Vientos de cambio en un agónico fin de año
Vivimos un tiempo de ritmos vertiginosos. La hiperconectividad, las noticias veinticuatro horas, así como las demandas concretas de una crisis que no da respiro, nos instalan en la vorágine de un presente instantáneo que nos abduce en un torbellino. Ese mismo tornado borra la huella del pasado. Sin conciencia de la trayectoria, perdemos el timón de nuestro destino. Hasta hace poco, el fin de año representaba una transición en la que podíamos tomar distancia para recargar energías y restablecer contacto con nuestros sueños y deseos. Hoy el presente, marcado por la prótesis del celular, no da tregua. En días sin memoria, cada jornada es igual a la que le sigue. Sin embargo, acaso porque nuestra biología y la vida toda está organizada alrededor de ciclos, el cuerpo siente que la primera hoja del nuevo calendario, por efímera que sea, abre la oportunidad de una renovación.
Este fin de año, esa sensación de oportunidad también late en la esfera pública. Acaba de asumir un gobierno que prometió desandar prácticas y leyes que han determinado décadas de frustraciones y nos han dejado frente al abismo de la hiperinflación. En la mayor parte de la sociedad hay una expectativa de cambio que induce a creer que el viraje que el país necesita es hoy una posibilidad cierta; que seremos capaces de darle un sentido al daño que el kirchnerismo le produjo al país, y a tanta gente que cayó en la pobreza, en los últimos veinte años. Pero tengo al mismo tiempo la sensación de que algo vuelve a repetirse una vez más y conspira contra la oportunidad de salir del pozo.
Consciente de que el tiempo apremia, tanto por la espiral de la crisis como por la pérdida gradual de su poder inicial, Javier Milei decidió ocupar la cancha y apurar el partido con un decreto y un proyecto de ley que implican dar vuelta la matriz legal que regula la vida económica, política y social del país. Hay que reconocer, y es una virtud, que el Presidente puso en marcha lo que prometió en campaña. En cuanto a la profundidad de los cambios, no olvidemos que estas iniciativas no solo intentan dejar atrás setenta años de corporativismo, sino también casi dos décadas de kirchnerismo. En ellas se duplicaron los gastos del Estado mientras se lo colonizaba con militantes en procura de una hegemonía de partido único.
Milei salió con los tapones de punta sin cometer infracción alguna, pero al borde de la jugada peligrosa. Quedó claro que el DNU lanzado la semana pasada, que modifica 300 normas, no será convertido en ley y enfrentará los embates judiciales. Joaquín Morales Solá recordó que durante su presidencia Raúl Alfonsín apeló a un decreto para crear el austral, y Carlos Menem, por la misma vía, impulsó una reforma del Estado. A no rasgarse las vestiduras, entonces. Aun así, el argumento de que “ellos hacían lo mismo” no parece el mejor para quienes vienen a regenerar el sistema. El cambio, para ser de fondo, debe ir más allá de la economía.
Por otro lado, el Gobierno espera que el Congreso apruebe en un mes una ley ómnibus que incluye, además de una profunda reforma del Estado y cambios en casi todas las áreas, una amplia delegación de facultades legislativas al presidente. La urgencia es legítima, y es de esperar que los legisladores se sacudan la modorra propia de la era K para tratar el paquete a conciencia y con celeridad, de acuerdo a la demanda de una sociedad a la expectativa. Sin embargo, parecería que el Gobierno se equivoca cuando busca imponer sus iniciativas con intransigencia, sin discriminar entre la evidente resistencia de la casta, que no se ha hecho esperar, y el apoyo crítico a su gestión, que Milei necesita. Sin discriminar, tampoco, entre aquellas reformas urgentes y las que no lo son tanto. Esa falta de sensibilidad política pone en riesgo el imprescindible apoyo del radicalismo y del ala más conservadora de PRO, y con él, la suerte de su gestión. Bienvenidas la convicción y la firmeza, que harán falta para resistir y poner en caja la reacción de los que no están dispuestos a perder sus privilegios, pero eso no habilita a clausurar el debate necesario en los ámbitos abiertos de las instituciones democráticas.
El Presidente, parece, oscila entre el pragmatismo y el dogma. No halla todavía el equilibrio entre el plano de los hechos y el de las ideas. Cuando se aferra al liberalismo económico como si fuera la verdad revelada, o un credo cristalizado, aflora el líder mesiánico que pretende encabezar una refundación de carácter religioso. Como nunca se equivoca, ese tipo de líder no necesita ayuda y, en su guerra cultural, considera enemigos a quienes no comulgan con su fe. No deberíamos reincidir en eso.
Desde hace mucho, lo que falta en la escena política es conciencia de la propia falibilidad. Sin ella, no hay introspección posible. Y donde no hay introspección, no hay capacidad de autocrítica, presupuesto del diálogo. Por último, sin diálogo no habrá verdadera democracia ni oportunidad de cambio.
Que la vuelta de página del calendario traiga una renovación. Al menos, está en nosotros intentarla. En todos los planos. Feliz Año, queridos lectores.