Alejandro Dumas, autor de “El conde de Montecristo”, escribió sobre la guerra que en el siglo XIX enfrentó en el Río de la Plata a “embrutecidos y civilizados”; el prólogo de “Montevideo o la Nueva Troya” es la antesala a ese relato maestro
Los fanáticos de la historia pasamos buena parte de nuestra vida en bibliotecas y “librerías de viejo”. Que, por supuesto, no quiere decir que sean atendidas por abuelitos, sino que en ellas encontramos libros usados que suelen estar fuera del mercado actual. Las librerías de viejo forman parte de mi rutina. Conozco los horarios más cómodos para ir, los estantes donde debo buscar y también sé si suelen tener precios altos o accesibles.
Es muy fácil reconocer a los integrantes del “club de las librerías de viejo”. Se los ve repasando los títulos a gran velocidad en los estantes y en las mesas, y con gestos que demuestran que pretenden hallar algún tesoro. Porque, para nosotros, un tesoro es ese libro que queremos tener y no encontramos en ninguna parte.
Una de esas reliquias, para quienes nos encanta leer a memoralistas –como Paz, Iriarte, Beruti (no Antonio el de las escarapelas, sino su hermanito Juan Manuel), Wilde o Lamadrid–, es Montevideo o la Nueva Troya de Alejandro Dumas. Sí, nada menos que el autor de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, dedicándole su tiempo y su pluma a los sucesos del Río de la Plata en los agitadísimos años del final de la era rosista.
La única edición hecha en Buenos Aires de esta obra apareció casi un año antes de que yo naciera. Tengo 43 años: haga la cuenta. Vi un ejemplar en San Telmo, en la casa de un brillante historiador, Arturo Gutiérrez Carbó, pero no era la edición porteña, sino una francesa. Y recuerdo haber ido a buscar un ejemplar de esa obra a la Biblioteca Nacional, cierta vez que estaba escribiendo algo sobre Florencio Varela. Pero no lo tenían. Tal vez fue ese el día que Montevideo o la Nueva Troya se convirtió en un objetivo dentro de mis búsquedas.
Y acá estamos –gracias a la “irresponsabilidad” de Marea Editorial al poner en mis manos esta tarea–, dándole un prólogo a esta nueva edición. Jamás imaginé que iba a escribirle un prólogo a Dumas. Menos que menos, Dumas pensó que yo iba a escribirle uno a él. Y lo peor es que, por supuesto, no puede protestar.
Sé que hay muchos lectores que pasan los prólogos de largo y van directamente a la obra. En muchos casos, hacen bien, claro está. Pero si usted es de los que sienten que si no leyeron el prólogo, no leyeron toda la obra, déjeme ponerlo en ambiente acerca de la época en que se escribió y por qué don Alejandro Dumas, desde su Francia, decidió recrear nuestra historia.
Era la época en que unitarios y federales se sacaban chispas. Y rosistas y antirrosistas, también. Por más que siempre se nos enseñó, para simplificar la cosa, que todos los partidarios de don Juan Manuel de Rosas eran federales y sus enemigos eran unitarios, la historia no es una ciencia exacta. Si bien en términos generales puede decirse que fue así, había buena cantidad de excepciones. Lo cierto es que muchos de los enfrentados a Rosas se vieron obligados a emigrar. Chile, Bolivia, Paraguay y Brasil recibieron contingentes de argentinos. Pero sobre todo, Uruguay –y Montevideo en particular– fue el lugar elegido por los que se autoexiliaban. Montevideo fue el principal foco cultural de enfrentamiento a Rosas y desde allí partían todos los misiles que recibía el Gobierno porteño.
Don Juan Manuel necesitaba controlar un poco la oposición oriental y en diciembre de 1842 brindó todo su apoyo al general uruguayo Manuel Oribe para que pusiera sitio a Montevideo, gobernada entonces por un amigo de los exiliados: Fructuoso Rivera. Cuatro meses más tarde don Juan Manuel aumentó el asedio mediante un bloqueo naval de la ciudad. Lo envió al viejo Bruno (así le decían al Almirante Brown), quien tuvo que enfrentarse con un italiano aventurero a quien habían puesto como encargado de la defensa acuática: Giuseppe Garibaldi, nacido el 4 de julio de 1807, el mismo día en que se iniciaba la segunda invasión inglesa a Buenos Aires.
En medio de mil pequeñas grandes historias de heroísmo, los sitiados envían a París a Melchor Pacheco, escritor y orador envolvente nacido en la costa uruguaya. Parte en agosto de 1849 y se entrevista con el escritor “top” Alejandro Dumas para pedirle que apoye, desde su capacidad literaria, la lucha por la libertad que hacía correr tinta y sangre en el Plata.
En ese momento, Dumas estaba en la cresta de la ola con su flamante narración de las aventuras de los tres mosqueteros, que eran cuatro. Don Alejandro era un idealista. Por eso, cuando Pacheco le contó la historia del Río de la Plata, sacó a relucir su quijotesco empecinamiento hacia las causas nobles y volcó en el papel su versión de los hechos. Por supuesto, lo hizo conociendo solo la campana de Pacheco. No es un pecado, ya que en aquellos tiempos no había grises: todo era blanco o todo era negro.
En nuestras costas, además de sables, fusiles, cañones y algunas dagas incisivas, la pluma era una herramienta cotidiana para defender la causa, sea cual fuere la causa. José Rivera Indarte, ex partidario de Rosas, volcaba desde Montevideo toda su ira contra el Restaurador de las Leyes y explicaba de qué manera había que asesinarlo, aconsejando sobre todo una buena puñalada en la cola. Nicolás Mariño, a su vez, le respondía con vehemencia desde Buenos Aires y, por su encendida defensa del gobierno porteño, Rosas le regalaba unos terrenos que estaban en el camino a su casa de Palermo. Popularmente fueron llamados Palermito o Palermo Chico y terminarían siendo el barrio más paquete de la ciudad.
En ese combate literario, la participación o la intromisión –según el bando desde donde se lo mire– de Alejandro Dumas, fue todo un suceso. Mientras en Montevideo el francés era un “héroe de la causa”, un “amante de la libertad”, un “talentoso inigualable”, en Buenos Aires era un “miserable buitre” que “ha vendido su pluma y arriesgado su fama por cinco mil francos”. ¿Y por qué todo esto? Porque en Montevideo o la Nueva Troya los rosistas son el lobo y los antirrosistas son Caperucita.
De todas maneras, tampoco conformó a todos los partidarios de la apología. Bartolomé Mitre, abrazado a la causa unitaria, consideró que el libro no reflejaba para nada “el maravilloso talento” de Dumas. Probablemente, se haya sentido aludido cuando el francés escribió que los escritores del Río de la Plata son “hermafroditas de la sociedad, irritables como los hombres, caprichosos como las mujeres y, con todo eso, inocentes casi siempre, como los niños”. Las porteñas, en cambio, deben haberse sentido complacidas al saber que don Alejandro en su obra las consideraba más atractivas que a las orientales, y eso que nunca vino a comprobarlo personalmente.
Para dotar de vida al ambiente donde transcurre el relato, Dumas empieza bien por el comienzo y arranca con don Juan Díaz de Solís. No vamos a culparlo por caer en los mismos errores que aún hoy repiten nueve de cada diez historiadores, cuando dice que un vigía gritó “¡Montem video!”, dando origen al nombre de la ciudad; y cuando explica que a Solís se lo comieron los charrúas. Porque en realidad, ese punto en el mapa fue conocido durante los años de exploración como Monte Ovidio y luego se deformó su nombre. Hay una versión que dice que los cartógrafos habían señalado el lugar con la siguiente inscripción: Monte VI de E a O, que significa Monte sexto, de Este a Oeste. Me hubiera encantado que así fuera, pero jamás encontré esa perlita, ni tampoco el Monte V ni el Monte IV. Y ojo que miré mapas y mapas... Respecto de los que se dieron el banquete con Solís, aclaremos que los charrúas no eran antropófagos. Los que se comían a la gente eran los guaraníes que merodeaban la costa uruguaya.
Desde Solís a Rosas hay un trecho. Con agilidad mosquetera, Dumas salta entre los principales hitos de nuestra historia hasta desembocar en el período de las luchas internas. En esa apretada descripción, el francés pasa por “el joven contrabandista” José Gervasio de Artigas, a quien califica de “bravo como un viejo español, sutil como un charrúa, alerta como un gaucho”. Les aclara a sus compatriotas que “el gaucho es el bohemio del Nuevo Mundo”. Se detiene en las diferencias entre Buenos Aires y Montevideo, volcando toda su predilección a la ciudad uruguaya. Si un neófito se guiara por Dumas, diría que los porteños de aquel tiempo eran brutos y que los orientales eran civilizados. Y ni hablar de las ciudades en sí. Mientras que Montevideo es el edén, Buenos Aires, sin llegar a infierno, no va más allá de ser un rústico purgatorio.
¿Por qué dice que el “dictador” Artigas, cuando gobernó Montevideo, fue “la sustitución de la inteligencia por la fuerza bruta” y que “con menos crueldad y mayor coraje, fue entonces lo que Rosas es actualmente”? Porque Artigas llegó al poder luego de enfrentarse a Jorge Pacheco, padre de Melchor, el que le dio letra para su obra. Para Dumas, Artigas se parecía más a los porteños brutos que a los civilizados uruguayos. Así es como llega a decir de Artigas en su racconto que “Montevideo va a presenciar el reino del hombre descalzo, de calzoncillos flotantes, de chiripá escocés, con un poncho andrajoso cubriendo todo aquello, y con el sombrero inclinado sobre una oreja y asegurado por el barbijo”.
Por otra parte, rescata a Bernardino Rivadavia. Lo elogia –luego de aclarar que sus buenos modales los aprendió en Europa– y explica su “fracaso” en el gobierno, por haber querido imponer un poco de civilidad a un pueblo que estaba lejos de entender ese concepto.
Dumas marca el terreno, dividiendo al Río de la Plata en dos bandos: el de los embrutecidos y el de los civilizados. Y es entonces cuando llega Rosas a la obra y el francés le descarga toda su artillería. Una vez que el cuadro que muestra al Restaurador es bien diabólico, surgen los adalides de la justicia, concentrados en Montevideo, dispuestos a dar batalla. El día a día, el paso a paso de la narración, mejor lo dejamos en manos de don Dumas. Pero aclaremos que el concepto general del libro no es alabar la lucha contra Rosas. Aquel núcleo de adalides persigue un fin superior: inyectarle a la inhóspita América un poco de onda europea, para ver si se la puede domesticar un poco, para su bien.
Por eso, Montevideo o la Nueva Troya es un preámbulo de las cruzadas del loco Sarmiento, de las pinceladas parisinas del intendente Torcuato de Alvear, de la corriente que encararía hasta sus últimas consecuencias la Conquista del Desierto y, también, de la encendida defensa del gaucho que emprendería, entre otros, José Hernández.
La principal enseñanza que nos deja la obra de Dumas es justamente que para entender, recrear y amar la historia, es necesario entender, recrear y amar cada una de sus versiones. Cada una de sus campanadas. Y esta, que es una de ellas, nos llega gracias al tesón de un tocayo de Dumas, Alejandro Waksman, un buscador de tesoros, y de Marea Editorial, que concreta el milagro de multiplicarlo.
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