Ocultas detrás de los vestidos suntuosos se ponen en primer plano en esta investigación sobre mujeres monarcas que hicieron historia; como Isabel I de Inglaterra, cuya biografía comienza en el decepcionante momento de su nacimiento
“Sé que poseo un débil y frágil cuerpo de mujer, pero tengo el corazón y el coraje de un rey, más aún, de un rey de Inglaterra”
Isabel I de Inglaterra
A finales de agosto de 1533 Ana Bolena se despidió de su familia y en compañía de sus damas se recluyó en la llamada Cámara de las Vírgenes en el palacio real de Greenwich, a las afueras de Londres. La reina de Inglaterra se encontraba a punto de cumplir su noveno mes de embarazo y en esta habitación, cuyas paredes se decoraron con ricos tapices religiosos, debía esperar la llegada de su hijo. Astrólogos, hechiceros y parteras estaban convencidos de que traería al mundo a un varón. Pero el 7 de septiembre, hacia las tres de la tarde, la reina dio a luz a una niña sana y fuerte. Fue un parto rápido y sin complicaciones. La recién nacida tenía el pelo rojizo y la nariz prominente de su padre y los ojos oscuros de su madre. El rey Enrique VIII estaba tan seguro de que sería un niño que había organizado un espléndido torneo en su honor y ya tenía elegido el nombre del heredero, Eduardo. Su decepción fue tan grande que ni siquiera entró a ver a su esposa, pero enseguida ordenó que la pequeña princesa fuera tratada con toda la dignidad que exigía su rango. Se le dio el nombre de Isabel, en honor a sus dos abuelas, la reina Isabel de York y la noble Isabel Howard.
Tres días más tarde fue bautizada con gran pompa en la iglesia franciscana cercana al palacio real. A la desdichada Catalina de Aragón, exiliada en el castillo de Buckden y denigrada al rango de «princesa viuda de Gales», se le pidió que donara para la ceremonia la rica mantilla que había traído de España y había servido para el bautismo de su hija María Tudor. Una humillación más que le causó un profundo disgusto «¡Dios no lo permita —exclamó indignada—, que yo colabore en un asunto tan horrible y detestable como este!» El rey obligó a toda la nobleza a asistir al bautismo de Isabel. Eligió como padrino al arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, y la madrina fue la duquesa viuda de Norfolk, abuela adoptiva de la reina Ana Bolena, que sostuvo en brazos a la recién nacida durante todo el acto religioso. El obispo de Londres ofició la solemne ceremonia por el rito católico y la princesa entró en la iglesia bajo palio y cubierta por un manto de terciopelo púrpura cuya larga cola forrada en armiño era llevada por cuatro lores. Detrás de un tapiz se había instalado un brasero para que la niña no tuviese frío. Tras ser bendecida en la pila bautismal de plata que se alzaba en el centro del templo, el heraldo gritó: «¡Que Dios, en su bondad infinita, otorgue feliz y larga vida a la poderosa lady Isabel, princesa de Inglaterra!», y sonaron las trompetas.
A la salida de la iglesia repicaron todas las campanas de la ciudad mientras un largo cortejo formado por guardias reales y nobles desfilaba a la luz de las antorchas de regreso a la cámara de la reina. En las tabernas corrió el vino y hubo bailes y fiestas improvisadas en las calles. Pero este ambiente festivo no era sino una manera de humillar a Ana Bolena por no haber sido capaz de concebir un varón. Enrique lo sabía y fue el gran ausente en las celebraciones. Encerrado en sus aposentos se mostraba afligido y muy preocupado. El destino parecía haberse burlado de él concediéndole otra hija. La presión por dar un heredero a la Corona le había hecho anular su matrimonio con Catalina de Aragón y enfrentarse al emperador Carlos V y a la Iglesia de Roma para casarse con Ana Bolena. Pero esta dama culta, sofisticada y ambiciosa que le había robado el corazón, tampoco le había dado el hijo que necesitaba. Aunque en Inglaterra no existía una ley sálica que impidiera que una mujer pudiera reinar, había una gran oposición contra semejante posibilidad. Enrique temía que si se cuestionaba la Corona, podrían estallar peligrosas revueltas como en el pasado. Pero el rey superó pronto su desilusión y recobró la alegría. A sus cuarenta y dos años aún era un hombre fuerte y la joven Ana había demostrado ser fértil y saludable por lo que podían tener más hijos. Tras largas deliberaciones el monarca promulgó la Ley de Sucesión para asegurar la supervivencia de la casa Tudor. Isabel, hasta el nacimiento de un hijo varón, se convirtió en «la única y legítima heredera del trono de Inglaterra» y solo ella podía ostentar el título de princesa de Gales Con esta decisión su hermanastra María Tudor era despojada de todos sus derechos y declarada ilegítima.
A los tres meses de edad, Isabel fue separada de su madre y llevada con un gran séquito al castillo de Hatfield, a treinta y dos kilómetros de Londres. Era el lugar elegido para mantener a los hijos del rey a salvo de las frecuentes epidemias de peste o gripe y también para apartarlos de las intrigas de la corte. Hasta allí llegó la princesa de Gales escoltada por algunos de los caballeros más importantes de Inglaterra, entre ellos el duque de Norfolk, y numerosas doncellas que lucían llamativos y ricos vestidos. El soberano quiso demostrar con este espectacular desfile que si «Dios no le daba un varón, aquella niña se sentaría algún día en el trono». La princesa Isabel tendría su casa propia y quedó al cuidado de su institutriz lady Bryan. Por su rango la niña contaba con un servicio de más de ochenta personas. Entre ellas María Tudor, obligada por su padre a ejercer como dama de honor. Era su forma de castigar su orgullo y rebeldía María solo reconocía a su madre Catalina de Aragón como la legítima reina de Inglaterra.
Desde el principio se negó a acompañar a la princesa en sus paseos por los jardines y se encerraba en su habitación. Para mortificarla, la reina ordenó al duque de Norfolk que le confiscase todas sus joyas y guardarropa. El embajador de España en la corte, Eustace Chapuys, aliado de la joven, escribió que su terquedad se convirtió en una obsesión para la nueva soberana. Ana se quejaba al rey de que en Hatfield trataban María con demasiada indulgencia y ordenó a su gobernanta, lady Shelton, tía de Ana Bolena, «castigarla como la maldita bastarda que era». El plan de intentar acercar a las dos hermanas había fracasado y para Ana la hija mayor de Enrique era su peor pesadilla. Su obstinación le parecía una seria amenaza para Isabel y le preocupaban las simpatías y los apoyos con los que contaba. Tras el bautizo de la niña, Enrique VIII había roto definitivamente con Roma y se había proclamado jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra para conseguir la anulación de su primer matrimonio. Las ejecuciones de algunos de los hombres católicos más respetados de Londres y la supresión de los monasterios y abadías para reflotar el tesoro real provocaron un gran malestar. Para el pueblo la única responsable era Ana Bolena, a la que los católicos consideraban «un instrumento del demonio», y en toda Inglaterra se detenía y condenaba a hombres por llamarla «bruja» o «la ramera francesa».
Ajena a las intrigas y rivalidades que existían en su entorno, la princesa Isabel creció rodeada de privilegios y de los afectuosos cuidados de lady Bryan Mientras, su padre hacía planes para casarla y negociaba su unión con el duque de Angulema, tercer hijo del rey Francisco I, que entonces contaba doce años de edad. Los embajadores franceses fueron invitados a Hatfield para conocer a la candidata que apareció suntuosamente vestida en los brazos de su institutriz. Después la niña fue exhibida toda desnuda para que los enviados del rey de Francia pudieran comprobar que no tuviera ningún defecto físico. La pequeña les pareció una criatura muy vivaz, bien formada y robusta, y se fueron satisfechos llevando buenos informes al rey de Francia.
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