Kaos, Sicilia: de Taviani a Mozart
Hay una escena sublime después de atravesar los viajes de los relatos de Pirandello: el vuelo de un cuervo sobre las ruinas de la Antigua Grecia; la partida de los campesinos desventurados hacia la América, “a la tierra de oro desde nuestra tierra de llanto”, como ensaya el clamor de una madre en una carta a los hijos emigrados. Escena que es la representación de la libertad en contraste con el silencio de los viajes a ese pasado que está en las piedras de una civilización magnífica y en las calles de una ciudad desierta, en las orillas del Mediterráneo, en las noches de luna y en el sol fulminante, en el camino de los pastores, en la carroza del cochero, en los olivares y en las pircas, en los barcos de los pescadores, en los cántaros, en la cosecha y hasta en el tren en que el escritor siciliano regresa a su amada tierra de Kaos, a la isla volcánica de las tragedias y los mitos.
Con una versión libre de cuatro cuentos cortos tomados de Novelas para un año más el epílogo de Coloquio con la madre, los hermanos Paolo y Vittorio Taviani –en un trabajo a dúo conformando la dupla de directores más famosa del cine italiano–, dieron a luz una obra maestra basada en la literatura de Pirandello: Kaos (1984), film con banda sonora de Nicola Piovani que en su interpretación del destierro produce una de las escenificaciones musicales más poéticas jamás descriptas.
Un elemento de esa escena surge en la inhóspita estación de Agrigento, cuando de frente a Pirandello –Luigi, personaje y autor–, que viaja a Sicilia porque ha sido llamado sin saber por quién ni para qué, se le aparece un niño. Es él que se reencuentra con su infancia. El otro elemento asoma en el trayecto de la estación a la casa de la madre, ahora muerta, en las primeras notas de una melodía mozartiana, ajena a las disonancias de las horas previas.
Pirandello llega a una villa abandonada de la que se percibe el esplendor de antaño. Se adentra en ella y antes de franquear una puerta, voltea hacia la cámara mientras se escuchan desfiguradas las notas de aquella melodía. Se encuentra con su madre, con el espectro de ella. Ahora sí sabe por qué ha viajado como un extranjero a ese mundo de los muertos donde quedaron la niñez, las historias de la familia y los personajes literarios.
—¡Luigi! ¡Tenés que aprender a mirar las cosas como las miran los que ya no ven nada!
—¡Yo sé lo que tus ojos están viendo, madre! —le responde con las palabras enlazadas en los ecos de la canción y la imagen de un velero a la distancia.
Lo que ven ambos en realidad es el cuento que siempre le ha contado, el viaje de un destierro que el escritor nunca logró redactar. Cuando ella tenía trece años se embarcó en Sicilia con la madre, los hermanos y el perro, hacia la travesía del reencuentro con el padre, hombre antiborbónico el abuelo de Pirandello, exiliado en Malta. Tres días navegaron hacia el exilio. Se detuvieron a descansar en una isla pequeña y en unos minutos oníricos en que todo cambia —los colores, la atmósfera, la emoción y el rumbo de la vida—, los hermanos escalan una pendiente de arena blanca donde esa niña (su madre) despliega los brazos como alas, y tras un instante de suspenso, mientras todos descienden, suena, melancólica y cristalina como el agua del mar turquesa, el aria de Mozart de Las Bodas de Fígaro (L’ho perduta de Barbarina). “¡Vamos niños! –les gritan los marineros de regreso a la barca para darles ánimo–. ¡Vamos! ¡Remen! ¡Remen con fuerza que ustedes son los jóvenes!”. Y en el rostro y el esfuerzo de esos chicos remando se me representa mi propio padre, hijo de esa inmigración siciliana, con la metáfora de una vieja Argentina, la “tierra de oro” a la que llegaron de esa “tierra de llanto” que evoco en estas líneas a propósito de Paolo Taviani, que el jueves pasado murió en Roma a la edad de noventa y tres.
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