La necesaria evaluación docente
En educación, en todo tiempo y lugar, los recursos son escasos. Y es natural que lo sean, dado que existirán siempre tareas pendientes, procesos por iniciar, inequidades por corregir, asimetrías por disminuir, nuevas necesidades por atender, generaciones con nuevas inquietudes, recursos novísimos por utilizar y antiguos por reciclar.
La educación es un proceso inconcluso por naturaleza, en términos humanos y económicos. Su potencia no está solo en lo que logramos y podemos medir con evaluaciones micro o macro, sino en lo que vendrá, en la heterogeneidad cualitativa de sus resultados extendidos en el tiempo. La noción de misión cumplida, en una tarea que navega entre las aguas agitadas de la ciencia social y la pura artesanía, radica en la conciencia de lo que nos queda por hacer luego de terminar el escalón previo que nos afanamos en solidificar. Pero a pesar de ello, realizar pequeños ajustes de bajo costo puede traer grandes mejoras.
Un activo económico es un recurso con valor económico, tangible o intangible, con capacidad de generar un beneficio presente y/o futuro. En función de la empresa que tengamos entre manos, buscaremos el mejor que podamos con relación al objetivo perseguido y trataremos de sacarle el mayor provecho posible. Y como queremos permanecer en el tiempo, cuidaremos la fuente de esos recursos con delicadeza y mente previsora.
En educación el activo principal es el docente y una parte sustantiva de lo necesario para que se dé un proceso de enseñanza-aprendizaje óptimo depende de sus atributos, competencias y cualidades. Lo obtenemos en los institutos de formación y en universidades, y la base estructurante (nunca inamovible) de sus capacidades se conforma en niveles paralelos a los de su educación formal: en su entorno sociocultural y económico y, crucialmente, en la intimidad de una vocación individual.
Ese activo debe ser moldeado con solidez y exigencia, porque su responsabilidad comunitaria es alta, dado que los efectos de su tarea entrañan un impacto individual, social, cultural y económico relevante. Es por ello que su formación debe ser revalidada de manera regular para evitar la chatura, la anomia y la comodidad en un cargo. Su formación continua es clave, pero no debe convertirse en un mero credencialismo que acumule certificados sin el agregado de una evaluación de competencias docentes pautadas regularmente.
El liderazgo pedagógico, el compromiso institucional y comunitario, la cooperación/tutoría para con los nuevos docentes son elementos necesarios a valorar y deben de encontrar también su modo claro de medición. Una reválida justa, periódica y razonable, de antecedentes y oposición, también. Y en este punto, lo que ocurre en el sistema universitario es un ejemplo, mejorable, a imitar y adecuar.
Incorporar este mecanismo no es un problema de recursos económicos. Es una decisión política clave que elevará la vara de la calidad docente. ¿O acaso los reformistas de 1918 y sus continuadores no exigían lo mismo en las universidades? ¿No rechazaban las designaciones de por vida, sin concursos periódicos? ¿Por qué no implementarlo, entonces, en todos los niveles educativos? Se trata de incorporar a la carrera docente criterios evaluativos simples y transparentes para potenciar los valiosos activos con que contamos, incentivándolos a la mejora, aumentando su calidad. Una palabra que se usa en todos los ámbitos de la vida, pero que rehuimos, refugiándonos en su polisemia, cuando hablamos de educación
Como razonan Richard Thaler y Cass Sunstein en su libro Un pequeño empujón, pequeños cambios, estratégicamente diseñados, con bajo costo económico, pueden resultar en transformaciones profundas en el comportamiento de las personas y en el desempeño de las empresas e instituciones. ¿Por qué no hacerlo en educación?ß
Periodista y profesor universitario