Reseña: Hotel Pelícano, de Agustín Caldaroni
Estar fuera de época es sintonizar con la época. Como le pasa al pintor español José Gutiérrez Solana, que luego de ser humillado públicamente por Filippo Marinetti, lo lleva de paseo con la excusa de presentarle la violencia ibérica en una corrida de toros y se termina vengando, tragos de ajenjo y estampas grotescas mediante, del adalid futurista en gira europea. Para el estómago del italiano, la realidad profunda del pueblo castellano es demasiado. A otros personajes de Hotel Pelícano, de Agustín Caldaroni, les pasa lo contrario: son las impostaciones de la actualidad las que les generan náusea, y luchan por encontrar algún resquicio de realidad en el que palpite algo verdadero. Pueden ser las luces de La Paz vistas desde el cerro, los recuerdos de primeras experiencias sexuales, el cuadro de dos pastorcitos en la casa de los abuelos o incluso los olores que vuelven de una ciudad visitada hace décadas; cuando no hay dónde hacer pie, los protagonistas de estos relatos se aferran a alguna imagen sensorial que brota al rescate desde la memoria.
La inocencia perdida es una línea común en Hotel Pelícano, pero cuando esa nota de nostalgia se entrevera con un anacronismo deliberado o con un desplazamiento espacial (un músico boliviano de viaje en Tokio), los relatos retoman con nueva potencia una tradición del realismo que parecía haber sido abandonada en la Argentina. La apuesta de Caldaroni surge ante un análisis de situación en el que la literatura mayoritaria ha sido diagnosticada como falsa, y ante lo cual se vuelve urgente recuperar tradiciones truncas que posibiliten una refundación del realismo.
Hotel Pelícano, de Agustín Caldaroni (El Fatalista), 190 páginas