Segundos afuera
Desde chico tengo fascinación por las tormentas. Decir eléctricas es un epíteto, porque todas las tormentas lo son, pero se entiende mejor. Era un fan del olor a tierra mojada, de los rayos y los relámpagos inmensos y de los truenos que hacían temblar los vasos en los estantes. Supongo que heredé esta afición de mi madre. Así que cuando lo único seguro era estar dentro de la casa, lejos de paredes, cables y cualquier forma de agua o estructuras metálicas, el nenito salía corriendo a la galería a mirar la mejor película que por entonces podía conseguirse (y hoy también, si me lo preguntan; la pasión no se ha desteñido ni un poco).
Cuando empecé la escuela y aprendí a contar, mi padre me enseñó una serie de cosas que quizá puedan resultarles útiles en estos tiempos de clima extremo. Me hizo notar que entre el relámpago y el sonido del trueno pasaba cierto tiempo. Si contaba los segundos, podía saber a qué distancia había ocurrido el rayo; el sonido viaja a un poco más de 300 metros por segundo. Me enseñó, mi padre, que no debía salir, si entre el relámpago y el trueno pasaban menos de treinta segundos. Y que era preferible quedarse adentro hasta que pasaran 30 minutos desde el último trueno. Todavía hoy sigo esos consejos. O al menos intento.
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