No teníamos cascos virtuales ni jueguitos digitales; tampoco los necesitábamos

Ya veníamos convenientemente adobados por 2001, Odisea del espacio, la increíble fábula futurista de Stanley Kubrick, que se había estrenado el año anterior, y que los chicos de aquella época admiramos con devoción no exenta de cierta inquietud (esos seres, mitad hombres mitad mono del principio, y la atronadora Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauuss, que musicalizaba de manera colosal a ese hueso dando vueltas por el aire que unía la prehistoria con el futuro hasta convertirse en una nave espacial). Por fin, toda esa ficción que veníamos consumiendo ávidos en el cine y también en la televisión, con las series Perdidos en el espacio y Viaje a las estrellas, se empezaba a corporizar en una realidad tangible ante nuestros asombrados ojos.
Todo sucedió en la década más estimulante y moderna que me tocó vivir de chico (sí, mucho más moderna que el tiempo que ahora transitamos): los felices años 60. Los Beatles, los happenings del Di Tella, los Rolling Stones, el boom de la literatura latinoamericana, Piazzolla, Borges, Bob Dylan y la revista Primera Plana, entre tantos otros buenos impactos. Estábamos bien lanzados hacia el futuro y solo faltaba que nos confirmaran que íbamos en el rumbo correcto si esos hombres alunizaban (verbo que entonces aprendimos a conjugar), correteban un rato por ahí y se volvían a casa sanos y salvos.
Acá todavía todo era mucho más casero y pueblerino: sin Internet ni celulares, ni teléfonos que comunicaran con países lejanos en el acto, la Argentina igualmente parecía acercarse al resto del mundo porque no había otro tema de conversación. Todo remitía a la Luna y a los visitantes que pronto se posarían sobre ella. Ya nos venían ilusionando de hace rato: Yuri Gagarin, el primer ser humano que salió a dar vueltas por el espacio; la perra Laika, pobrecita, que la mandaron allá lejos solo con boleto de ida; y la carrera entre las naves rusas Sputnik y las norteamericanas Apollo, que jugaban a su manera la Guerra Fría en la noche interestelar. Muy buenas entradas todas aquellas, pero ahora queríamos el plato principal: el hombre en la Luna. Y lo queríamos ya. Era la obsesión del momento del que hablaban las tapas de los diarios y las revistas, los programas con enviados especiales en la tele, las figuritas, los cohetes de juguete y hasta un juguito Pindapoy que venía en un envase de plástico con forma de luna llena, cráteres incluidos. No dábamos más de la ansiedad.
No teníamos computadoras ni freezer ni horno microondas. Tampoco, desde luego, redes sociales. Ni siquiera había llegado el color a la televisión pero, chicos de ahora, sepan una cosa: aquel mundo de entonces era bien tangible y para nada virtual. Nuestros héroes de carne y hueso –Neil Amstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, colgados en coloridos posters en nuestras habitaciones– estaban de verdad por encima de nuestras cabezas, en la estratósfera, disparados hacia el satélite natural de la Tierra. Estaba sucediendo. Era real. Un espectáculo global lleno de emoción y de tensión que no sabíamos si terminaría bien. Les aseguro que cualquier casco virtual o jueguito sofisticado de ahora son nada al lado de aquellas sensaciones de montaña rusa que todos tuvimos. Corazones de chicos latiendo fuerte y mirando por la ventana a la noche para ver si en esa resplandeciente esfera blanca descubríamos, en una de esas, al módulo lunar y sus pasajeros que tanto nos desvelaban.
Ese domingo 20 de julio de 1969, en la intimidad de nuestras casas, grandes y chicos, nos acurrucamos frente al televisor, cada cual con su propia familia, y todos juntos –nosotros, acá abajo y ellos, allá arriba–, dando ese pequeño gran paso para la humanidad. Fue una noche mágica e inolvidable.
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