El cierre de escuelas convive con la falta de equipos y de conectividad en los hogares, y con problemas de acompañamiento familiar; la virtualidad también deriva en aburrimiento y más tiempo en la calle
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Cuartel V, en Moreno, es un barrio aislado. Olivia Casas, de 45 años, vive a unos 20 minutos de la ruta 24, donde todas las calles son de tierra y solo se necesita algo de lluvia para que todo se ponga en pausa. Ella tiene algo mercadería en el interior de su casa, que es de material, y armó una especie de almacén puertas adentro con el que mantiene a su familia. Hace dos meses torturaron y mataron a un joven de 18 años, que era amigo de Keny, su hijo mayor, en la esquina de su casa, justo en diagonal a donde ahora está sentada tomando un café y comiendo un chipá. Por eso dice que la zona va de mal en peor y lo que le quita toda esperanza de que la situación empiece a mejorar es su contacto diario con los chicos que le vienen a comprar. “Las nenas de 14 años traen plata y no pueden decirme cuánta plata trajeron porque no saben ni los números. Les pregunto de cuánto es el billete y no saben. Es muy triste”, se lamenta Casas.
Para Casas, como para otras madres del conurbano bonaerense, el cierre de escuelas para frenar los contagios de coronavirus que impuso el presidente, Alberto Fernández, y que luego apoyó el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, fue un golpe duro que se suma al desgaste que ya tuvieron el año pasado. Además, esta modalidad de clases a distancia que surgió por la situación sanitaria termina por desbordar lo que ya era una dramática situación educativa desde antes de la pandemia.
Sus días empiezan bien temprano. Ella tiene dos hijos en edad escolar, Ignacio, de 6 años, y Enrique, de 5, que corren por toda la casa, nerviosos y aburridos porque, según dice Casas, no tienen actividades para hacer. No porque la escuela no les mande material: el problema es que ahora le envían los archivos en formato PDF y su celular no le permite descargarlos, por eso hace tres semanas que sus hijos no hacen la tarea. Algo similar le pasa a Carmen Arzamendia, de 42 años. “Ella es mi comadre”, señala Casas. Arzamendia tiene dos hijos en edad escolar: uno de 14, que tiene una discapacidad, y no asistir a la escuela le está generando un deterioro motriz y cognitivo, y una nena de ocho que por ahora “aprende sola”.
Si bien para estas madres la interrupción de la presencialidad que se anunció la semana pasada complejizó la escolaridad de los chicos, al menos en el caso de los hijos de Casas, hace solo 15 días habían empezado a ir la escuela una vez por semana de manera presencial, por lo que las clases virtuales prácticamente no se modificaron desde marzo del año pasado.
A fines de ese año, había en la Argentina un 57,7% de chicos de menos de 14 años pobres, según las cifras del Indec. En total son 6,3 millones. Se trata de una suba en un año de casi cinco puntos y medio. Según la Encuesta de Continuidad Pedagógica, el año pasado, por falta de recursos materiales o emocionales para seguir las clases de manera virtual, un millón de alumnos tuvieron escaso o nulo contacto con la escuela en todo el país. Hasta ahora, de ese número de estudiantes solo entraron en contacto con el programa de revinculación 361.961 estudiantes. Es decir, que la educación de 640.000 alumnos aún está en suspenso.
“Nosotros hacemos mucho esfuerzo para que nuestros hijos no pierdan el ritmo, pero hay otras madres que no pueden o no le dan importancia, y bueno, luego vienen sus hijas y no saben ni los números o no saben leer a los 14 años. Yo les pregunto a las madres si eso no les preocupa y algunas me han contestado que no importa, que de grandes ellas se tienen que buscar un buen marido y listo”, relata Casas, que manda a sus hijos a la escuela 69 y a la Rodolfo Coronel, en Moreno. Dice que la 89, que es la que está más cerca de su casa, incluso antes de la pandemia tenía serios problemas y las clases se suspendían por falta de limpieza, por lluvia, o por lo que fuere.
Ella cuenta con internet. Primero contrató un servicio de tres megas y ahora uno de siete por el que paga 950 pesos por mes. Pero cuando lo vienen a medir siempre registran que, en realidad, cuentan con dos o tres megas, por lo que tener una clase virtual o descargar un video es prácticamente imposible. “Internet más imprimir en un kiosco las tareas es un gasto importante. De impresiones gastaba 500 pesos por semana. Ahora, como yo no les puedo enseñar, también les voy a contratar a una profesora de la iglesia que, por ser de la iglesia, cobra 100 la hora. Pero ya ves que no es fácil, yo tengo miedo de que este sea otro año perdido”, agrega Casas.
Por su parte, Arzamendia no cuenta con el servicio de internet. Como trabaja en un merendero tampoco puede estar en la casa encima de sus hijos, por eso consiguió una profesora particular que le cobra 500 pesos por mes por cada uno de ellos. “¿Si ellos no aprenden nada a dónde van a ir a parar?”, se pregunta.
Afirma que la falta de presencialidad en las escuelas terminó de desarmar la rutina de los chicos del barrio, y ahora a la tarde e incluso a la noche los ve caminando y jugando entre ellos cuando antes llegaban cansados de la escuela y la vida era más ordenada.
“Lo pibes andan de noche con gomeras, hacen lío, yo me dedico mucho a mis hijos porque no quiero que crezcan así. La escuela los ayudaba, ahora están nerviosos, salen a la calle, es un desastre. Me preocupa demasiado. Cuando escuché que suspendían las clases de nuevo me volví loca, hay muchos chicos que no hacen nada. Además, como padres tampoco podemos comprarles todo lo que les da la escuela”, opina Arzamendia.
Casas retoma la conversación y, mientras sonríe y mueve la cabeza como gesto de resignación, señala que en la escuela les piden que hagan actividades con “lo que tengan en casa”. Y dice: “Pero en casa no hay nada, no hay plastilina, lápices y todas esas cosas”.
El día está soleado y tranquilo. La mañana tal vez sea el momento más agradable, pero de noche la situación se complica. Casas es testigo de la degradación del barrio. Cuando llegó acá, hace siete años, el lugar era calmo y lo que ella dejaba afuera de la casa al otro día se encontraba en el mismo lugar. Ahora tuvo que construir una pared y ponerle púas en la parte superior para tratar de que no le roben.
Por eso Casas y Arzamendia tratan de que sus hijos estén conectados a la escuela como sea. Saben que los caminos de tierra de Cuartel V por momentos son intransitables, pero para ellas ese tipo de incomodidades no están dentro de las cosas que más les preocupan. El temor a que sus hijos queden aislados hoy pasa por un plano más metafórico: “Para mí la educación es fundamental, si no van a la escuela se van a quedar afuera de todo”, concluye Casas.
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