Democracias y autocracias, ante dilemas de gobernabilidad
La situación político-institucional en Perú refuerza la ya perenne preocupación por los dilemas de la gobernabilidad democrática. Un país que experimenta una dinámica de inestabilidad y crisis de legitimidad desde hace décadas (en rigor, se apartó del Estado de Derecho durante el régimen de Alberto Fujimori, a pesar de los avances en materia de reformas económicas), en el que la administración Castillo es un caso prototípico de un gobierno destinado al fracaso desde el proceso electoral que lo consagró en un contexto de altísima polarización y por escaso margen. Carente de experiencia política y de gestión, con un sistema partidario fragmentado y minoría en el Congreso, Pedro Castillo hizo lo posible desde el comienzo de su mandato para acelerar un recorrido pletórico de escándalos de corrupción e irracionalidad en la toma de decisiones. Hasta el intento de autogolpe fue fallido. Algunos observadores sugieren que su reemplazante, Dina Boluarte, también arrastra sospechas tras su paso como ministra de Desarrollo e Inclusión Social entre julio de 2021 y noviembre pasado. En Conversación en La Catedral, publicada en 1969, Mario Vargas Llosa planteó aquel famoso interrogante aplicable a todos los países de la región: “¿En qué momento se jodió Perú?”. Difícil definir el punto de partida, aunque es evidente que aún continúa su mustio derrotero.
Perú nos deja otra enseñanza de cara al debate preelectoral en nuestro país: la estabilidad macroeconómica es necesaria para la gobernabilidad democrática, pero no suficiente. Si el sistema político funciona mal y no se dan las condiciones mínimas para que se consolide el juego democrático, la inestabilidad institucional genera un entorno de imprevisibilidad y riesgos muy significativos. Perú logró hasta ahora aislar las políticas monetaria y fiscal del frenesí y la confrontación permanente que caracteriza a una clase política que no encuentra piso en cuanto a sus comportamientos facciosos o corruptos. Esto no le impidió un crecimiento económico destacable, en términos comparativos, para una región con inconvenientes en la materia. Pero alcanzar los mecanismos para impulsar un desarrollo humano integral con posibilidades de movilidad social ascendente y estímulos para la consolidación de una sociedad moderna y democrática requiere un esfuerzo más amplio, ambicioso y sostenido. Ojalá que la Argentina alcance pronto los umbrales de estabilidad monetaria y solvencia fiscal de Perú. Pero reflexionando al mismo tiempo sobre cómo mejorar las reglas de juego en materia institucional. Nuestro sistema político es disfuncional, ineficiente, está divorciado de los criterios y las prácticas de la buena gestión y es incapaz de brindar bienes públicos esenciales a niveles nacional, provincial y local.
En este sentido, no puede soslayarse la polémica surgida en torno al viaje que un grupo de empresarios, jueces y funcionarios públicos hicieran en octubre pasado a Puerto Escondido, que el oficialismo intenta manipular para desacreditar a la Justicia en el momento en el que se conoció la condena a Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad. El lobby es una práctica normal y necesaria en una sociedad abierta y competitiva. Pero debe regularse de manera inteligente y aprendiendo de la experiencia internacional para evitar conflictos de intereses y sospechas de acceso preferencial en la influencia de determinados grupos económicos. El entorno actual permite y aun incentiva la especulación y la manipulación de la información para alimentar prejuicios y enlodar a actores públicos y privados que terminan siendo las víctimas del vacío legal existente. Démosle a la Argentina una marco actualizado y eficaz para reglamentar la gestión de intereses.
Lo ocurrido en Perú y el acoso del FDT al Poder Judicial enfatizan la preocupación sobre nuevos y viejos dilemas de gobernabilidad democrática. Se observa una ola de pesimismo derivada de la combinación de liderazgos “no liberales” aunque surjan de la voluntad popular (buscan perpetuarse y manipular las reglas del juego para favorecer intereses personales o partidarios), con crisis o disrupciones económicas que afectan a amplios sectores del electorado, y amenazas de seguridad (más criminalidad, tensiones derivadas de problemas raciales, religiosos, identitarios o culturales). En muchos casos, Estados con limitaciones para imponer el orden público generan situaciones de violencia, aun con violaciones de los derechos humanos o descontrol de las fuerzas de seguridad. Finalmente, existen tensiones vinculadas a escándalos de corrupción, complejos procesos históricos de descolonización o debates ambientales que complican escenarios caracterizados por múltiples demandas poco o mal satisfechas. Los gobiernos están sometidos a dinámicas de desgaste extremas. Grupos organizados reaccionan y hacen sentir sus reclamos con métodos tradicionales o novedosos: gobernar se volvió una tarea tóxica y casi no existe “luna de miel” una vez que una nueva administración asume el poder.
¿Mal de muchos, consuelo de tontos? Estas dificultades de gobernabilidad no son exclusivas de los regímenes democráticos: también amenazan a los autocráticos, que parecían inmunes o más preparados para lidiar con el malestar ciudadano gracias a la supuestas “ventajas relativas” de carecer de elecciones libres y justas, una prensa libre o un sistema de división de poderes y frenos y contrapesos. Sin embargo, la evidencia contemporánea sugiere que la ausencia de derechos fundamentales o incluso el terror ya no desalientan las protestas ni domestican segmentos que deciden desafiarlos. En China, el régimen de Xi Jinping se vio obligado a relajar las restricciones impuestas ante un rebrote de Covid-19 dadas las impactantes protestas y el riesgo de que escalaran y terminaran en una represión masiva como ocurrió hace más de tres décadas en Tiananmen. The Economist considera que Rusia se volvió un “Estado fracasado” y que su crisis generará serios problemas dentro y fuera de su territorio. La muerte de Mahsa Amini en Irán desató otra rebelión que hasta hace poco tiempo hubiera sido considerada imposible. Una dictadura que solo en 2022 cometió al menos 500 asesinatos, cifra que aumentaría si pudiera accederse a más información, debió reformar la Policía de la Moral, el órgano de seguridad encargado de perseguir mujeres de cualquier edad por las calles para garantizarse de que llevaran el velo obligatorio. Las elecciones municipales en Cuba del 27 de noviembre pasado son otro ejemplo de la erosión de las autocracias: buena parte de la ciudadanía no fue a votar y se registró el nivel de participación más bajo desde 1976. El miedo, la sumisión y el control de los pares que explicaban la alta participación de los cubanos en simulacros de elecciones donde nunca hubo competencia real ya no influyen tanto en el comportamiento de una sociedad hastiada del aislamiento, la pobreza extrema y la represión del totalitarismo liderado por Díaz-Canel. El impacto del movimiento Patria y Vida marca la pauta: ni la dictadura más vieja, sangrienta y corrupta de las Américas tiene la fortaleza de la que gozaba antaño, a pesar de la complicidad de muchos gobiernos amigos, incluido el de Alberto Fernández.
Las demandas se multiplican y atraviesan democracias y autocracias. Conflictos históricos se combinan con disrupciones recientes (la pandemia, la crisis energética derivada de la invasión de Rusia a Ucrania, el cambio climático), generando escenarios cambiantes y cada vez más complejos.