Sebastián Di Martino, director de Conservación Fundación Rewilding Argentina, organización creada por Douglas y Kristine Tompkins, sale en busca de las especies “casi” perdidas
De chico, Sebastián Di Martino soñaba con tener una máquina del tiempo. No quería viajar al futuro para acceder a los números ganadores de la lotería. Tampoco aspiraba a conocer a las personalidades históricas sobre las que le tomaban examen en el colegio. Ni siquiera pretendía explorar civilizaciones antiguas y fascinantes como las de Egipto o el imperio azteca. Lo que él soñaba era algo muy distinto, pero igual de imposible: retroceder unos 100 o 150 años para admirar ahí mismo, en las planicies de su Bahía Blanca natal, a todos los animales que solían habitar esa zona antes de que el avance de la frontera agrícola-ganadera y la caza furtiva, entre otras amenazas directamente relacionadas con las acciones más destructivas del ser humano, las borraran del mapa y de la memoria colectiva.
Especies emblemáticas como el yaguareté, el aguará guazú o el venado de las Pampas, que ya nadie recordaba que hubiesen vivido alguna vez ahí, y que Sebastián, durante su infancia, sólo pudo conocer a través de los fascículos coleccionables de una enciclopedia de fauna argentina que compraba cada 15 días en el kiosco.
Pero su obsesión por los animales (o “el bicharraquerío”, como lo llama él afectuosamente) no se quedaba en los libros. El gran pasatiempo junto a sus seis hermanos y su padre, un apasionado de la paleontología, era salir a buscar fósiles por los alrededores de su ciudad. Pasaban horas explorando, sobre todo, las playas y los acantilados de Monte Hermoso, una localidad de inmensa riqueza natural en donde había parado el mismísimo Charles Darwin durante su legendario viaje por América y Oceanía, tras el cual elaboró su teoría de la evolución. Ahí donde, como tantos otros, Darwin se había maravillado (el brillante naturalista Florentino Ameghino, sin ir más lejos, llegó a decir que en Monte Hermoso “uno camina de sorpresa en sorpresa”), Sebastián y su familia desenterraban las últimas pruebas de vida de seres casi míticos, pertenecientes a la “megafauna” que habitó la Tierra hasta hace unos 10.000 años y que, en muchos casos, llegaron a convivir con los dinosaurios.
Huesos de Toxodon (un mamífero parecido al hipopótamo, que llegó a pesar 3,5 toneladas), caparazones de Doedicurus (una especie de armadillo gigante), mandíbulas de Hippidion (caballo de unos 500 kilos) y muchos otros tesoros que, hoy, se conservan en el Museo Municipal de Ciencias Naturales que fundó su padre y lleva su nombre, Vicente Di Martino.
Estas expediciones se complementaban con los viajes que hacía todos los años con su madre, una matemática amante de la naturaleza que, en las vacaciones de verano, subía a sus hijos a su Citroën para recorrer en carpa distintos parques nacionales del país durante meses. De ahí que nadie se sorprendiera cuando Sebastián anunció que estudiaría Biología en la Universidad Nacional de La Plata. Durante sus años de estudiante, se encontró con personas que se volverían colegas y amigos de toda la vida. Entre ellos, Emiliano Donadio, con quien hizo un viaje a Junín de los Andes que torció su destino. “Tendríamos 20 años. Emiliano conocía a dos biólogos allá, Martín Funes y Andrés Novaro. El día que los fuimos a ver, habían capturado a un zorro colorado para ponerle un collar con transmisor de radio VHF, para conocer más sobre sus hábitos. Estábamos como locos: era 1991 y presenciar algo así era como estar en la NASA. Volví religiosamente todos los veranos a ser voluntario para ellos, dos genios que me formaron en lo que es la biología de la conservación. Cuando me recibí, tuve que elegir entre hacer un doctorado, es decir, seguir el camino más clásico de la investigación, o aceptar un puesto en la Dirección de Áreas Protegidas de Neuquén. Fue una decisión bastante sencilla”, sonríe ahora, tres décadas después.
Sebastián pasó casi 18 años en Neuquén; su oficina estaba compuesta por algunos de los lugares más espectaculares de la Argentina, “verdaderas joyas que nadie conoce, como el Parque Provincial Domuyo, que parece un pequeño Yellowstone, con glaciares, géiseres, cañadones profundos, arroyos anchos y correntosos de agua caliente y el cerro más alto de toda la Patagonia”. Era su sueño hecho realidad. Sin embargo, le era inevitable tener la misma sensación que lo había invadido durante su infancia en Bahía Blanca: esos lugares, si bien magníficos desde lo paisajístico, habían perdido muchísima biodiversidad. Y no podía evitar fantasear con cuánto más sobrecogedora sería su experiencia en Domuyo si, de repente, pudiera divisar un huillín en pleno nado (conocido también como “lobito de río” en Chile y Argentina, de donde es autóctono), o a un huemul (ciervo surandino en peligro de extinción) bajando de un cerro. “Me emocionaba cuando los locales más ancianos me contaban anécdotas de cuando ellos eran niños y estas especies poblaban la zona, pero quedaban pocas de esas historias porque, cuando estos viejitos morían, se perdían; entonces, las generaciones siguientes naturalizaban esas ausencias hasta que terminaba surgiendo la idea de que ahí nunca había habido tal o cual animal. Cuando una especie se extingue en un lugar, siempre termina pasando eso”, admite, aunque no es posible reconocer en su voz ni un ápice de resignación.
Es que, eventualmente, Sebastián Di Martino dio con algo parecido a esa máquina del tiempo que tanto anhelaba de chico. Fue cuando, en 2015, se convirtió en el director de Conservación Fundación Rewilding Argentina (FRA), una organización creada por conservacionistas y activistas locales bajo el ala de los estadounidenses Douglas y Kristine Tompkins, quienes durante años compraron grandes extensiones de tierras privadas en nuestro país y Chile con el objetivo de crear áreas protegidas. Así, sólo entre 2018 y 2019, gracias a las donaciones y gestiones de FRA con el Gobierno argentino y también a nivel provincial, se inauguraron el Gran Parque Iberá, en Corrientes, el Parque Nacional Impenetrable, en Chaco, y el Parque Nacional Patagonia, en Santa Cruz; juntos, representan unas 1,3 millones de hectáreas destinadas a la conservación.
Desde hace casi una década, entonces, el trabajo de Sebastián consiste en revertir la crisis de extinción de especies autóctonas que solían habitar esas zonas y otras en las que trabaja la fundación (entre ellas, el Parque Patagonia Azul en Chubut, que se enfoca en hábitats marinos), a partir de una estrategia de vanguardia: el rewilding, es decir, la reintroducción de fauna silvestre en ecosistemas que perdieron su biodiversidad. Con esta visión, FRA estuvo y sigue estando detrás del regreso de yaguaretés, osos hormigueros, guacamayos rojos, venados de las Pampas, huemules, lobos gargantilla, muitúes, tapires, guanacos y pumas, entre más de 20 especies. Para lograrlo, se ha valido de tecnologías modernas y técnicas variadas como el uso de collares satélitales para el monitoreo en tiempo real, la cría en cautiverio y el entrenamiento necesario para su liberación, los corrales de presuelta (estructuras de hasta 30 hectáreas con sistemas automáticos de compuertas enclavados en medio de espacios abiertos), y la captura y translocación de animales silvestres (es decir, trasladarlos de su lugar original a otro en donde se necesita recuperar la presencia de su especie).
Se trata, en definitiva, de aplicar una intervención (hiper)activa en la naturaleza. Un abordaje pionero en el país y en la región que ya dio resultados por lo menos notables: FRA es, entre otras cosas, la gran responsable del “milagro de Iberá”, por el cual un territorio arruinado después de casi un siglo de ganadería pudo ser reconvertido en un oasis para especies autóctonas y, finalmente, posicionarse como un destino ineludible para el turismo de naturaleza y avistaje de fauna a nivel mundial. Este proyecto, que arrancó hace 25 años, es el caso de éxito en el que hoy se basan Sebastián y compañía para impulsar más iniciativas en otros puntos del país.
Sin embargo, dentro de la propia comunidad conservacionista, el rewilding es rechazado (o, por lo menos, cuestionado) por sus miembros más tradicionalistas. De ahí que, por ejemplo, una translocación de 31 guanacos silvestres desde Santa Cruz hasta el Parque Luro en La Pampa (provincia en donde la especie se encuentra casi extinta) haya generado polémicas y revuelos. El operativo llevó unas 20 horas e implicó el arreo, la captura y el transporte de los guanacos que, una vez en el nuevo destino, pasaron tres semanas en un corral de aclimatación antes de ser liberados. Quienes están en contra de este tipo de iniciativas defienden esencialmente lo que fue el pilar histórico de la conservación, que podría simplificarse como “la naturaleza se mira y no se toca”. Pero Sebastián es tan pragmático como optimista cuando responde a estos planteos: “El origen histórico de la conservación fue reactivo: nació como una respuesta ante la destrucción. Y estaba bien porque, en ese momento, la destrucción no era tanta. Pero, ahora, la crisis es tan grande [N. de la R.: en 2019, un informe de las Naciones Unidas reportó que un millón de especies se encontraban en peligro crítico e inminente de extinción] que no alcanza con conservar lo que queda. Hay que ir un paso más allá, ser más proactivos y recuperar. Son cambios culturales que, al principio, chocan, pero hay que hacerlos, no hay alternativa”.
Por caso, indica que basta ver lo que han hecho países precursores del rewilding como Sudáfrica, Mozambique, Kenia, Zimbabue, Botswana y Namibia, en el continente africano. “Ahí es donde empezó todo”, cuenta Sebastián, que acaba de volver de un viaje de dos semanas a la provincia de KwaZulu-Natal, al este de Sudáfrica, para aprender acerca de las translocaciones de elefantes. Un procedimiento que, para los sudafricanos, “es cosa de todos los días”: cada año, mueven unos 100.000 animales silvestres. Trasladar a un mamífero de 7.000 kilos incluye, entre otras maniobras, arrearlo con un helicóptero hasta llevarlo a un camino por el que puede pasar un camión con tráiler; una vez ahí, el elefante es dardeado con anestesia hasta que cae al suelo, dormido; acto seguido, una grúa lo levanta y lo ingresa al camión; horas más tarde, el animal se despierta en una nueva locación. ¿Un espectáculo no apto para personalidades impresionables? Posiblemente. “Pero es eso o no tener más elefantes. Desgraciadamente, es un animal potencialmente peligroso: puede matar gente, destruir muchos cultivos. Entonces, si bien quedan manadas libres, su conservación se focaliza en grandes espacios, pero cercados. Los lugares donde podemos tener elefantes libres, con un nivel de conflicto aceptable, son muy pocos”, explica.
Intercambiar experiencias con otros expertos es una parte fundamental de su rol, algo que lo ha llevado a todas partes del planeta, desde el legendario Parque Nacional Yellowstone en Estados Unidos (el primero de la historia, creado en 1872) a la Reserva Hluhluwe–Imfolozi, la más antigua del continente africano (1895), pero también a conocer a organizaciones hermanas como la Fundación Carpathia en Rumania, que conserva los últimos bosques vírgenes de la Unión Europea, y la Australian Wildlife Conservancy, impulsora y protectora de casi 13 millones de hectáreas de áreas naturales en Australia. “Acá tengo todo: mi termito, mi mate, mis binoculares “, confiesa, señalando su carry on y su mochila, recién aterrizado en Buenos Aires tras unos días en Corrientes y a pocas horas de embarcar de vuelta, esta vez, hacia Bahía Blanca.
Ninguna de estas localidades es su hogar permanente. De hecho, hace años que no tiene casa propia. “Cuando entré a la fundación, dejé mi cabaña en Junín de los Andes y nunca más volví. Hoy, lo más parecido que tengo a una base fija es una habitación en Rincón del Socorro, en Iberá, donde paso, como mucho, dos meses al año”, calcula, refiriéndose a una de las estancias que FRA pone a disposición de sus equipos; de las casi 160 personas que forman parte de la organización, casi el 90% vive “en el territorio”. Sebastián forma parte de esta estadística, si bien, en su caso, su lugar de residencia fluctúa de semana a semana. “Me encanta esta vida, y ya no sé si tendrá algún rasgo de adicción. Ni me tomo vacaciones, porque jamás tuve un agotamiento que me pidiera desenchufar. Si siento cansancio, siempre es un cansancio feliz”.
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