fórmula, siendo básicamente cierta, necesita algún agregado para serlo totalmente, al menos desde mi experiencia. Por una parte, es cierto que se escribe para uno, pero en el mismo acto de escribir se cuela un “alter ego” cuya aceptación buscamos; necesitamos que ese cómplice (a veces tiene nombre propio, y lo conocemos) esté de acuerdo con el resultado. Y sucede algo similar cuando publicamos: siempre pensamos en algunos nombres propios, aunque estemos esperanzados en que la aceptación sea universal. Es decir, escribimos para unos pocos, entre los que estamos nosotros mismos, y publicamos para unos cuantos, con la esperanza de que esos cuantos se conviertan en muchos. Y es posible que el aforismo de Javier Villafañe siga siendo válido a pesar de que, desde entonces (algún día de la década de los ochenta del siglo pasado), se acumularon cambios en la historia de la cultura.
Una modificación bastante fuerte, que afortunadamente no prosperó hasta las últimas consecuencias, fue señalada por George Steiner al discutir la afirmación de Derrida: “Cada texto es un pre-texto”. Esto vendría a significar que todo texto pide interpretación, de donde podría deducirse que todo texto espera su exégeta; con el peligro mayor de que se escriba pensando en él. Este peligro implica entender que el texto, sin el crítico que lo explique, es una cáscara y no está completo. Raymond Chandler, unos cuantos años antes que Derrida, en El simple arte de matar, opinó lo contrario con su habitual socarronería: “El crítico jamás reconoce un mérito. Lo explica cuando se ha vuelto respetable”. Lo cierto es que aquella desmesura sobre texto y pre-texto deambuló bastante por las cátedras universitarias, y estuvo a punto de convertirse en verdad, como ocurre cuando algo, incluso un error, es repetido desde un sitio de poder. Este sistema interpretativo llevó a que, durante un tiempo, en los estudios literarios se leyera más la interpretación que el texto que le dio origen: el comentario y la explicación en reemplazo de la obra.
Hace algunos años conversé con un par de jóvenes que acababan de graduarse en la carrera de Historia, en la Universidad de Buenos Aires, sobre las Cartas Quillotanas, el espléndido epistolario entre Sarmiento y Alberdi. Mi entusiasmo, además de lo que significaron esas cartas en la formación de la Argentina, estaba en el distinto estilo de los protagonistas: Sarmiento pelea a sablazos, con su habitual vehemencia, mientras que Alberdi argumenta con un floreo de estilete. Eran dos caracteres en disputa, y un lujo para un lector; pero mi sorpresa fue saber que aquellos jóvenes conocían todo sobre las cartas, interpretaciones y consecuencias, pero nunca las habían leído. Una anécdota que ilustra bien aquello de texto y pre-texto.
Por supuesto, conocemos la importancia de la crítica y de la sistematización de la cultura, pero no es cierto que la interpretación (que no es otra cosa que una opinión de lector) sea lo fundamental; dicho de otro modo, no es cierto que todo lector necesite un lazarillo ilustrado. Tal vez no haya mejor lazarillo que la lectura frecuente. Por otra parte, se establece un error desde una discutible jerarquía, porque pareciera que la distinta calidad de la crítica (es inevitable que haya buena, mediocre y mala) se empareja cuando viene revestida de investigación y de cátedra, como si tuviéramos que considerarla fundada, profesional y acertada. Mi experiencia de lector no me anima a considerarla siempre así, y criticar al crítico es tan legítimo como que el crítico haga su tarea como pueda.
En una entrevista publicada por la revista Cuestionario, en junio de 1976, Borges cuenta su perplejidad al volver de una gira por los Estados Unidos, donde comprobó el fárrago que predominaba en las universidades de ese país y en las explicaciones literarias que daban a sus propios escritos: “El procedimiento se llama estructuralista, creo. Y yo les dije, les agradezco mucho, pero no acabo de advertir la importancia de todo esto. Por ejemplo, yo tengo un cuento que se llama ‘El Congreso’. Es un congreso de todo el género humano. En la mitad del cuento hay un episodio amoroso, y quizás lo puse para darle realidad al personaje. Bueno, esto se analizó así: El cuento se llama ‘El Congreso’; la unión sexual ha sido llamada a veces congreso; entonces tenemos un microcongreso dentro de un macrocongreso. Ahora supongamos que sea cierto, ¿qué se gana con eso? Es absurdo, no se dan cuenta de que una persona que lea así se priva de todo el goce estético”. Y sigue analizando su paso por esas universidades con ejemplos parecidos que, como sabemos, han dejado de ser patrimonio de los Estados Unidos y han mojado estas costas con vehemencia de arrastre.
Con otro alcance, Steiner sugiere en una entrevista de 1994, publicada en The Paris Review, que algún joven alumno pudo haberle dicho: “Acaben con esa basura. Esa alta cultura de ustedes es horrible y nos la hicieron tragar por la fuerza. Nadie nos preguntó si nos gustaba Goethe, y lo aborrecíamos”. Este berrinche tiene mucha carne para morder porque está proponiendo una nueva versión de cultura, distinta de la que había predominado hasta entonces. En esa acusación se oyen fuertes campanas de desalojo, con la idea de que la “alta cultura” es una rémora del pasado y, por lo tanto, violentamente prescindible.
Dejemos de lado qué es “alta cultura” y qué se propone estudiar ese alumno al ingresar a una universidad de estudios literarios, y acerquemos las razones que puede haber detrás de esa boutade, sabiendo que tal vez no represente la opinión general de todos los alumnos o de todos los jóvenes.
Por de pronto, me recuerda una opinión leída hace unos años, según la cual el ciclo histórico que está terminando (desde fines del siglo pasado) es en realidad el Renacimiento, la concepción de cultura de Montaigne. Esta idea apela al trazado de cinco siglos para explicar cambios realmente profundos. Al concluir la idea renacentista de cultura, caduca la concepción de que hay un apoyo verdadero en el pasado, y cambia la perspectiva de un modo radical.
Lo que estaría en crisis, y un comentario como el que expone en crudo aquel joven, sería la idea de que hay una entrega válida de una generación a la siguiente. Esa entrega, lo que quede de ella, ya no encuentra receptor, o lo que encuentra es un relativo desinterés, y a veces hasta fastidio en el receptor. Es como si, para las generaciones del presente, las anteriores ya no tuvieran mucho que aportar, y el crédito que tenían se hubiera diluido. El presente se apoya en el presente, y la selección que se hace del pasado es bastante arbitraria, depende mucho del azar: una especie de “modelo para armar” que cada uno compone según su gusto y posibilidades. El viejo y sensato consejo de Platón, “No aprendas, como un necio, por experiencia propia”, cae una vez más en desuso: la humanidad se empeña siempre en hacer una jactancia de la experiencia propia, celebrando el riesgo del error, pero también de la autoafirmación y, por qué no, del mayor conocimiento.
"Lo interesante sería analizar por qué en los últimos años ha decaído esa idea sólida de cultura, como si el interés ya no estuviera en lo que hizo la humanidad, sino en lo que está haciendo: no en el pasado, sino en el presente"
Que no todo pasado fue mejor lo sabemos y conviene repetirlo; y para cotejarlo con nuestro tiempo es suficiente con recordar algunas anécdotas del aprendizaje cultural que nos han llegado de sus protagonistas. Cuenta el doctor Johnson que en su época de estudiante (Londres, siglo XVIII) un profesor justificaba los azotes que les daba diciendo: “¡Hago esto para salvarlos del patíbulo!”. “Áspera medicina”, comentaría un lector de Cervantes. Pareciera que la experiencia de Kafka en Praga, a fines del XIX, no era mucho mejor: en una carta recuerda a un profesor de literatura que les leía aburridamente la Ilíada y de vez en cuando se detenía, levantaba la vista, y meditaba en voz alta: “¡Qué pena me da tener que leer esto a ustedes!”. Tampoco se presiente una pedagogía a favor si se recorre ese memorial del Imperio austrohúngaro que es El mundo de ayer, de Stefan Zweig: por ahí campea una denuncia a la abulia e incompetencia en la enseñanza imperial.
Salvando las distancias, que son muchas, y con el solo propósito de contar experiencias, recuerdo que los planes de estudios en la época de mi bachillerato ponían la atención en los períodos históricos concluidos, y nunca se llegaba al presente. El estudio de la Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Romanticismo y Modernismo ocupaba todos los años dedicados a la literatura; mientras que lo que se estaba escribiendo en esos días (Borges o García Márquez, como ejemplos de una lista interminable) no llegaba hasta el aula. Un problema serio si consideramos que las obras actuales sirven, entre otras cosas, para comprender el presente, con el añadido nada desdeñable de que el tiempo presente es el único que nos tocará vivir. También me consta, por cierto, el peligro contrario, el de los programas elaborados por profesores que eligen, para que sus alumnos lean y estudien, escritores de rigurosa actualidad, pero muchas veces de dudosa calidad literaria.
Pero, dejando de lado la posibilidad de error o de acierto (dos cosas inevitables), lo interesante sería analizar por qué en los últimos años ha decaído esa idea sólida de cultura, como si el interés ya no estuviera en lo que hizo la humanidad, sino en lo que está haciendo: no en el pasado, sino en el presente. Posiblemente este cambio trae cosas favorables y desfavorables, como sucedió más o menos siempre.
Y es inevitable remitirse a las nuevas y cada vez más presentes tecnologías. La velocidad que proporcionan, las posibilidades de un cosmopolitismo cierto o aparente, y la abundancia de información, saturan las necesidades y traen desinterés por la antigua cultura. Pareciera que, caída su utilidad, la idea antigua de cultura hubiera pasado a ser un artículo de lujo, incluso para los que tienen acceso a ella; un lujo sin el esplendor ni el atractivo que podría suponerse, casi un adorno en la conversación.
Es interesante advertir, sin embargo, que la posibilidad de disponer de ese pasado culto, levemente arrogante, es cada vez mayor. Cualquier persona, con una tecnología básica, puede tener una biblioteca completa en su bolsillo; el problema es qué hará con ella. Y lo que está también en el centro de la crisis es la velocidad de todo, la falta de tiempo disponible para pasar tardes enteras dedicadas a la lectura. Es decir, conviven las posibilidades con los impedimentos, y así estamos describiendo a la humanidad en todos los tiempos. Y seguramente, como en todos los tiempos, ese tipo de lectura demorada, subrayando párrafos, esté destinada a una minoría, y sea como siempre algo así como un secreto de iniciados.
Habría que aclarar que cuando se sugiere que la lectura es una necesidad, no se está hablando de erudición sino de curiosidad: nadie espera que un poeta lea a Quevedo para lucirse en una conversación. Erudición no es lo mismo que conocimiento: lo primero puede ser un catálogo brillante de datos sueltos; pero el conocimiento consiste en atar cabos, pensar, sacar conclusiones. Y es la mejor prueba de la curiosidad de un escritor: algo fundamental, no solo para su formación, sino para sus posibilidades.
Cómo leen las nuevas generaciones, para quién escriben, cuáles son sus referencias culturales forma parte de la dificultad para explicar el presente. En primer lugar, hay un error en el trato indiscriminado que supone referirse a “los jóvenes”, como si todos tuvieran los mismos hábitos, la misma formación y las mismas posibilidades; por lo tanto, como si todos leyeran lo mismo y de la misma manera. Por otra parte, el presente, lo que estamos viendo, es siempre lo que más se resiste al análisis, porque es la zona movediza donde las piezas están en juego y nos toca a nosotros hacer la selección, separar lo válido de lo desechable, con el riesgo de equivocarnos en ambos casos. Se agrega, como rémora inevitable, que los mayores juzgan a los jóvenes con datos que muchas veces tienen fecha de caducidad, y surge el repetido abismo generacional. El pasado puede interferir, y se puede juzgar con una valorización errada los propósitos de los protagonistas, como si estuviéramos jugando a juegos distintos, o haciendo trampas sin saberlo. Porque no creo que estemos ante una desvalorización del pasado, aun oyendo la queja del alumno de Steiner, y menos ante un intento de supresión de la memoria de la humanidad, sino ante la crisis de un sistema que se fundamenta en el pasado para juzgar el presente. Esto, a su vez, reposa en la concepción imbatible de que el tiempo efectivamente pasa, de modo que el pasado sirve como precedente, pero no como criterio obligatorio o árbitro del presente.
Una nueva época ha empezado, y pareciera que los prestigios, las lecturas, los méritos están cambiando seriamente. Las actuales y siguientes generaciones aplicarán su criterio, como es inevitable, que a ratos parece enteramente nuevo y a ratos una especie conocida que se vuelve a formular. Ni todo lo antiguo es pernicioso ni todo lo reciente es joven; y habrá que seguir remando con todo lo que somos, pasado incluido. Las modificaciones calan tan hondo en estos días que parte de la novedad consiste en que nadie, o muy pocos, se animan a pronosticar con seriedad a dónde vamos.
La pregunta para quién se escribe no tiene, como casi nada, una sola respuesta. Cada uno lo sabrá en el momento de hacerlo, y tendrá que mantener la esperanza de que su mensaje llegue a destino. Tal vez tenga razón Roland Barthes cuando dice que, para un escritor, escribir es verbo intransitivo: tal vez se pueda saber qué se escribe, y hasta por qué; pero ya no es fácil asegurar exactamente para quién. La intención puede estar explícita hasta en una dedicatoria; pero la llegada tendrá siempre algo de conjetura.