Flora Lacave, la mujer que no pudo dejar atrás el dolor
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
"El Amenazado", Jorge Luis Borges
* * *
LINCOLN.- Las manos de Carlos Chávez se aferraban todavía al volante del auto cuando Flora Lacave, su mujer, le acarició el rostro y le pidió que no muriera: "Por favor, papi, por favor". Pero ya era tarde, porque varias de las 46 balas policiales que habían impactado en el VW Polo lo habían perforado mortalmente y el alma se le escapó, alucinada, cuando todavía miraba la boca de su compañera de toda la vida.
Entonces ella, en medio de un silencio certero y helado, buscó los ojos de Martínez, uno de los delincuentes que la había tenido como rehén, para que cumpliera con su promesa: matarla. Nunca supo Flora en qué momento se quebró los tobillos ni cómo sucedió, porque el dolor no se presentó jamás. Sólo comprendió que Carlos había muerto cuando vio que las manos del hombre que tanto amaba se resbalaban y caían del volante con las palmas vueltas hacia arriba.
Era el 17 de septiembre de 1999 y ya habían pasado más de 20 horas desde que tres delincuentes ingresaron en el Banco Nación de Villa Ramallo, en la provincia de Buenos Aires, para robar la bóveda y tomaron como rehenes al matrimonio; al contador de la entidad, Carlos Santillán, que también murió, y a otras tres personas, que luego liberaron.
Recuerda poco Flora, porque, tal como le dijeron los médicos, tiene secuelas del tiroteo y la memoria no le acompaña; se toca nerviosamente los dos anillos de boda que porta en un dedo de la mano izquierda, el de ella y el de Carlos, y nos ofrece café.
Y comienza a hablar de su marido, de las ganas de morirse que secretamente aún tiene, de cuánto lo amaba, de lo que hizo que desistiera de matarse, de la tristeza, de los domingos de soledad, de las fotos de su hombre, y las lágrimas la empañan inexorablemente, porque está empezando a contar una trágica historia de amor.
La noche anterior a la masacre hubo una premonición que Flora cuenta sonriendo, sin entender lo tremendo de la señal y de las palabras que utilizará en el relato. "A él le encantaba jugar al Family Game y me había enseñado. Ese día, como nunca antes, él perdía y perdía, y yo tuve que regalarle mis vidas para que se rehiciera y pudiera volver a intentar ganar. Nos divertimos como locos, porque yo jugaba muy mal y ahora era una experta. No sabés cómo le disparaban esas armas del jueguito y Carlos despotricaba contra las lucecitas. Y al día siguiente...".
Flora Lacave no puede seguir hablando porque llora. Nos pide que le tengamos paciencia, "por la memoria, ¿sabés?", y porque aún no puede creer lo que pasó, a pesar de sus cuatro hijos y de sus 11 nietos y de la cantidad de cosas de Carlos que todavía están en esta casa de Lincoln, que construyeron juntos y que ahora habita en compañía de una perra faldera.
-¿Cómo hizo para superar lo que pasó?
-Bueno, hay cosas que no se superan. Después del tiroteo yo recuerdo un gran silencio...
-¿Es verdad que le pidió a Carlos Martínez que la matara?
-Sí. Pero él me dijo que todo iba a salir bien y no disparó (se emociona), y todo fue muy extraño. Como yo tenía los dos tobillos quebrados no pude verlo más a Carlos después de muerto y estuve mucho tiempo internada y queriendo morirme, porque no entendía nada, me parecía mentira. Me ayudó mucho el padre (Mamerto) Menapacce, porque me peleé mucho con Dios.
-¿Y se reconcilió?
- (Hace una mueca) Sí... Es difícil. Yo, ese día, me di cuenta de cuándo lo mataron a Carlos. Yo vi el tiro que lo mató. Le miré la cara y con esta mano (señala su derecha) lo llegué a acariciar, pero las manos de él cayeron sobre el regazo. Ya estaba muerto.
-¿Y durante esas 20 horas que estuvieron cautivos no se dijeron nada con su marido? ¿Llegaron a hablar? ¿Pensó que se iba a morir?
-Cuando empezaron a decir que nos íbamos a ir (abandonar el banco), yo le dije: "Papi, no se qué va a pasar, dónde están los chicos ahora, pero pase lo que pase tenés que saber que te quise mucho, que te quiero mucho y que fui feliz", y el me respondió: "Yo también mami, pero no va a pasar nada", me dio un gran beso y me acarició. Fue lo último que nos dijimos.
Flora Lacave llora y habla casi en un susurro. Da un poco de vergüenza pedirle que siga el relato, porque es un dolor tan respetable el que trasunta, tan noble, que no es extraño que nos creamos intrusos en esa cocina de Lincoln, por la que entra un sol espectacular que no sabemos si Flora puede apreciar.
E insiste en su teoría de que las balas sólo vinieron desde el lado de la policía, que los delincuentes que iban con ellos en el auto nunca dispararon sus armas y que todo se trató de una cama política, aunque a ella no le importa nada.
"Carlos había tenido todo el tiempo colgado del cuello un collar con panes de trotyl, pero no parecía asustado. Pensá que a esa altura éramos tres rehenes. A Santillán (el contador) lo habían golpeado mucho y tenía las costillas quebradas, se les había escapado un tiro y estaban demasiado nerviosos. Y aún así Carlos los retó, porque les dijo que de esa manera no se trataba a una mujer."
* * *
Flora Lacave busca en su memoria todos los detalles de aquel día para que nos vayamos satisfechos y para que a ella también le queden claras las cosas que pasaron. Sabe, por ejemplo, que los delincuentes Martín Saldaña, Carlos Martínez y Miguel Hernández, todos menores de 25 años, estaban muy tensos porque desde el principio las cosas habían salido mal y porque se asustaron mucho cuando apareció la policía: "Ahí están los patas negras, decían".
Pero se le nubla un poco la memoria y se refriega los ojos tratando de poner todo en orden. Y no lo logra, porque la tristeza la traiciona.
-¿Tuvo la oportunidad en algún momento de escaparse?
-Sí. En un momento subimos a la casa (la del gerente, de donde la habían sacado a ella en camisón) y vi que la puerta estaba abierta, sin llave y que el que me había llevado con la pistola apoyada en la cabeza dejó el arma sobre la mesa, al alcance de mi mano y se lavó la cara.
-¿Por qué no escapó?
-Porque nunca hubiera dejado a Carlos...
-¿Cómo fue el después?
La pregunta desata en esta frágil mujer una pelea de fantasmas que no sabe si quiere convocar. Pero le hace frente. "Al principio no miraba las fotos de Carlos, pero tampoco lograba pensar en los contornos de su rostro, se me había borrado todo, todo, pero lo soñaba. Por suerte ahora descanso mejor.
-¿Y qué soñaba?
-(Llora) La única vez que lo vi bien en sueños me vino a decir que cuidara de los chicos.
-Entonces, le pidió que no se suicidara.
-Sí. Y no fue la única vez. Yo estaba internada porque tenía las piernas quebradas y me llamó el padre Menapacce, desde Tucumán. Como yo no podía atender, lo hizo mi hermana. Me acuerdo que ella entró en el cuarto y me dijo: "Flora, dijo el padre que no vayas a hacer lo que Dios no acepta, porque así no vas a estar con Carlos". (Llora más, se seca las lágrimas) Y mi hija lo soñó y él le dijo que íbamos a estar todos juntos.
Flora habla de sus captores con una familiaridad increíble y los menciona por su nombre de pila. No parece que hubiera rencor en sus palabras cuando se refiere a los que la maltrataron, a los que le colgaron explosivos a su marido, a los mismos que destrozaron las costillas del contador. Para ella, en su mundo lleno de Carlos, los delincuentes fueron y son, de alguna manera, víctimas de una traición política.
Y tampoco le importa el mundo en general, porque la cabeza de Flora atiende en clave de Carlos, de sus hijos y nietos. Y no lee diarios, no mira televisión, no le importa nada la política, a veces habla con sus vecinas y se siente avergonzada cuando la reconocen por la calle.
* * *
Flora es menuda, muy menuda, tiene la fragilidad de un junco, ojos de una bondad irreal y el pelo tupido y bien peinado que le llega casi a los hombros. No puede dejar de tocar su anillo de bodas, ni de restregarse las manos cuando habla del día de la masacre y sólo se endurece un poco cuando advierte, otra vez, que quiere hablar con Martínez, el único preso.
-¿Qué le quiere preguntar?
- Por el handy, porque ellos se comunicaban por handy. Por el arma que tenía, que no era una pistola y por el bolso negro que tenían y que nunca apareció. Ahí tenían el armamento y nadie sabe dónde está. Y, justamente, el policía que se llevó el bolso es el que se ahorcó.
-¿Ellos la maltrataron?
- La pasamos mal. Me acuerdo en un momento, cuando subimos a la casa, que uno de ellos dijo: "Mirá el gerentito la bodega que tiene", pero después estaban tan cansados como nosotros, le dijeron a Carlos que no me iban a hacer nada y a mí, que yo podría ser la madre. Eso me lo dijo Saldaña, el que murió en la cárcel.
(N. de la R.: La muerte de Saldaña en la cárcel se investigó como un asesinato).
-¿Sus hijos viven acá, en el pueblo?
-Sí. Después de lo que pasó todos dejaron las carreras que estaban estudiando y se vinieron acá. Lo único que yo le pedí al Banco Nación fue que les dieran trabajo y ahora todos son empleados.
Flora Lacave cuenta que los domingos son días fatales, crueles para ella. Recuerda siempre que ese día ella y Carlos se iban a pasear por el río, en Villa Ramallo, con una canasta con mate, porque a él no le gustaba estar encerrado.
Ahora, los domingos son para sus nietos y la cara le cambia cuando los menciona. "Pero a una cierta hora se van y ahí es cuando me siento tan sola..."
-Usted habla con mucha familiaridad de Martínez. ¿Dialogó mucho con él?
-Sí, la verdad es que él quería irse ese día, no quería estar ahí. Yo le pregunté por qué se había metido en una cosa así, y me respondió que no servía para estudiar, que el padre le pegaba y que con la plata que se llevara del robo le quería poner un vivero a la madre, porque a ella le gustaban las plantas. Entonces le dije clarito: "Cuando salgamos de acá, vamos a tener una charla vos y yo". Lástima, ahora, en la cárcel se debe haber vuelto una mala persona...
Para pasar sus días, Flora hace cerámica, teje, cocina, cuida a sus nietos, sale a caminar y ejercita su memoria, que cada vez la traiciona más. Vive para los demás, y "los demás" son su familia, la que reúne casi todos los domingos a comer, a charlar. Su nieto mayor fue el único que conoció Carlos y, en el living de la casa donde pasa sus días, los retratos de su marido y su nieto juntos, tienen un lugar especial.
Ella sobrevive y lo hace con tesón. Sobrevive, pero sin olvidar jamás que las balas asesinas de la policía terminaron de madrugada con el amor de su vida: Carlos Chávez.
("En qué hondanada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que brilla como un sol terrible
que brilla definitiva y despiadadamente.
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta
como el mar al que se hunde",
Ausencia, Jorge Luis Borges)
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