El cineasta alemán narra las percepciones de un soldado, entregado a una guerra ficticia, una metáfora sobre el mal.
En febrero de 1974, en un sendero de la jungla de una isla filipina, un joven expedicionario se topó con un hombre enjuto de poco más de 50 años, vestido con el uniforme antiguo del ejército japonés remendado con harapos: era Hiroo Onoda, el soldado que estuvo oculto durante tres décadas. “Su misión será conservar la isla hasta que regrese el ejército imperial”, ordenó un comandante al teniente Onoda a fines de 1944 y eso hizo, convirtiendo la persistencia en porfía delirante. En El crepúsculo del mundo, la primera novela del cineasta Werner Herzog, la historia increíble del soldado que nunca se rindió (porque no se enteró de que la Segunda Guerra Mundial había terminado) es una fábula hipnótica, a medio camino entre el registro documental y la prosa poética y finalmente, una metáfora sobre el mal que aqueja a jugadores, empleados y amantes: no saber retirarse a tiempo.
“¿A quién le gustaría conocer en Japón?”, le preguntaron a Herzog cuando viajó a Tokio para dirigir una ópera y después de rechazar el convite del emperador (“la conversación acabaría siendo un intercambio insustancial de fórmulas de cortesía”), dijo: “A Onoda”. Una semana más tarde se conocieron y después se encontraron muchas veces: el alemán y el japonés, hijos de países que fueron aliados, se hicieron íntimos acaso porque el primero también se volvió loco por la selva y el segundo tuvo su propio Fitzcarraldo, uno en el que sobrevivió a 111 emboscadas y miles de disparos. Esas reuniones dieron como resultado esta novela, en la que Herzog otra vez se fascina con un ser mítico en lucha contra el mundo y embarcado en una empresa destinada al fracaso, como Nosferatu o Aguirre, que llevó su vida al extremo para cumplir la orden de su comandante: “Su guerra será una auténtica guerra de desgaste”.
Tres décadas después de la rendición del Japón, el teniente Onoda seguía escondido custodiando la isla, a la espera del ejército que lo relevaría de la responsabilidad pero que jamás llegaría. Entre los lugareños se volvió un mito, el fantasma del bosque del que se hablaba en susurros. Y cuando un golpe del destino hizo caer en sus manos un diario para el que la guerra ya no existía, se convenció de que ese periódico estaba meticulosamente falsificado para minar su moral.
Ahora que conozco su historia, me doy cuenta de que muchas veces hice como Onoda: en algunos trabajos, y en un par de noviazgos, estuve menos tiempo del que habría querido y en otros, mucho (¡muchísimo!) más. Es indisimulable el malestar de quedarse en un lugar del que uno se tendría que haber ido pero, aun así, sigue y sigue como el conejito de las pilas. “El día no llega y no llega y no llega”, escribe Herzog: “El tiempo que transcurre fuera de nuestra vida parece tener las características de un ataque sorpresa incapaz de sacudir al universo, hacerlo reaccionar y sacarlo de su indiferencia”.
Todos fuimos Onoda cada vez que le arrebatamos un rato a la eternidad. “En la incertidumbre de todos los días, de todas las horas, las rutinas crean una frágil sensación de seguridad”, concluye Herzog en libro, una parábola sobre el sinsentido de pelear batallas ficticias. Si es cierto que somos animales de costumbres, aunque menos valientes y porfiados que Onoda, a veces necesitamos que nos digan: “La guerra ha terminado”.
ABC
A. A los 81 años, Werner Herzog es uno de los directores de cine más importantes de Alemania, con clásicos como Fitzcarraldo, Nosferatu y Aguirre, la ira de Dios.
B. Ahora está enfocado en la enseñanza y la escritura: acaba de publicar Cada uno por su lado y Dios contra todos, su libro de memorias.
C. En El crepúsculo del mundo narra la historia del soldado japonés que nunca se rindió y advierte: “Muchos detalles son correctos, otros no lo son”.
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