Diego Peretti: “Mi paso por la psiquiatría me enseñó a no tenerle miedo a la expresividad extrema”
Sucedió en un balneario de Necochea. Sería 1970, año más, año menos. De la ronda de parientes, alguien desafía al niño Peretti, que ya mostraba algún don histriónico, a hacer "alguna morisqueta". Entonces él pensó que imitaría a alguien, sin revelar a quién. Y que si ellos adivinaban, eso querría decir que... "Decidí imitar a Jerry Lewis. Entonces hice una cosa así, con la mano cruzada [hace el gesto] que era muy típico de él. Y una tía dijo: «¡Parecido a Jerry Lewis!». Eso fue, no sé si como una victoria, porque yo no pensaba ser actor ni mucho menos, pero sentí que algo había ocurrido." En ése, el primer casting de su vida, quedó. ¿Ante quién quedó? Ante los primeros directores que uno tiene: los padres. Pero sobre todo, ante sí mismo.
Diego Peretti apaga el proyector de su Cinema Paradiso personal, ese cine imaginario donde todos exhibimos las escenas decisivas de nuestra niñez. Se prenden las luces. Ahora estamos en un bar de Belgrano, donde tiene lugar la entrevista, 45 años después de aquella Necochea. Los afiches con su cara cubren la ciudad. Está en tres obras al mismo tiempo: las películas Showroom, de Fernando Molnar, y Sin hijos, de Ariel Winograd; en teatro se luce, junto con Paola Krum, en La chica del adiós, de Neil Simon, con la dirección de Claudio Tolcachir.
-¿Cuáles son tus primeros recuerdos en relación con el cine y la actuación?
-Mi madre venía exiliada de la Guerra Civil Española, entonces tenía una formación de cine no europeo, sino del cine glamoroso de los 40 y 50: Marilyn Monroe, Charlton Heston, Richard Burton. Todos esos actores de la época de oro de Hollywood. Era muy fanática, ella y mis tías. En Necochea también se estrenaban películas importantes y nos agarraban en el verano. Ellas nos dejaban a nosotros jugando en el edificio y después llegaban hablando de la película. Todas prohibidas para 18. Eso me producía un gran enigma. ¿Qué veía mi madre que le generaba tanta admiración? "Algo debe haber ahí", pensaba. Hay dos películas argentinas de las que volvió con una gran fascinación. Una era Juan Moreira, de Leonardo Favio. Volvió shockeada. Y la otra fue La Mary.
-Todo pudo haber nacido de la pregunta: "¿Qué será eso que fascina a mi madre?"
-Exacto. Cuando pude empezar a ir al cine a ver esas películas, no paré. En mi época ya era El Padrino, El Francotirador, Atrapados sin salida, un montón de clásicos.
-Te hiciste médico, como quería tu padre.
-Sí. Él quería que yo tuviera un título y a mí también me gustaba el estatus que daba. Cuando empecé con mis primeras obras de teatro ya estaba recibido y hacía la residencia de psiquiatría en el hospital Castex. En esa época tenía unas ojeras enormes. Llegaba de la residencia a las cuatro de la tarde en San Martín, me iba a los ensayos en el Teatro del Pueblo, y me quedaba haciendo una obra hasta las dos de la mañana. Llegaba dos y media de la mañana a casa y tenía que levantarme a las seis para entrar al hospital, que no es una boludez. Fui jefe de residencia del Argerich. Pero justo cuando la carrera daba un vuelco para que yo me pusiera un consultorio y a presentar trabajos, estuvo la posibilidad de pasar al profesionalismo como actor y decidí temporariamente dejar la psiquiatría. [Se ríe.] Bueno, fue por largo tiempo.
–¿Cuánto de aquel psiquiatra podría ser reconocible en el actor?
–Mirá, nunca voy a saber cómo hubiera sido como actor sin mi paso por la psiquiatría. Lo que sí puedo decir es que el hospital me enseñó a no tenerle miedo a la expresividad extrema: cuando un personaje requiere una expresividad muy marcada, que esté reflejando una psicología muy corrida de la normal, aprendí a no temerle a esa expresividad. He visto pacientes muy angustiados, muy nerviosos, desarrollar una expresión que si la escriben los guionistas en un texto, vos dirías: "eso no es posible, no es normal". ¡Sí, existe! He visto a gente hablar así y ponerse a llorar en un instante. ¡En un segundo! Recuerdo a una señora enloquecida, enorme, que vino diciendo que me quería matar. Y al acercarse me abrazó y se puso a llorar desconsoladamente. He visto gente con una cara de hielo que te da una carta y te expresa que necesita una interconsulta porque se mutiló sus partes íntimas. Vi todas esas caras. Recuerdo haber tenido algunos chispazos de pensar: "si esto lo meto en una obra..."
–Uno revisa tu archivo y algo llama la atención: no tenés "muertos artísticos" en el placard, viejas cintas VHS de primeros trabajos que generen vergüenza. Y a pesar de eso, parecés resistir bien la tentación de la vanidad.
–No, no soy vanidoso o egocéntrico. Y gracias a Dios no lo soy naturalmente. Porque están aquellos que aparentan humildad que en realidad no tienen. Y eso también es escalofriante. No soy así, y tengo la suerte de ser llamado para hacer obras que me gustan.
–Te invito a un terreno incómodo: a que hables bien de vos. ¿Por qué te eligen? ¿En qué sos bueno?
–Ahí yo te digo: prefiero no saberlo. Hay algunos actores que prefieren no psicoanalizarse porque dicen que tener en claro los problemas que te generan angustia te quita el combustible que necesitás para expresarte en el escenario. Yo, si supiera por qué me llaman, tendría miedo de empezar instintivamente a aprovecharme de eso que me dijeron que funciona, para crear ahí un especie de artefacto que me dé trabajo para siempre. Y eso es un desastre, porque te quita la usina creativa. Alguna vez he escuchado que a Al Pacino, en algunas de sus películas, le dijeron: "Necesito más Pacino", que significaba que explotara con violencia en alguna escena.
–¿Y qué querrá decir "necesito más Peretti"?
–Creo entender que "dame más Peretti" es una cosa de cierta comicidad que se basa en la ingenuidad de un hombre común al que le pasa algo extraordinario. Para las comedias donde a un hombre urbano le sucede algo muy fuera de lo común, creo que soy correcto.
–Hacia fines de 1500 hubo un papa que fue ancestro tuyo: Félix Peretti.
–[Se ríe a carcajadas.] Es una anécdota muy graciosa; me enteré de eso hace menos de seis años.
–¿Quién es el papa de la actuación argentina?
–Era Alfredo Alcón. Sigue siéndolo. Es Tato Pavlovsky, en otro ámbito. [Piensa.] También es Papa Ricardo Darín. [Se ríe.] Él sería Bergoglio antes de ser elegido, porque todavía está en actividad y no es un bronce.
–Y en la Iglesia actoral, ¿vos qué serías?
–Me gustaría ser Papa. Quizás ser como Bergoglio hace 30 años. Por ahí Alfredo Alcón no era el número uno en recaudación, pero sí en cuanto a ser el paradigma del actor argentino.
–¿A vos te gustaría ocupar ese rol?
–Sí, porque eso querría decir que hice bien las cosas, desde ya. No es que cada vez que recibo un trabajo digo "esto va para el paradigma…". No. Eso se dará o no se dará. Si fuera médico querría ser Christian Barnard, el que hizo el primer trasplante de corazón. O ser Jung, o Freud.
–¿Y creés que tenés plafond para serlo?
–[Piensa.] No lo sé. Yo te diría que no.
–¿Por qué?
–Porque siento que expresivamente me faltan recursos y que en lo teatral no tengo una llegada como la que me gustaría tener. Sí la tengo en cine. Pero no tengo un cuerpo teatral, que entra en la sala de teatro y se produce… Lo tenía Walter Santana, lo tenía Alfredo Alcón.
–¿Es una cuestión de volumen corporal, escénico?
–Volumen mezclado con una cara expresiva, una voz y una gran poesía en el movimiento que acompaña las palabras. Eso lo tienen mucho los grandes actores ingleses. No es lo mismo si ves en el teatro a Anthony Hopkins que a Robert De Niro, siendo los dos actores impresionantes. Estoy seguro de que De Niro no tiene la proyección teatral que puede llegar a tener Hopkins.
–¿Por qué dijiste que en el cine sí tenías "más llegada"?
–Porque el cine es más… Te iba a decir más cagón...
–Decilo...
–¡No, pobre cine! No es más cagón, pero se puede anticipar más, tiene más defensas, depende del plano que elija el director y de muchas cosas. No es como en el teatro, donde está la carne del actor sacrificándose ante la gente.
–¿Te atormenta esa idea de sentir que tenés límites para el teatro?
–Sí, es el tormento de cualquiera que quiere superarse. Lo que estoy trabajando ahora en las últimas obras es poder opinar trabajando, que es pensarse trabajando. Es no dejarse ganar por el miedo escénico. Estoy pudiendo estar libre en mi actuación y en mi cuerpo. Es que el teatro es una exposición tremebunda: son 350 personas. En los estrenos la mitad son actores experimentados y la otra mitad son críticos.
–¿Podrías describir lo más fielmente posible qué se siente en un estreno con crítica?
–Es una mezcla entre algo que no es grave, porque si te sale mal no se muere nadie, pero que a la vez es ¡graviiiiísiiiiimo! Y que hace que quieras tener a tu mamá al lado y que te diga "vamos, nene, a tomar la leche", y salir corriendo antes del estreno. Es un miedo feroz. Un temor al ridículo monumental.
–¿Hay alguna escena en donde te parezca que tu actuación es inapelable?
–[Piensa un rato largo.] Si vos me decís una escena, te diría que hay una en la película La reconstrucción, de Juan Taratuto. Me parece que si ésa no es mi mejor escena, por ahí debe andar...
–¿Querés recordarla?
–La reconstrucción tiene un guión maravilloso. Estoy con Alfredo Casero y Claudia Fontán. Mi personaje es un tipo que es ingeniero del petróleo, que vive en Ushuaia, y un día lo llama un amigo y le dice: "Atendeme el quiosco turístico acá, en Bariloche, que me tengo que atender en un hospital". Yo voy. Y entonces sucede lo peor: en el examen clínico, el personaje de Alfredo Casero muere.
–¿De qué muere?
–De un paro cardíaco. Mi personaje al principio se quiere volver a su lugar, pero ve que deja una familia, a dos hijas y a la señora totalmente… [Se le corta la voz.]
–¿Qué te conmueve de esa escena?
–La reconstrucción del lazo familiar que se quiebra por un imponderable de salud. La muerte que produce un descalabro vincular, en una familia que era muy feliz. Entonces mi personaje, dentro de su rusticidad y mal humor, comienza a transformarse en el eslabón que ayuda a la reconstrucción familiar. Yo viví la muerte de mis viejos de manera muy abrupta. Y dos muertes al mismo tiempo. Mi viejo de un paro cardíaco…
–Quizá por eso te resuena tanto...
–La escena es cuando mi personaje tiene la confianza necesaria para explicar lo que él sintió con la muerte de su mujer, cinco años atrás. La vergüenza por esa muerte, que de tanto dolor no pudo ir al funeral. Ese tipo se deshace mientras confiesa todo eso. Me parece que es de lo mejor que hice en cine.
–Preferiste hacer la entrevista en un bar y no en tu casa. ¿Qué idea tenés sobre la intimidad que tanto la cuidás?
–Gracias a Dios me sale naturalmente cuidar mi intimidad. Me resulta muy patético ver cómo algunos actores, tal vez sin darse cuenta, se deslizan hacia algo que es más o menos así: "Voy a ventilar mi vida privada, porque esto va a generar que me vean más". No digo que sea de manera consciente. Ocurre como si fuera natural que nosotros tuviéramos que ventilar nuestra vida íntima. Yo no entro en el juego. Aunque para mí no es un juego, es una perversión.
–¿Dónde está la perversión?
–En el intercambio entre el actor y los medios: "Yo te doy cosas de mi vida íntima así vos explotás eso, pero después me das una nota en primera plana". Ese jueguito no es un juego. Yo no entro. Y hasta ahora me lo respetan.
–Hoy tenés un presente profesional exitoso que te preserva de hacerlo. Pero si algún día eso no fuera así, ¿venderías en cuotas partes de tu vida personal a los medios?
–Podría ocurrir que me dejaran de llamar. Me deprimiría, la pasaría mal. Me preocupa sobre todo que económicamente no tuviéramos…
–Que en un momento te dejen de llamar. ¿Se te aparece ese fantasma?
–Sí, es un fantasma en la actuación. Acá, si los trabajos duran un año, es que tuviste éxito. No es como otras profesiones. Me produciría mucha angustia y supongo que entonces haría programas, obras de teatro o de cine que no me enganchen un carajo y que las tenga que hacer completamente por la plata. Pero sería muy extraño que yo apelara a ventilar mi intimidad. ¡Muy extraño! Si vos me ves hacer eso en el futuro, dentro de 15 años o 10 o 5, ¡sabé que estoy en problemas mentales! ¡Sabelo!
El actor y sus máscaras
Así define Peretti las dos películas y la obra de teatro que protagoniza:
1 Showroom, de Fernando Molnar: "Es una película inquietante. Un hombre trabaja en el showroom de un emprendimiento inmobiliario, mostrando los modelos de departamentos que se van a construir. Me pareció inquietante porque hago un personaje sumamente triste, que fue quedando afuera del sistema, como un residuo, y que no quiere perder su nivel económico y social. La idea de bajar de clase le produce un pánico de muerte. Entonces trabaja de mostrar ilusiones que en el fondo son las suyas: vivir con confort. Con amenities. Es una alienación muy solapada".
2 Sin hijos, de Ariel Winograd: "Es una comedia bien actuada, bien dirigida, bien hecha, sobre un tema moderno: el derecho de una mujer a no tener que explicar por qué decidió no tener hijos".
3 La chica del Adiós, con dirección de Claudio Tolcachir: "Cuando me llamaron, antes de que me preguntaran si quería hacer la obra, ya había dicho que sí, porque tiene que ver conmigo. Uno podría decir que es un glamour antiguo el que tiene la película orginal, sin embargo la adaptación es muy buena. La chiquilina, que es Lucía Palacios, hace una actuación muy buena. Y Paola Krum ni que hablar".
Bio
Profesión: actor
Edad: 52 años
Tiene más de veinte películas en su haber y varios personajes en ficciones televisivas que lo hicieron muy popular, como "el Tarta", en Poliladron, o Emilio Ravenna, en Los simuladores. Como en la vida misma, en Locas de amor y En terapia, tuvo que enfrentarse a la angustia de sus pacientes. El placard y Un tranvía llamado deseo fueron sus últimas salidas a escena antes de La chica del adiós.
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