En época de vacaciones, padres, madres y otros adultos a cargo de niños se desesperan por generar actividades para los días de ocio mientras continúan con sus tareas. En “Un ratito más”, publicado por Grijalbo, dos especialistas en crianza aportan consejos e ideas
La infancia es tiempo de jugar, de escuchar historias, de armar los propios relatos y juegos. En ese tiempo de moratoria psicosocial —así lo llamaba el psicólogo Erik Erikson— en donde los chicos viven en una “burbuja”, seguros, cuidados y sin necesidad de ocuparse de su supervivencia, juegan, aprenden y los incentivos les llegan, por lo general, a medida que están listos para procesarlos. Pero hoy no es fácil sostener esa burbuja: las pantallas, con sus estímulos intensos y adictivos, los alejan tanto del juego como de los cuentos y la lectura, entraron en los hogares y se les imponen antes de tiempo. Además, hoy los niños crecen muy rápido, se han perdido los rituales que protegían la infancia y se han achicado las edades en las que teníamos permiso para ver tele a la noche, usar tacos, pantalón largo, maquillarnos. Actualmente dejan la infancia demasiado pronto y, a menudo, estimulados por los mismos padres.
Para los chicos el juego es un espacio de placer y disfrute, de crecimiento, investigación y aprendizaje. Los psicólogos sabemos que es tan indispensable para su buen desarrollo, que una parte muy importante de la evaluación psicológica de los chicos se basa en una hora de juego que nos permite ver su capacidad de jugar, especialmente para el juego simbólico o de representación.
Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista inglés, define el juego como “una serie de actividades voluntarias que divierten y se ejecutan sin razón u objetivo específico alguno distinto al de distraerse y pasar un rato agradable”, que resulta vital para el desarrollo físico y emocional de los niños. (…)
Nuestra disponibilidad para jugar
El papel del adulto es fundamental durante los primeros años para acompañarlos a enriquecer su juego, y sería ideal que continúe con chicos mayores, pero… los grandes a menudo nos parecemos a dos personajes de la literatura: el contador de El principito y Scrooge, el viejo cascarrabias de Cuento de Navidad, de Charles Dickens, que impactan porque siempre están serios y haciendo cosas “importantes”, como cuentas, se muestran ocupadísimos, con ninguna disponibilidad personal para jugar, sin poder levantar los ojos al cielo y deslumbrarse con las estrellas o mirar hacia abajo y celebrar la vuelta carnero que acaba de hacer un niño. ¡Cuántas veces temas supuestamente urgentes e importantes nos hacen perder los verdaderamente valiosos! Observemos con atención; por nuestros antiguos caminos neuronales, la mayoría de nosotros tiene una gran capacidad no solo para no disfrutar sino también para frenar, criticar y sacar la diversión en infinidad de temas.
Los adultos fuimos perdiendo el modo de ser infantil (baby self), que sabe divertirse, jugar, hacerse el gracioso, “perder” el tiempo en cosas poco fructíferas, y nos vamos dejando poseer por el self adulto o maduro, sin saber —o sin recordar— que jugar, soñar, desear, reír, son la forma en que los seres humanos nos cargamos de la energía vital necesaria para seguir adelante con nuestra vida y responsabilidades. Dice Stephen Nachmanovitch: “Jugar es liberarnos de las restricciones arbitrarias y expandir nuestro campo de acción. Nuestro juego estimula la riqueza de respuesta y de flexibilidad de adaptación. Este es el valor evolutivo del juego… el hecho de que nos hace flexibles” y, agregamos, nos permite permanecer flexibles. Y continúa: “Un ser que juega es más fácilmente adaptable a los contextos y condiciones cambiantes. El juego como improvisación libre agudiza nuestra capacidad de enfrentar un mundo en cambio. La humanidad, jugando durante nuestra prolífica variedad de adaptaciones culturales, se ha extendido por todo el globo, ha sobrevivido a varias edades de hielo, y ha creado estupendos artefactos”.
Deberíamos seguir jugando de grandes, pero nos cuesta, nos da culpa o vergüenza, sentimos que no sirve, sin darnos cuenta de que es alimento, oxígeno para nuestro espíritu.
Podemos revisar nuestro juego e invitar a nuestro niño interior a volver a jugar con nosotros a través de la película Mi encuentro conmigo, donde un adulto, Bruce Willis, formal, muy serio y profesional, se reencuentra con él mismo a los 8 años. Al chiquito lo desespera ver el adulto en quien se convirtió, que “no tiene un perro” o “no es piloto de avión”. Es una película genial para ver en familia y charlar sobre el tema. (…)
Algunas estrategias para incentivar el juego
Con chicos un poco más grandes, acostumbrados como están a muchas actividades pautadas y a horas de pantallas, seguramente tengamos que involucrarnos en el juego, por lo menos al comienzo, para despertar sus ganas de jugar. Saquemos ideas de la galera como el mago y vayamos cambiando cuando veamos que pierden el interés. De todos modos, si queremos que vayan aprendiendo también a jugar sin nosotros, alejémonos con alguna excusa de a ratos cada vez más largos una vez que están entretenidos jugando y volvamos, en lo posible, antes de que se cansen o se peleen.
Saquemos los juegos y juguetes de a uno, o de a pocos, y vayamos rotándolos para que tengan un rato de cada cosa: juego de mesa, para construir (ladrillos, maderitas, dakis), muñecos para juego de roles (títeres, Playmobil, muñecas), arte y dibujo (hojas, colores, masas, pinturas, arenas), juego activo (pelota, soga, elástico, bici), juegos tradicionales (payanas, figuritas), para que prueben un poco de todo. Cuando están todos los juguetes a la vista se saturan por el exceso de estímulos y se aburren sin haber jugado, solo de mirarlos, les cuesta más organizarse para jugar.
Presentemos los que nos entretenían a nosotros de chicos: canicas, pelota, autitos, construcciones, muñecos, soga y elástico para saltar, payanas, figuritas. Nuestro recuerdo entusiasta puede convocarlos, sin excedernos en el entusiasmo para no apabullarlos.
Cuando los humores se complican o los ánimos empiezan a caer conviene proponerles tareas activas como bailar, correr, saltar (aunque sea en el lugar) para movilizar la sangre y ayudarlos a oxigenarse, así levantan el tono vital, que baja con la quietud.
¿Cómo podemos colaborar los adultos para que el juego de nuestros hijos perdure como “buen” juego durante mucho tiempo?
Aquí les dejamos varias ideas, a las que sumamos otras de María Raiti y Lawrence Cohen. Tenemos que:
-Ofrecerles condiciones seguras, no solo en lo referente a objetos y lugares, sino entornos humanos donde se animen a explorar, a equivocarse, a aprender, sin tener que estar alerta a posibles enojos, burlas, correcciones o críticas nuestras.
-Ampliar nuestros criterios para permitir todo aquello que no sea peligroso, incorrecto o poco saludable, diciendo muchas veces “sí” a sus iniciativas, y pocos y muy pensados “no”. Las limitaciones las ponemos al servicio de la seguridad y de seguir jugando, no de censuras o prohibiciones arbitrarias, y sobre todo, innecesarias.
-Mirar y celebrar lo que van haciendo, especialmente cuando nos lo piden (el famoso “¡mirá!” antes mencionado): nuestra valoración repetida en el tiempo se va internalizando y más adelante ya no la necesitan, o en menor medida. De todos modos, aun adultos, nos encanta compartir con otros —incluso con nuestros padres— la alegría y el orgullo de lo lindo que nos quedó el arreglo floral, o lo rica que se ve la mousse de chocolate que acabamos de preparar. No dejemos de estimularlos por miedo a excedernos, ya que los adultos que hoy reclaman a cada rato nuestra mirada, nuestro reconocimiento, nuestra valoración de lo que hacen, no es porque se acostumbraron a eso cuando eran chicos sino porque esa mirada valoradora les faltó en esa etapa crucial de la infancia y siguen buscando una valoración que ya debería estar internalizada.
-Celebremos sin pedirles un poco más: “Ahora que corriste hasta la esquina, ¿no querés intentar dar la vuelta a la manzana?”, “armaste solo el rompecabezas, ahora probá este que tiene más piezas”, estas son frases que para nosotros pueden significar votos de confianza, pero los chicos pueden sentir que nada de lo que hagan nos alcanza.
-Acompañarlos de modo que adquieran confianza y sensación de poder. A veces es suficiente un comentario, un guiño de ojo, o darle una mano en el momento oportuno, ya sea porque se asustó, o lo vemos desanimado o inseguro. Sepamos acompañar el dolor y la frustración cuando las cosas no salen como les gustaría. (…)
Los cuentos
¿Como ayudamos a que los chicos lean?
Los chicos no nacen leyendo, se los acompaña poco a poco a leer, como también a escribir. Para que ellos quieran leer deben tener una relación cercana con los libros. Desde pequeños, con todo tipo de cuentos que estén al alcance.
Empezamos desde bebés con libros de cartón o tela para que puedan manipularlos sin romperlos. Sentarse a upa de papá y mamá a pasar páginas de un cuento con colores, imágenes, sonidos, texturas; estos objetos cercanos abren la primera puerta a ese acercamiento.
A medida que crecen, cerca de los dos años, los relatos ya pueden ser más largos y podemos ir enseñándoles a cuidar y valorar los libros.
Los cuentos deben ser acordes a su edad y sus intereses, así como lo son los libros para nosotros los adultos.
Es muy raro que un niño tenga interés por leer si no le cuentan cuentos. También el ejemplo es muy importante. Si sus papás leen, si los ven disfrutar de la lectura, compartir con el otro sus descubrimientos, los chicos, que son curiosos por naturaleza, se acercarán.
Otro gran tema es el tiempo libre; si tenemos tiempo de no hacer nada es más probable que, por aburrimiento, descubran la magia de la lectura. Hablamos de las ventajas de instalar el hábito de lectura poniendo un horario fijo en familia para leer cada uno por su cuenta. También es lindo empezar a leer novelas en familia, libros que nos gustaron a nosotros de chicos. Ayudamos a afianzar su seguridad en la lectura leyendo cada uno una página de la historia que tanto nos tiene atrapados a todos.
-Dejemos que nos ganen, merecen un hándicap porque tienen mucho menos tiempo de práctica (un poco más adelante ampliaremos este concepto). Es todo un arte ofrecer la resistencia justa para que el juego les resulte desafiante y a la vez no se rindan: que no les sea tan fácil ni tan difícil ganarnos una pulseada, por ejemplo, o si son más chiquitos acercarles la pieza del rompecabezas que necesitan, ayudar a enderezar —sin que se den cuenta, en lo posible— la torre de maderitas para que no se les caiga tan fácilmente, o proponerles hacer la torre de una forma más apropiada para sus manitos.
-Acostumbrarlos a que los juegos empiezan y terminan para poder luego empezar otro juego. Para comenzar con un nuevo proyecto tienen que haber terminado el anterior, y eso implica guardar, ordenar, limpiar. Despejar el campo físico lleva a despejar el campo mental para pensar en algo distinto, y se acostumbran a que, como nos enseña María Catarineu, psicopedagoga especializada en juego libre, “el juego se termina cuando guardamos” (@rayuelatiempodejuego, imperdible).
-No apurar ni quemar etapas en nuestro afán de que sean los más cancheros o los primeros que hacen algo. Es fundamental que deseen, que pidan, que esperen, y que mientras tanto sigan jugando como niños el mayor tiempo posible. No hay apuro para llegar a la PlayStation, el cumpleaños con spa, las pijamadas, el celular, ni para el torneo de baile o la fiesta con luces.
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