Lo difamaron, cargó con la epidemia de la fiebre amarilla y una tragedia naval, pero el contexto hostil no le impidió promover la tecnología como cuenta el capítulo “La revolución de los telegramas” del nuevo libro de Daniel Balmaceda
Francisco Sarmiento te entregará un poco de música que te manda Aurelia Vélez para tus niñitas. Él te hablará de proyectos de venirse a Chivilcoy y traerte.
DFS a su hija Faustina, 3/5/1869
De la agenda presidencial de mayo marcamos un hecho relevante. Señalar que el 4 se inauguró el telégrafo a Rosario sería apenas un título pobre y mezquino. Lo que significó para nuestros abuelos de aquellos tiempos es difícil de entender ahora que podemos comunicarnos en forma instantánea con cualquier ciudad del planeta. En dos palabras: a Mitre le cabe el honor de haber establecido en 1866, a la par del gobierno de Uruguay, un sistema telegráfico entre los dos países. Luego, en su tercer día como presidente, Sarmiento recibió el apoyo del Congreso para emprender su soñado desarrollo del telégrafo en varias ciudades del país. A partir de allí inició una serie de medidas para que no quedara solamente en los papeles. El camino había sido allanado por los verdaderos impulsores, el gobernador Alsina y sus ministros Avellaneda, Castro, Mariano Varela y Francisco Madero.
En 1869, a pesar de que ya comenzaban a acostumbrarse a los telegramas que cubrían distancias de cincuenta kilómetros, el hecho de que un texto escrito en Buenos Aires pudiera ser leído en Rosario al minuto (casi trescientos kilómetros), era un acontecimiento de enorme relevancia. Nada que hubiera ocurrido durante los seis meses del gobierno se equiparaba con esa novedad.
El acto formal de inauguración del servicio se llevó a cabo en un gran salón contiguo al despacho del jefe de Estado, reacondicionado como oficina de telégrafos. Los anfitriones fueron Sarmiento, sus ministros (menos Vélez, ausente por viaje) y el gobernador Castro. El selecto público estaba conformado por legisladores nacionales y provinciales, jueces y otros funcionarios, más una notable representación femenina. Otra novedad, muy a la vista, fue el cable aéreo que cubría las tres cuadras y media desde la azotea de la compañía telegráfica hasta la Casa de Gobierno. Si bien era lo que hoy denominaríamos “una empresa del Estado”, el tendido quedó en manos privadas.
No está exenta de condimentos la historia de los emprendedores. Nos referimos a la sociedad Fusoni & Maveroff. Ambas familias se cuentan entre las primeras que emigraron de Italia, cuando aún eran una minoría. Comenzaron con un almacén naval donde se conseguía pintura para los barcos, pero fueron refinándose e incorporaron accesorios para los retratistas y paisajistas. La pinturería de los hermanos Fusoni era centro de reunión y tertulias de los artistas. Pronto la Casa sumó una nueva actividad, ya que los talentosos exponían en atriles sus obras. Por lo tanto, su salón se convirtió en una sencilla galería de arte, sin abandonar nunca el comercio de las pinturas de todo tipo, los pigmentos y los pinceles. Uno de los pioneros, Pietro Fusoni, murió a los cincuenta años, en un sofocante día del verano de 1866 debido a un accidente casero: “La inmediata causa de su muerte fue por haber tomado muchos helados y luego dar se un baño de agua fría” (The Standard). Los hijos mudaron el negocio a Cangallo y San Martín, que es desde donde partía el mencionado cable telegráfico. Como detalle curioso diremos que en el salón de los improvisados marchands se había exhibido por semanas el premio de una rifa de beneficencia: un cuadro que representaba el discurso de Sarmiento a los estudiantes luego de su arribo a la Argentina. Junto con Achiles Maveroff, los hermanos Fusoni fueron, entre muchas otras cosas, contratistas del gobierno y encargados de la construcción de la red telegráfica. Ahora sí, regresamos al ensayo en el salón presidencial.
Las condiciones del tiempo para poner a prueba el sistema no eran ideales. En algunas partes del trayecto a Rosario la atmósfera se presentaba húmeda y pesada. En otras directamente llovía. A las dos de la tarde, a sala llena, el presidente ofreció unas breves palabras y dio instrucciones a los operadores para que enviaran saludos a todas las estaciones, de parte del gobernador Castro y de él. Los testigos del decisivo paso rumbo al progreso apenas debieron aguardar unos minutos y las respuestas comenzaron a llegar, provenientes de Mercedes, Rosario, Rojas, Pergamino, Carmen de Areco, Salto y San Nicolás.
La demostración fue un éxito y la recepción de mensajes no frenaba. Entre ellos, un saludo a los pares: “La Bolsa de Rosario a la Bolsa de Buenos Aires. Hip! Hip! Hurrah!”. Cada telegrama era leído en voz alta por Luis Varela, el joven secretario del Ministerio del Interior (recordamos que había sido quien llevó las apresuradas noticias del fin de la guerra al establecimiento del prusiano Oldendorff). Terminó el acto y los asistentes manifestaron su satisfacción. Hubo críticas por la falta de refrigerio (La Tribuna la calificó de “inauguración a secas”) y, con mayor profundidad, por el control del gobierno sobre el contenido de los mensajes (se prohibió transmitir información falsa o que incitara a la violencia; La Nación Argentina protestó por la censura). Más allá de los tirones, el 4 de mayo de 1869 se produjo una revolución en el campo de las comunicaciones locales.
A partir de aquella tarde en que la palabra se trasladó casi trescientos kilómetros y en forma instantánea, el poste telegráfico situado junto a las vías fue una inequívoca señal de progreso. A veces, demasiado cerca del ferrocarril, lo que nos lleva a recordar el accidente de San Fernando, cuando un ingeniero distraído terminó con el brazo quebrado.
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